En la reunión de 2021 del G20 Interfaith Forum, realizada bajo la presidencia italiana del G20 en Bolonia en septiembre, asistí a una muy interesante presentación de un buen amigo, el profesor portugués Jónatas Mendes Machado (Universidad de Coimbra), fruto de su investigación titulada “Desigualdad, inestabilidad y corrupción”. Intentaré resumir algunas de sus conclusiones, para hacer luego alguna referencia al caso argentino.

El punto de partida de Machado es que la corrupción es un abuso del poder que ha sido confiado a alguien, para una ganancia personal ilegítima. Ella erosiona la confianza, debilita la democracia, obstaculiza el desarrollo económico, agrava la desigualdad, la pobreza, la división social y la crisis ambiental, fomenta la radicalización y el populismo. Los más afectados son los más pobres, a menudo integrantes de comunidades religiosas. Por lo que sería deseable que las comunidades religiosas, preferiblemente obrando en conjunto, denuncien y combatan la corrupción y defiendan a sus víctimas. No solamente por una cuestión de principios, sino porque esas víctimas son también los miembros más débiles de la propia comunidad.

La lucha contra la corrupción, que permita mejorar los estándares de justicia, equidad, solidaridad y cumplimiento de la ley, no puede hacerse sólo “de arriba hacia abajo” sino también “de abajo hacia arriba”, desde la propia sociedad, y en ese sentido las comunidades religiosas pueden jugar un rol importante. Ellas pueden y deberían ofrecer una enseñanza ética que condene claramente la corrupción, poner a la luz sus efectos corrosivos, movilizar a la comunidad en la demanda de integridad, responsabilidad y transparencia y denunciar las prácticas corruptas, tanto en el ámbito público como privado.

Sin embargo, Machado observa que algunas comunidades y organizaciones religiosas pueden ser reticentes a involucrarse en este campo porque ellas mismas podrían carecer de altos estándares de integridad en su interior: también dentro de las comunidades de fe es necesario prevenir y luchar contra la corrupción. En otros casos, puede haber simplemente una escasa comprensión de la importancia de colaborar con la lucha anticorrupción, que no puede hacerse sólo con herramientas legales, sino también éticas.

El planteo es de la mayor relevancia. La pandemia del COVID-19 también en este campo ha puesto a la luz problemas ya existentes, porque ha sido la ocasión para nuevas y muy dañinas prácticas corruptas. Pensemos en los negociados en torno a la adquisición y transporte de las vacunas o la provisión de suministros médicos, por ejemplo, o los casos escandalosos de los “vacunatorios VIP”.

¿Puede esto aplicarse a la Argentina? Sin ninguna duda. Cualquier persona mínimamente informada sabe que los niveles de corrupción en nuestro país son escandalosos. Obviamente existe en el sector privado, pero especialmente es notable en el sector público. Sobran los ejemplos de políticos que llegan a la función pública pobres y al poco tiempo amasan fortunas incalculables e imposibles de explicar, para ellos, sus familiares, allegados, colaboradores. Hay casos muy notorios de pagos de coimas o de desvíos de fondos públicos que están ampliamente reconocidos y probados (baste pensar en la “causa de los cuadernos”), más allá de que la igualmente escandalosa ineficiencia o complicidad judicial haga que en pocos casos se llegue a la condena penal. Y como hemos visto, cuando la condena llega, no se cumple… ¿Hace falta poner nombres propios?

Sin embargo, ni la Iglesia Católica ni en general las confesiones religiosas dicen nada sobre esto. Me interesa y preocupa especialmente la Iglesia Católica, por varias razones: porque es la mía, porque es la mayoritaria, y porque tiene un vínculo especial con el Estado, que no es del caso analizar acá, pero que bien puede pensarse que otorgue una responsabilidad adicional. ¿No saben los obispos lo que ocurre en materia de corrupción? Difícil creerlo. Entonces, ¿por qué en general callan? Particularizo en los obispos no por ignorar que “la Iglesia somos todos”, sino porque son ellos los que pueden hablar en nombre de la Iglesia como institución. Para bien o para mal, les cabe esa responsabilidad.

Dejemos de lado los casos, que lamentablemente hubo al menos en el pasado, en los que el silencio es comprado como parte del mismo mecanismo de corrupción. Basta recordar el ejemplo emblemático del ex funcionario que, para ocultar millones de dólares fruto de su participación en la corrupción estructural de su gobierno, eligió nada menos que un convento. El menemismo, precursor en esta materia del kirchnerismo, fue pródigo en dádivas a obispos complacientes, lo que generó más de una tensión interna en esa época. Supongamos benévolamente, y creo que es así, que ahora la mayor parte de la Iglesia es razonablemente sana y no se beneficia, al menos a conciencia, de la corrupción de los funcionarios.

Pero hay una situación que es una verdadera trampa, y que complica la posibilidad de que la Iglesia se involucre activamente en la denuncia de la corrupción, como sería muy deseable que hiciera. Y esa trampa es que la corrupción está desigualmente distribuida. Al menos en lo que va del siglo, es muy evidente que hay un partido político, o si se quiere al menos la facción dominante de un partido político, que ha hecho de la corrupción su esencia y su característica estructural. Eso no quiere decir que no pueda haber hechos de corrupción en otros partidos, y seguramente los hay. Pero es muy evidente que existen por lo menos órdenes de magnitud diferentes. La primera defensa del corrupto suele ser decir que el otro también lo es. Si todos somos corruptos, nadie lo es. Pero con un mínimo de honestidad intelectual es claro que en este aspecto no hay equivalencias.

La trampa entonces resulta de que la Iglesia debería ser neutral en el terreno político. Pero en este tema es imposible serlo, porque inevitablemente debería señalar a uno de los principales partidos y a sus principales dirigentes, y eso podría hacer parecer que toma posición por su adversario. La alternativa es limitarse a expresar generalidades, dando la impresión de que en cierta forma corruptos son todos, aunque no sea así. Pero claramente eso no sirve, y además sería faltar a la verdad. Un compromiso con la decencia, la transparencia y la legalidad requiere hablar con absoluta claridad. Pero esa claridad no es lo que suele caracterizar a los pronunciamientos episcopales.

Hay otro problema, que podríamos catalogar como psicológico, y que aqueja no solamente a los obispos sino a muchas otras personas buenas, individualmente decentes, almas bellas. Digámoslo sin vueltas: muchos tienen en lo personal una cercanía importante (por no hablar de militancia) con el peronismo, que de él estamos hablando. Esa identificación visceral los lleva a cerrar los ojos y no querer admitir la evidencia de la corrupción kirchnerista. Esas personas quieren creer que efectivamente el emporio hotelero de Cristina Fernández y los millones de dólares de su hija son fruto de su trabajo como abogada exitosa, aunque nunca pudo exhibir siquiera su título profesional. O que las decenas de millones de dólares de sus secretarios son el resultado de sus ahorros. Y en último caso, frente a la evidencia de lo obvio, la respuesta es que los empresarios de la familia Macri son corruptos.

El triste resultado es una responsabilidad por omisión de la que pedirá cuenta la historia. La Argentina no volverá a ser un país digno de ser vivido si no se enfrenta seriamente a la corrupción. La Iglesia, las comunidades religiosas, tienen el deber moral de decirlo con claridad y valentía, con coraje profético, alentando a jueces y fiscales para que puedan cumplir con la difícil tarea que a ellos les toca.

Juan Gregorio Navarro Floria es Doctor en Derecho

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