Existen muchas maneras de abordar el fenómeno ambiental. La mayoría de ellas lo hacen mediante enfoques elaborados a partir de su impacto sobre el ser humano. La crisis ambiental es básicamente algo de lo que debemos protegernos como especie. Sin embargo, tratándose de una situación tan crucial y abarcadora, queremos ensayar una aproximación más amplia, en búsqueda de fundamentaciones que trasciendan la meramente antrópica.
En clave religiosa es posible evocar que, después de la dolorosa experiencia del exilio, algunos judíos elaboraron la magnífica cosmogonía del Génesis (Gn 1,1-2, a). En este relato de la creación del mundo, estos escritores repensaron la acción de Dios en una clave cosmológica: el Dios de los Patriarcas y de la Alianza es el creador del universo y, dentro de él, del ser humano. Una experiencia trágica obligó una ampliación del campo de observación, expresado en el esfuerzo por reinterpretar la acción divina en una perspectiva no sólo histórica sino también ontológica. La experiencia de una salvación en la historia se extendió más allá de Israel y de su historia, hacia el fundamento en el acto creador del universo y de la vida. En dicho relato se situó al ser humano en un puesto central y lateral a la vez, siendo el último de los seres creados, pero precedido por un vasto conjunto de creaturas, todas ellas también “buenas”. En ese escenario, el hombre es a su “imagen y semejanza” y destinatario privilegiado de la Alianza. Pero no todo gira únicamente a su alrededor.
El marco racional que los autores del Génesis encontraron en la mitología babilónica lo hallamos hoy en la cosmología científica. El universo tendría no menos de 13.700 millones de años. La vida en el planeta Tierra –situada en una de la innumerable cantidad de galaxias existentes–, más de 3.500 millones. El ser humano, aparecido en una rama de una línea evolutiva reciente, probablemente en algún momento del último millón de años. En un reloj de 24 horas, la emergencia del Homo sapiens habría sucedido en los últimos segundos del día.
Sin embargo, la historia de la biosfera en el planeta no fue lineal, ya que conoció graves crisis. Se han identificado cinco extinciones masivas de especies, la última de las cuales, la de los dinosaurios, creó las condiciones para el desarrollo de los mamíferos y, con ellos, de la especie humana. En el último siglo y medio, este Homo sapiens, que había aparecido discretamente en el escenario de la vida (Pierre Teilhard de Chardin), adquirió una capacidad de intervención sobre el planeta que ha provocado el desarrollo de una nueva fase de su historia. El premio Nobel de Química Paul Crutzen (1933-2021) acuñó la expresión “Antropoceno” para designar esta nueva era geológica. Aunque la geología trabaja sobre el pasado, la velocidad de los cambios y su visibilidad en el presente, muchos geólogos admiten ese término para denominar la nueva situación de la historia del planeta. Es que, en efecto, todos los aspectos básicos de la estructura de la litósfera, la atmósfera, la hidrósfera y la biósfera (suelo, clima, aguas y biodiversidad) están siendo afectados. Sólo para mencionar esta última: se habla de la sexta extinción masiva de especies, en esta ocasión causada no por un elemento físico, sino por los humanos, una especie más de la historia de la biósfera.
El Antropoceno es, pues, una nueva era del planeta en la que la acción antrópica está modificando velozmente sus estructuras físicas, químicas y biológicas. Se habla de la “Gran Aceleración” (Great Acceleration) para designar el aumento dramático, continuo y casi simultáneo de la tasa de crecimiento en una amplia gama de medidas de la actividad humana, lo que conduciría en pocas décadas hacia un colapso difícil de predecir. Todas las previsiones serias hablan de una probable situación de irreversibilidad para múltiples procesos. De hecho, ya lo es para los millones de especies vivientes que han desaparecido o lo están siendo en los años en curso. El empobrecimiento de la biodiversidad por intromisión humana, por quema de selvas y bosques, por destrucción de humedales, etc. ha adelgazado las líneas evolutivas de la vida. Hay especies que ya no aparecerán. Y, lo que es más grave, hay ecosistemas que no podrán ser reparados.
Necesidad de un pensamiento fuerte para fundamentar la pastoral ambiental
¿Cómo pensar la misión de la Iglesia en esta nueva situación? La aparición de la encíclica Laudato si’ ha permitido una incorporación rápida del tema en ambientes eclesiales. Aunque la cuestión era trabajada previamente –incluso en documentos a partir de Pablo VI–, esta encíclica actuó como catalizador y colocó la cuestión ambiental en un lugar pastoral importante. En los últimos años, se está produciendo una incorporación práctica de cuestiones ambientales en un modo muy veloz. Rota ya la visión dualista de que lo ambiental es un problema “verde”, alejado de la misión de la Iglesia, los agentes pastorales y las parroquias y diócesis buscan caminos espirituales, catequísticos y de pensamiento social para enfrentar problemas que son muy variados en cada lugar.
Sin embargo, además de la incorporación práctica de los desafíos ambientales, resulta imprescindible recuperar una narración que incluya la historia cósmica y biológica. Sin una perspectiva amplia de lo que sucede, las propuestas pastorales respecto de la problemática ambiental no trascenderán la mirada antropocéntrica. En la reciente reunión (27 y 28 octubre de 2021) de la Pontificia Academia de Ciencias en el Vaticano, arqueólogos, etnólogos, biólogos y filósofos, trataron el tema “Símbolos, mitos y sentido religioso desde los primeros seres humanos”, bajo la dirección de Yves Coppens. Una de las conclusiones es que el primer hombre y el primer Homo religiosus son el mismo hombre.
Por otra parte, Laudato si’ ha colaborado al proponer un diagnóstico científico y recordar la fundamentación bíblica de la creación. No obstante, su destino universal privilegia una lectura pluralista de la situación. La imagen de la “casa común” aglutina a todos los habitantes humanos y no humanos del planeta, en un dato más empírico que filosófico o teológico: estamos todos en el mismo ambiente. A esta visión habría que complementarla con el espíritu de la tradición bíblica y patrística, que coloca al ser humano como una criatura más, aunque con una misión teológica particular: ser sujeto de la encarnación. Pero, recogiendo la denuncia del historiador Lynn White (1907-1987) a propósito de la interpretación sesgada del occidente cristiano, su lugar en el cosmos no es el de un señor despótico que pueda dominar abusivamente la naturaleza. En este sentido, la localización de la historia de la salvación dentro del gran relato de la historia del cosmos y de la vida resulta clave para escapar de una lectura antropocéntrica de la pastoral ecológica. Se requiere de una integración de la “teodramática” (Hans Urs von Balthasar) en la “cosmogénesis”, “biogénesis” y “noogénesis” (Teilhard de Chardin).
El problema ambiental está también atravesado por cuestiones ideológicas: hay eco-escépticos; hay quienes minimizan los datos duros de los científicos; hay quienes, sabiendo de la gravedad de la situación, privilegian los negocios; hay quienes sostienen un ecologismo profundo sin alternativas, etc. La necesidad de una narración fundante resulta clave para abordar la situación. Sin ella, no hay rumbo en una casa común que se desarticula. Tal narración ha de tener una base científica seria. Sin ella, no hay diagnóstico confiable. Además, la narración ha de tener una estructura epistemológica sustentada en las ciencias del clima y de la vida. Eso permite disponer de un status quaestionis sobre la realidad del planeta, incluido la de sus habitantes vivientes. Tal narración está comenzando a hacerse sólida mediante la impregnación de criterios ambientales a través de la educación, las ONGs, la prensa. Pero hace falta complementar con fundamentos filosóficos y teológicos tal relato. Es necesario proponer un sentido de esta realidad. La Iglesia no puede renunciar a tal propuesta, si quiere ser fiel a su misión de ofrecer una visión de la realidad animada en el Evangelio, de influir sobre los núcleos de pensamiento y modelos inspiradores (como la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi). Debe ella misma complementar el relato científico con una visión teológica que incluya tanto la lógica y la bondad de la creación como su focalización cristológica y su destino escatológico. Allí no hay lugar para una mera yuxtaposición de opiniones: la consistencia científica, la evaluación epistemológica, la exégesis bíblica en clave ecológica y el discernimiento teológico han de ser reclamados para elaborar narraciones “ecoteológicas” que actúen como un pensamiento fuerte de inspiración evangélica, a fin de fundamentar una pastoral y espiritualidad ecológicas, en las que la Iglesia ha de introducirse masiva y definitivamente.