Es indudable que el diálogo de la Iglesia con el mundo empresario no goza de la misma fluidez que aquél tradicionalmente mantenido con el sector sindical o, en los últimos años, con los movimientos sociales. Múltiples factores de orden histórico y doctrinal explican esta dificultad. Pero la celebración del centenario del empresario Enrique Shaw (1921-1961) –declarado Venerable en abril de este año y actualmente en proceso de canonización–, representa una valiosa oportunidad para superar viejos prejuicios, evitando al mismo tiempo caer en idealizaciones que demanden del empresario un desinterés heroico, o que confundan la empresa con una iniciativa filantrópica.
Podemos encontrar el camino para avanzar en esta dirección en la propia vida y el pensamiento de este ejemplar dirigente. Sus escritos exhiben no sólo un profundo conocimiento del contexto social y económico de la actividad productiva en nuestro país en su época, sino que muestran una fina y equilibrada sensibilidad ética así como una sólida formación teológica, por la cual sus reflexiones anticipan claramente el espíritu del Concilio Vaticano II, en especial, de su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo, Gaudium et spes.
En el magisterio de su tiempo, las escuetas incursiones en la ética empresarial tenían todavía un carácter mayormente exterior, exhortando a moderar el afán de lucro y recordando los deberes de los patrones hacia los trabajadores. E. Shaw trasciende este planteo, delineando una ética empresarial que nace de la misma naturaleza de esta actividad, de su relación intrínseca con Dios, con los hombres y con el mundo. Por lo pronto, se atreve a hablar de la actividad emprendedora como una “misión”, enraizándola en la teología de la Creación: el empresario recibe de un modo específico el llamado de Dios a “dominar la tierra”, un “dominio” que no connota poder arbitrario sino una administración responsable de los recursos del mundo, un modo de prolongar a través de la actividad humana la obra creadora de Dios.
Este punto de partida fundamenta el primer deber del empresario: producir bienes y servicios para atender las necesidades del consumidor, con la consiguiente disposición a invertir, asumir riesgos, competir e innovar, especialmente importante en nuestro país que ya en los años ’50 exhibía un sensible retraso financiero y técnico respecto de las empresas extranjeras. Pero la productividad, insistía, no es una cuestión puramente técnica. Ante todo, la motivación del empresario no suele ser exclusivamente económica, sino también espiritual: busca plasmar un proyecto, hacer realidad una idea, un producto que sirva a los hombres y promueva el desarrollo temporal, el cual constituye un deber humano y cristiano, una ofrenda a Dios, que hace posibles las condiciones materiales necesarias para la vida virtuosa.
Es preciso, por lo tanto, superar la idea de que el beneficio empresarial es una especie de robo. La esperanza de obtener ganancias de la propia actividad emprendedora es un estímulo legítimo, además de ser un criterio insustituible para evaluar el funcionamiento de la empresa. Si ésta es ineficiente, no es razonable sostenerla artificialmente, error frecuente cuando se trata de empresas del Estado o asumidas por éste, favoreciendo a un grupo particular y perjudicando a la sociedad en su conjunto. Pero existe una diferencia entre la legitimidad del beneficio y la búsqueda de la maximización de las utilidades como objetivo exclusivo.
En este sentido, el progreso material debe ir de la mano de la promoción humana. Para ello es necesario concebir la empresa como una comunidad ética que promueve la colaboración y favorece la creatividad y la responsabilidad de todos. Ello requiere prestar debida atención a las relaciones personales dentro de la empresa, buscar formas de estimular la participación de los trabajadores, el despliegue de sus capacidades y potencialidades. En pocas palabras, se debe priorizar el capital humano, ya que “el mayor capital de un país es el trabajo inteligente y organizado de sus hombres”. Y de esta manera, la empresa se pone al servicio del bien común. Pero el aspecto social de la empresa no debe desplazar el económico. “Sería una exageración –afirma Shaw– asignar a la empresa un fin únicamente social y decir que su objetivo es producir hombres y no bienes; ello equivaldría a confundirla con una comunidad religiosa o una escuela”.
Como puede apreciarse, su pensamiento apunta siempre a una delicada síntesis entre ética y racionalidad económica. Posiblemente, el ejemplo más conocido de este talante sea su contribución a la implantación en la Argentina del régimen de asignaciones familiares (1957), de carácter privado, organizado por actividad, a través de un sistema de cajas de compensación, con aportes de los empresarios, iniciativa precedida por serios y pormenorizados estudios de factibilidad. La ventaja de este mecanismo en comparación con uno en que el Estado obligara a los empresarios a pagar adicionales por esposa e hijos es evidente: por este último camino, quienes tuvieran familia a su cargo quedarían postergados en el mercado laboral frente a los solteros. En palabras del profesor J. C. de Pablo, Shaw puso “la cabeza fría al servicio de un corazón caliente” combinando equidad con eficiencia. Advertía, en cambio, contra los aumentos de salarios de carácter general, no ligados a la productividad, por sus efectos sobre la inflación.
Enrique Shaw fundó y dirigió la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE) y defendió la idea de que la actividad emprendedora debe ser, en principio, privada. Como afirmaba Pío XII: “La economía no es por su naturaleza una institución del Estado; es, por el contrario, el producto viviente de la libre iniciativa de los individuos y de las agrupaciones libremente constituidas” (Alocución, 7 de mayo de 1949), y el propietario de los medios de producción debe permanecer dueño de sus decisiones económicas. Sostenía la necesidad de evitar el intervencionismo estatal, que afecta la libertad económica y política. Los sindicatos y los patrones debían resolver sus cuestiones sin intromisión del Estado. Eso no significa que el Estado no sea necesario para crear las condiciones que hagan posible la actividad empresarial: “El dirigente de empresa debe ser leal con el Estado, no sólo cooperando directamente con él, sino también evitando su intervención indebida con solicitudes de privilegios para la propia empresa o sector de actividad. Triste es decirlo, pero muchos y buenos proyectos de «uniones aduaneras», que tanto acercan a los pueblos, se han visto postergados por quienes defienden «intereses creados»”.
Hoy, muchas de estas ideas han sido incorporadas de un modo u otro al magisterio católico, que ya no vacila en hablar de una “vocación empresarial” con todas sus implicancias. Se trata de una base firme para el desarrollo de una ética capaz de guiar a los empresarios en su labor, que se base en un conocimiento más profundo de su realidad y sus desafíos, y que muestre una mayor empatía con quienes encaran esta difícil actividad, en medio de un clima que –como ya observaba Shaw– se caracteriza muchas veces por el desaliento, los ataques injustos y la falta de estímulo. Esto deberá llevar a la Iglesia, además, a formular una visión del rol del Estado en la vida económica que sea consistente con esta nueva valoración de la empresa.
Los empresarios católicos, por su parte, no pueden limitarse a asentir a las exhortaciones que les dirigen sus pastores, sino que tienen el deber de entablar con ellos un diálogo franco que promueva la auténtica comprensión recíproca. Enrique Shaw nos muestra que es posible suscitar un nuevo clima de entendimiento y colaboración entre todos los sectores de la vida económica para que nuestro país pueda recuperar la senda perdida del desarrollo material y humano.