Comienzo estas breves reflexiones al calor de los resultados de la segunda vuelta. El oficialismo fue derrotado por más de 10 puntos de ventaja. Muchas cosas pueden decirse de esta decisión sorprendente. Se me ocurre en este momento comparar la elección con otra que ocurrió hace 67 años. Me refiero al 23 de febrero de 1946, en la que un outsider accedía a la Presidencia: Juan Domingo Perón. Más allá de ser una figura importante del gobierno militar de aquel momento, se lo consideró un recién llegado a la arena política.
En aquella elección se presentaba una candidatura de políticos profesionales sostenida por una sólida estructura: la Unión Cívica Radical, apoyada por todo el arco político, desde el Partido Comunista hasta las figuras del conservadurismo. También lo respaldaban los medios de comunicación, los intelectuales, el mundo universitario, antiguas estructuras sindicales, además del abierto apoyo del gobierno de los Estados Unidos, que se involucró en la campaña electoral por medio de su embajador.
En aquel momento la disyuntiva política central era fascismo o democracia; el novel candidato era la cara del fascismo frente a la voz de la democracia que expresaba la fórmula radical Tamborini-Mosca. En ese mundo de posguerra, fascismo o democracia, el resultado previsible era el triunfo de la democracia, es decir, de la fórmula radical. Sin embargo, en aquella circunstancia estaba oculta una demanda de justicia que las estructuras políticas tradicionales no lograban interpretar. El triunfo de Perón significó el comienzo de un proceso que venía a dar respuesta a aquellas demandas insatisfechas.
Monseñor Gustavo Franceschi, director de Criterio, supo señalar con agudeza ese profundo trasfondo que muchas décadas antes del nacimiento de esta fuerza política agitaba a la sociedad argentina. Podríamos decir que un largo reclamo de justicia desoído estuvo en la base del comienzo de aquel ciclo histórico.
Hoy, un nuevo outsider irrumpe en la política argentina, enfrentando victorioso a una poderosa estructura gubernamental, partidaria, mediática, acompañada por una vasta red de apoyos internacionales.
De alguna manera, la historia volvió a repetirse: el oficialismo derrotado trató de imponer que en esta elección se presentaba de nuevo la disyuntiva entre fascismo o democracia. “La democracia está en peligro» fue uno de los slogans de campaña del candidato oficialista, quien, además de aquella conjunción que lo acompañaba y que se asemejaba a la Unión Democrática, buscó el apoyo de presidentes y ex presidentes de la región y del mundo.
Una vez más, fue más fuerte la omisión de un reclamo profundo de la sociedad argentina, largamente desoído por sus dirigentes y las fuerzas políticas tradicionales. Ese reclamo hoy se expresa subterráneamente como un deseo de libertad, frente a una intromisión permanente del poder en la vida de las personas; como un reclamo de honestidad frente a la corrupción que se exhibe de manera obscena; un reclamo de transparencia frente al turbio manejo de la función pública; y un reclamo de sensata administración de la vida económica que enfrente el cáncer de la inflación.
La democracia no está en peligro, fue el decir de la voz silenciosa de la ciudadanía, que emergió vigorosa por encima de las más innoble campaña electoral basada en el miedo y en el derroche sin precedentes de los fondos públicos. La presencia de este nuevo outsider cancela un largo ciclo histórico que ha llegado a su fin. No estoy hablando del fin de aquella fuerza política que emergió vigorosa en 1946, sino del fin de un proyecto autoritario, demagógico, corrupto y corruptor que ahoga el legítimo deseo de libertad y justicia de millones de argentinos. El comienzo de este nuevo ciclo histórico plantea numerosos interrogantes y exigencias. Esperamos poder construir una sociedad realmente fraterna que viva la libertad, no olvide la justicia y que se abra al mundo para ofrecer el esfuerzo de nuestra capacidad y de nuestro ingenio. Pero no esperemos líderes mesiánicos ni soluciones mágicas. Trabajemos para reconstruir instituciones y vivir para el imperio de la ley.
Ricardo del Barco es abogado.