Después de los acontecimientos de 2001, parecía imposible volver a calificar a una crisis de “inédita”. Sin embargo, la situación actual del país fue crecientemente percibida como tal, al menos en ciertos aspectos, como quedó demostrado en las últimas PASO y en los días sucesivos. Acaso el primero de ellos sea la pandemia, que encontró al país en una situación de gran vulnerabilidad, acrecentada luego por la cuestionable gestión sanitaria, que nos ubica en la lista de los países más castigados por el COVID-19 en términos de vidas, contagios, recesión y perspectivas de recuperación social y económica.

Pero este contexto dramático torna más desconcertante la ausencia de un plan de gobierno para estabilizar las variables macroeconómicas y estimular la reactivación. Un sector del espacio político hoy en el poder se excusó argumentando que, a causa de la pandemia, “el partido no comenzó”. Pero en realidad, la emergencia sanitaria no hizo sino poner en evidencia lo que estuvo allí desde el comienzo del “partido” que atravesamos: el pavoroso vacío de ideas.

Quizás aquí estaba la raíz de la característica más novedosa de la crisis: la desesperanza, que ya no se manifiesta con la airada indignación y efervescencia de 2001, que al menos generaba una energía susceptible de ser canalizada positivamente, sino que hoy toma la forma de la pasividad, el desencanto y la resignación, reflejada en las urnas. Es un país sin rumbo, sin metas y, por lo tanto, sin esperanza.

La campaña para las PASO reflejó esta situación. Los candidatos del gobierno, huérfanos de propuestas, espontánea o deliberadamente coincidieron en echar mano a un último, y ciertamente bajo recurso, el de invitar a la evasión: ser felices, gozar, tener buen sexo, droga legal… Fantasías afiebradas que se convierten en el camino promovido intencionadamente por personas adultas, en un país que ve derrumbarse la educación, la familia, la cultura del trabajo y la responsabilidad, en síntesis, las perspectivas de futuro. 

La oposición por su parte, se limitó mayormente a explotar las gaffes del oficialismo, pero sin desprenderse, salvo honrosas excepciones, de los resabios del “duranbarbismo”, eludiendo la tarea de comunicar claramente la verdad de la actual situación y las medidas impostergables para evitar el colapso, lo cual supone que cualquier salida será lenta, difícil y dolorosa. El llamado al realismo, la responsabilidad y el esfuerzo sostenido debería constituir la exacta antítesis del discurso oficial.

Entre la fuga hacia la fantasía de unos y la timidez de otros, creció entre muchos jóvenes la adhesión a la anti-política representada en esta coyuntura sobre todo por candidatos del liberalismo radical, con un discurso frontal, pero no se detienen a considerar la viabilidad política de sus propuestas, mostrándose por ahora incapaces o poco interesados en construir consensos y acceder a inevitables compromisos. Parece sólo cuestión de tiempo que otras expresiones minoritarias de signo opuesto tomen nota de la atracción que suscita el estilo violento e intransigente. De la depresión a la ira incontenible puede haber un corto paso, y podría beneficiar al que mejor sepa azuzarla y aprovecharla.

El resultado de las PASO dejó al descubierto las grietas que crujen dentro del frente oficialista. La vicepresidente Cristina Fernández hizo pública una insólita carta dirigida al presidente Alberto Fernández, donde la motivación básica que la inspira no pareciera ser el bien de la República sino la consolidación y ampliación de la insuficiente cuota de poder con que cuenta. Un político responsable del bien común no lanza en público un ultimátum con efectos desestabilizadores al jefe de Estado, a quien está subordinado por la Constitución y por una elemental ética de lealtad.  Este, por su parte, no tardó en responder sumiso al atropello, cediendo varios de sus ministros y designando en su reemplazo a figuras afines a los deseos de quien formalmente lo secunda en la Presidencia. Se puso así en evidencia, una vez más, la ineficaz naturaleza del original artefacto político por el que quien ostenta la autoridad está sometido a su subordinado que realmente la detenta.

Si bien al momento de escribir este editorial es imposible evaluar lo que nos deparan las próximas elecciones legislativas de noviembre, es preciso confiar en que existen todavía en la ciudadanía reservas morales para acoger favorablemente un discurso serio, honesto, realista, exigente, abierto, que despierte la esperanza, sobre todo entre los jóvenes, de que todavía puede haber un futuro dentro de las fronteras de este país, que supo ser hasta no hace tanto tiempo atrás, tierra de promisión.

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