El misterio constituye la identidad de la poesía. Y tal vez en ese punto la poesía y la fe se conectan y se revelan. No hay fe sin misterio ni misterio sin poesía. Contra los lugares comunes y las manipulaciones habituales, el misterio no es oscuridad, por el contrario, es luz, iluminación. La certeza de estas intuiciones las confirmé leyendo al cardenal Carlo Maria Martini. Una frase tal vez sintetice esta relación: “La iglesia no satisface expectativas, celebra misterios”. Impecable. Otra: “Cada uno guarda dentro de sí a un creyente y a un no creyente que se interrogan recíprocamente”. Lo sospechaba, pero era necesario expresarlo en palabras. Martini lo hizo. Por su parte, el teólogo Vito Mancuso dijo de Martini: “Nunca en él el dogma se impuso a la vida real. Nunca la letra mató al espíritu. Martini fue el ejemplo más limpio de catolicismo liberal y no dogmático”.   

Cuando falleció, el 31 de agosto de 2012, miles y miles de creyentes lo despidieron en Milán, la ciudad donde fue obispo durante veinte años, la diócesis católica más importante de Europa. Mujeres y niños, jóvenes y ancianos, pobres y ricos, salieron a la calle para darle el último adiós al obispo que amaban. El papa Benedicto XVI ponderó sus servicios desinteresados a la Iglesia con la que comprometió su vida. Quienes en otros tiempos lo acusaron de hereje, demagogo y anti Papa, esta vez guardaron silencio, porque los hechos eran mucho más fuertes que las maledicencias, las injurias y el fanatismo. Las autoridades de otras religiones, ponderaron las virtudes de un obispo siempre abierto al diálogo, a la práctica sincera del ecumenismo y a la grandeza de la duda.

Los hombres sencillos lo amaban y sus adversarios, incluso los más enconados, lo respetaban. Los no creyentes sabían que estaban ante un hombre iluminado por la fe, pero dispuesto a entender las dudas y a dialogar. El coraje que tuvo para conversar con Umberto Eco, no es diferente de su osadía para decirse admirador de Gandhi, Lutero y el Dalai Lama. O su lucidez para dialogar y debatir con los marxistas, sin concesiones pero con respeto. Jamás consintió el terrorismo. Fue un crítico duro e implacable de las Brigadas Rojas, pero cuando éstas depusieron las armas, lo hicieron en su curia.

Se dijo que cuando murió Juan Pablo II, su sucesor sería Carlo Maria Martini. No me consta que fuera cierto, pero está claro que una inmensa mayoría de católicos alentó esa esperanza. No sucedió. El elegido fue Joseph Ratzinger y lo fue, entre otras cosas, porque Martini, desde su inmensa autoridad moral, lo avaló. Quienes ignoran el universo interno de la Iglesia católica, un universo complejo, contradictorio, sinuoso, aferrado a tradiciones y rituales, nunca podrá entender por qué el cardenal progresista respaldó al cardenal conservador. Sin embargo, así fueron las cosas. Y así fueron, porque los movimientos internos de la Iglesia poseen una lógica propia que escapa a las visiones que suponen que la única contradicción válida es la que se expresa a través de progresistas y conservadores.

¿Por qué Martini no fue Papa? Porque la coalición conservadora fue más poderosa, dicen algunos. Es probable, pero no estoy del todo seguro. Porque el mal de Parkinson ya estaba haciendo su trabajo, aseguran otros. Tal vez. No tengo una respuesta exclusiva –no tengo por qué tenerla– a esa pregunta, pero sí me resulta interesante la opinión de un experto en temas católicos, como es el teólogo español y periodista José Manuel Vidal, quien no vacila en calificar a Martini como “el Deseado”, es decir, el deseado para ocupar la silla de San Pedro.

Vidal es un hombre que está al tanto de los laberintos de la Iglesia y sus internas. También de sus secretos. Escribe desde la seguridad que tiene quien está hablando de algo que conoce hasta en los detalles. Esa autoridad es la que le permite decir que “si la Iglesia católica fuera una democracia, Martini sería sin duda presidente. Si en la Iglesia católica hubiera elecciones, Carlo Maria Martini ganaría de calle. Si en la Iglesia votaran los católicos, el purpurado jesuita hubiera sido Papa”.

Vidal no inventa nada. Carlo Maria Martini fue la gran esperanza de millones de creyentes que desean una Iglesia abierta, atenta a los nuevos tiempos, fiel a sus mejores tradiciones, pero dispuesta al cambio, a la reforma. Él mismo lo dijo en su momento: “La Iglesia católica debe tener el valor de reformarse”. Quien pronunciaba esas palabras no era un personaje marginal de la institución. Todo lo contrario. Precisamente, la gran novedad de Martini, la gran esperanza que dejaba abierta su presencia, era que se podía ejercer las más altas responsabilidades de la Iglesia, sin por ello renunciar a una mirada crítica.

Quienes lo conocieron, admiraron su inteligencia, su lucidez, su carisma. Era elegante, culto, distinguido. Tenía los modales y el estilo de un gran señor. Sus ojos azules, su nariz aguileña y su sonrisa, a veces dulce, a veces irónica, recordaban más a uno de esos cardenales aristocráticos del Renacimiento, que a un sacerdote jesuita progresista y renovador.

Sin duda que fue uno de los grandes intelectuales de la Iglesia católica. Sus libros, sus ponencias, así lo ameritan. Hablaba a la perfección seis idiomas contemporáneos y dominaba el griego, el latín y el hebreo. Experto en temas bíblicos, el papa Wojtyla lo designó en su momento académico de honor de la Academia Pontificia de las Ciencias. No fue ni el primero ni el último Papa que lo distinguió por sus saberes. En 1969, Pablo VI lo había nombrado rector del Instituto Bíblico de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, responsabilidad a la que renunció para hacerse cargo del obispado de Milán en 1980, designación hecha por Juan Pablo II, el mismo que nueve años más tarde lo designaría cardenal, un merecido reconocimiento a quien sería valorado luego como la figura más brillante del colegio cardenalicio.

Sus cordiales relaciones con Wojtyla también llamaron la atención a los observadores externos. ¿Cómo se llevan tan bien si están en las antípodas?, se preguntaban los curiosos. Tal vez porque no eran tan antagónicos, tal vez porque había algo más importante que los unía, más allá de las diferencias. Como en estos temas nadie puede decirse dueño de la verdad, motivo por el cual todas las hipótesis, incluidos los chismes, están permitidas, no faltó quienes dijeran que Wojtyla lo nombró obispo de Milán para impedir que fuera el sucesor de Pedro Arrupe en la orden jesuita. ¿Fue así? No lo sabemos. El talante reformista, las aperturas renovadoras, las declaraciones atrevidas, fueron una marca registrada de su magisterio. Sabía escuchar y sabía decir las palabras justas. Siempre estuvo más interesado en comprender que en sancionar y en permitir que en prohibir. Si quisiéramos expresar en pocas palabras su estilo, podría decirse que se trataba de uno de esos hombres dispuestos a entender el tiempo que viven y darle una respuesta satisfactoria a cada uno de sus desafíos, una respuesta, abierta, humanista, tolerante.

En realidad, sus opiniones manifestaban el más estricto sentido común, sus afirmaciones eran las que daría en la misma situación cualquier hombre o mujer guiado por la buena fe y con los pies puestos en el siglo XXI. Temas como la sexualidad, el rol de la mujer, el celibato de los sacerdotes, la readmisión en la Iglesia de los divorciados católicos, las relaciones sexuales prematrimoniales, él los interpretaba desde la apertura y la comprensión.

En todo momento se preocupó por mantener un delicado equilibrio entre sus osadías y sus responsabilidades institucionales. No estaba interesado en escandalizar, no quería posar de revolucionario o llamar la atención con sus supuestas transgresiones. Su rol fue mucho más noble y digno. No era un “loquito”; era, si se permite la palabra, un reformador consciente de los límites de su poder y de las resistencias de las instituciones al cambio.

Nunca alentó el uso del preservativo, pero desde su magisterio llegó a decir que en ciertas circunstancias podía ser el mal menor. Nunca hizo una defensa militante de los homosexuales, pero conversaba con ellos y los entendía. No defendió la unión matrimonial entre personas del mismo sexo, por el contrario, siempre estuvo a favor de la unión del hombre con la mujer, pero advirtió que no le parecía justo discriminar otro tipo de uniones. Insistió hasta el cansancio a favor de una Iglesia comprometida con los pobres, fiel al Evangelio y a sus verdades más nobles, pero mantuvo prudente distancia de los teólogos de la liberación en sus versiones más radicalizadas.

Fue el gran defensor del Concilio Vaticano II. Tanto lo fue que, alarmado por el abandono de sus enseñanzas por parte de algunos de sus pares, sugirió que era necesario convocar a un nuevo concilio para defender las viejas verdades e instalarlas de cara al siglo XXI. Por supuesto, no le llevaron el apunte. Por lo menos hasta ahora.

El celibato de los sacerdotes no le parecía mal, pero a condición de que fuera opcional. Las mujeres, por su parte, sabían que en él tenían a un defensor valiente y decidido. En tiempos conservadores, sostuvo que ya llegaría la hora en que la mujer pudiera ejercer el sacerdocio en plenitud. El tema lo preocupaba tanto que alguna vez declaró que “los hombres de la Iglesia le tienen que pedir perdón a las mujeres”. Dicho sea de paso, aún no lo han hecho.

Preocupado por divulgar sus certezas, escribió libros que fueron traducidos a todos los idiomas y leídos por millones de personas. Imposible conocer a Martini sin su amor a Jerusalén, a la que definió como la ciudad más cargada de memoria religiosa, “la ciudad donde murió Jesús para la salvación del mundo y donde se venera su sepulcro vacío y se hace memoria de su resurrección”.

En estos días he regresado a la lectura de sus Coloquios nocturnos en Jerusalén. Me parecen brillantes. Él era brillante. Y como corresponde: sin ostentación. Y su presencia en la Iglesia católica es para todos un motivo de orgullo y esperanza. Orgullo, por las causas justas que fue capaz de defender; esperanza, porque más allá de errores, injusticias y culpas, la Iglesia católica sigue siendo uno de los grandes tesoros culturales y humanistas de nuestra civilización.

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