A 20 años del “Diálogo Argentino”

Hace cerca de veinte años escribí este artículo. Se los dejo a los lectores de Criterio como testimonio de lo vivido en aquellos tiempos. Lamentablemente creo que sigue teniendo vigencia en nuestros días.

El Dr. Carmelo Angulo Barturen, a cargo en el país del PNUD (Programa Naciones Unidas para el Desarrollo) previó que el país iba a entrar en una gran crisis y  comenzó a contactar, asesorado por José Ignacio López, a distintos obispos argentinos. Un estudio pormenorizado de nuestra situación le había llevado a ver que la Iglesia católica contaba con alto grado de credibilidad y era una de las pocas instituciones que podía promover un Diálogo en la sociedad civil.  Pero, con toda lógica, en la Iglesia pensábamos que un Diálogo sólo podía ser convocado por quienes tuvieran luego poder para transformar sus conclusiones en hechos políticos. Por eso nuestra respuesta fue: si el gobierno nos llama, nosotros participamos, pero no podemos ser convocantes porque nos apartaríamos de nuestra misión.

Como es sabido, al final el Diálogo Argentino fue instituido por el presidente de la República, el doctor Eduardo Duhalde, el mismo día de la asunción a su cargo. Por carta ratificó después este pedido a la Iglesia y al PNUD.

La Comisión Permanente del Episcopado, citada con carácter de urgencia los primeros días de enero de 2002, decidió prestar un ámbito más espiritual para el desarrollo de esa iniciativa. El Gobierno convocó y condujo el Diálogo y el PNUD aportó asistencia técnica.

Se establecieron tres comisiones con un miembro de cada una de estas instituciones, que durante varios meses escuchamos a organizaciones de carácter político, sindical, empresarial, financiero y del tercer sector. También acudieron al diálogo representantes de grupos informales, por ejemplo, los dirigentes piqueteros. Se viajó al interior del país y se tomó contacto con distintas realidades provinciales. 

Además, el Diálogo tuvo reuniones con casi todas las autoridades del Poder Ejecutivo: ministros, miembros del Poder Legislativo y también con embajadores del Mercosur, de los Estados Unidos y de distintos países de Europa. Asimismo, fueron muchas las reuniones mantenidas con representantes de la Banca Internacional, e inclusive con el presidente del Banco Central. Podría decirse que este espectro abarcó a más de mil personas y alrededor de trescientas instituciones. Por supuesto que la realidad argentina es tan grande, que sin duda quedaron algunas organizaciones sin entrevistar y provincias sin visitar.

Tuvieron una importantísima presencia los miembros de los distintos credos, poniendo de manifiesto el crecimiento en nuestro país de la comunión interreligiosa.

El Gobierno nombró tres representantes: el senador Antonio Cafiero y el diputado José María Díaz Bancalari, por el Poder Legislativo, y Juan Pablo Cafiero, secretario de Gabinete y Relaciones Parlamentarias.

Juan Pablo Cafiero era, a mi entender, un buen exponente de los grupos políticos más jóvenes que, hartos de manejos cuestionados por la sociedad, querían renovar su estilo. Si bien los tres miembros del Gobierno escuchaban las críticas al sector político con atención y trataban de canalizarlas, Juan Pablo fue quien con más fuerza cuestionó las distintas prebendas de ese sector. 

Fue una alegría para nosotros encontrarnos con una delegación de las Naciones Unidas, presidida por el embajador Carmelo Angulo Barturen, con quien rápidamente, y después de las lógicas disidencias de los primeros días, llegamos a acordar nuestro estilo de trabajo. Me impresionó su personalidad; un hombre profundamente convencido de la necesidad del Diálogo y con una capacidad creativa abrumadora, que permitía abrir siempre nuevos caminos cuando las relaciones parecían estancarse. Carlos Sersale y José Ignacio López, colaboradores directos de Carmelo Angulo, como todos los representantes de Naciones Unidas, nos impresionaron por su despliegue técnico y por la inteligencia con que llevaban adelante su misión.

Una palabra sobre el equipo eclesial. Fui designado para esta misión junto con monseñor Juan Carlos Maccarone y monseñor Artemio Staffolani. Nos asesoraron Humberto Terrizano, Juan José Llach y Cristina Calvo. Los obispos, prácticamente sin acordar nada previo, actuábamos en la misma frecuencia. La preocupación y asistencia directa de Monseñor Estanislao Karlic y de la Ejecutiva del Episcopado favoreció mucho nuestra acción. El cardenal Bergoglio no sólo se interesaba del desarrollo de nuestras acciones sino que las apoyaba y facilitaba los diversos contactos.

Por otra parte, las palabras de aliento del Papa y el interés con el que el Nuncio Apostólico, monseñor Santos Abril, siguió el desarrollo de los acuerdos, posibilitaron que el Diálogo fuera llevado adelante por nosotros, sintiéndonos verdaderos representantes de la Iglesia y no como obispos que obran en nombre propio.

La Mesa del Diálogo y la Coyuntura

Uno de los problemas más graves a comienzos del 2002, como consecuencia del “corralito bancario”, fue la falta de trabajo para los más pobres. De un día para otro, un porcentaje alto de las familias del país se quedó sin posibilidades de cubrir las necesidades básicas, como alimentarse y tener acceso a los remedios frente a una enfermedad.

Desde el primer día Cáritas, junto a otras organizaciones de la sociedad civil, comenzó a organizar ollas populares y reparto de remedios. Sin embargo, era tan grande el número de familias que no se daba abasto.

Frente a esta situación, hubo una reacción muy positiva de las instituciones que representaban a los productores agropecuarios y formaban parte de la Mesa del Diálogo, que ofrecieron donar parte de su producción de alimentos, para que Cáritas la repartiera en todo el país. Sólo a modo de ejemplo, con donaciones de soja de productores agropecuarios elaboramos cuatro millones de milanesas que repartimos en el Gran Buenos Aires.

Le comentamos al Gobierno este primer fruto de corto plazo y una semana después el presidente Duhalde citó a una reunión a los representantes de las Naciones Unidas y de Cáritas y nos comunicó que, frente a esta situación, había decidido que era mucho más sencillo poner un impuesto a las exportaciones de granos y subproductos y crear un plan para repartir dinero, para que las familias pudieran comprar su comida y sus remedios.

Así se decidió, con este objetivo, reimplantar las retenciones a las exportaciones de los productos agropecuarios que hacía muchos años se habían eliminado por votación de una ley en el Congreso Nacional. Nos invitó a formar un grupo entre Naciones Unidas, Cáritas y el Gobierno Nacional, para crear un plan cuyo objetivo era distribuir el dinero entre las familias más pobres.

 Así nació el Plan Jefes y Jefas de Hogar, que permitió, en un corto plazo, que un millón ochocientas mil familias tuvieran acceso a los alimentos básicos. El plan contó para su control con un Consejo Consultivo formado por representantes de la sociedad civil.

Testimonio personal

La experiencia del Diálogo fue para mí una violenta zambullida en realidades un tanto desconocidas. Durante esos meses tuve la oportunidad de palpar muy de cerca los ambientes y contextos que “mueven el país”: la así llamada dirigencia.

Como en toda realidad encontré en ella el trigo y la cizaña, el bien y el mal, hombres más volcados a las virtudes y otros más inclinados a los malos hábitos, fundamentalmente a privilegiar sus intereses personales o de grupos.

A poco andar, los que participábamos en el Diálogo fuimos conscientes de que en nuestro país habíamos perdido el sentido del bien común y que los intereses sectoriales en muchos casos lo habían ahogado. Como veníamos diciendo los obispos desde hacía mucho tiempo, pude constatar que la esencia de nuestra crisis es de carácter ético, de pérdida de valores morales.

Una situación como la nuestra puede definirse como crisis cultural, lo que equivale a decir que los problemas son muy serios y han calado muy hondo en el “alma colectiva” del pueblo. Por eso las soluciones de fondo requerirán mucho tiempo y dependerán de poder alcanzar “consensos básicos” que nos unan a todos detrás de grandes motivaciones.

En la Argentina hemos desarrollado una cultura de la dádiva que se opone a la cultura del trabajo. Una cultura de individualismo y de egoísmo que se opone a una cultura de bien común y de la solidaridad.

En el orden político los partidos han fomentado un clientelismo que los lleva a privilegiar a los amigos. Y además han montado estructuras de autoayuda o de mutuo proteccionismo que son muy difíciles de vulnerar. De ahí que es casi imposible probar hechos de corrupción aunque todos hablen de su existencia.

Lo que ocurrió en diciembre de 2001 no fue una demanda de cambio de un gobierno por otro para que todo siga más o menos igual, sino que allí se expresaron los deseos más profundos de una sociedad harta de ser conducida hacia ningún lado.

Esos hechos produjeron una honda conmoción en todos los sectores. Y en aquellos momentos todos tuvimos la ilusión de que podían producirse grandes cambios y renunciamientos, pero después, a medida que los vientos se iban calmando, la telaraña se volvía a armar y parecía que nada iba a cambiar.

Una conclusión muy clara fue que la solución de un país pasa por la política. Lo cual significa que mientras no se den cambios en la dirigencia política, no vamos a encontrar los principales remedios a nuestros males.

El país necesita un pacto social nuevo. Un pacto de credibilidad. Es necesario que todo lo bueno de la sociedad civil se trasvase al orden político. La sociedad civil debe involucrarse más en lo que sucede con los Poderes Judicial, Legislativo y Ejecutivo, de modo tal que la democracia sea real y no formal. Que esos poderes trabajen para asegurar más equidad. Es la gran transformación que se debe dar en el país. 

Es verdad que tenemos una democracia joven, pero la historia no sólo enseña que los procesos de cambios serios y pacíficos suelen ser lentos, sino que muchas veces los pueblos puestos en la disyuntiva de cambiar profundamente o desintegrarse, son capaces de actos heroicos y de encontrar dirigentes audaces, capaces de plasmar grandes transformaciones.

Esta es una deuda de los argentinos para con nosotros mismos, y es una deuda esencial a la vida del país. La historia nos enseña que el “cansancio de los buenos”, cuando es fuerte como el de los buenos argentinos, es un gran generador de cambios.

Vuelvo sobre un punto que creo fundamental. En todos estos años, la pérdida de valores nos llevó a apartarnos de Dios. La mayor toma de conciencia de volver a Él y de construir la sociedad desde los valores es un paso promisorio. 

El camino que hoy debemos recorrer pasa por la verdad, la justicia, la equidad, la solidaridad.

Cerca de veinte años después de haber escrito estas líneas lamentablemente creo que podría volver a firmar casi todo su contenido.

Jorge Casaretto es Obispo Emérito de San Isidro

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