Cuando acepté, sin demasiado entusiasmo, ocuparme de la revista Criterio 1, se me ofreció otra forma de ministerio, sea con los colaboradores inmediatos, sea con los lectores, de quienes me sentía deudor, sea, por un tiempo también, con el mismo monseñor Franceschi, a quien me cupo, como es sabido, asistir en Montevideo en sus últimos momentos. Otro tipo de ministerio, quizás, me apresuro a decir, el que me era menos afín y más me costaba, hasta el punto que, como he contado ya una vez, quise dejarlo, al menos en dos ocasiones 2. Pero que emprendí y llevé a cabo, creo, con la misma conciencia de que se trataba de un servicio. Esto me resultó especialmente evidente durante el Concilio, que seguí, en buena medida, por la revista, la cual así fue el vehículo que lo hizo conocer y su progresiva realización, al público de esta parte del mundo. Los límites eran los que eran. Ahora lo veo quizás con mayor claridad que entonces. Pero una obra se hizo, que permanece.
Gracias a Criterio mi ministerio sacerdotal adquirió una dimensión pública, que nunca hubiera previsto, y que me era, y es, bastante ajena.
Ya desde el principio, cuando se preparaban las primeras elecciones democráticas en 1958, después de la caída de Perón y de los años de régimen militar, el candidato radical, después elegido presidente, el Dr. Arturo Frondizi, quiso verme. Me conocía obviamente por Criterio. El encuentro hubo de ser confidencial y, en realidad, prácticamente clandestino. Lo último que yo quería era que se me identificara o se identificara a la revista, con cualquier candidatura, fuera ella preferible a otras.
El Dr. Frondizi se interesaba de un solo tema: relaciones entre Iglesia y Estado y exigencias de la Iglesia al respecto. Para estar más seguro de lo que se podía y debía decir, sobre ese delicado argumento y en ese momento tan especial, pedí que me acompañara nuestro profesor de Derecho canónico en la Facultad de Teología, Mons. Rodolfo J. Nolasco, quien además por entonces, me ayudaba en la revista. Un tema fue el divorcio, votado por el gobierno peronista in extremis, como un gesto más de menosprecio hacia la Iglesia. Otro tema, si me acuerdo bien, fue la enseñanza religiosa. Frondizi se manifestaba, por cierto, muy bien dispuesto. Sin duda, estaban las elecciones de por medio. Pero mi impresión fue la de un hombre sincero y abierto, preferible por cierto a lo que habíamos padecido hasta la revolución de septiembre de 1955. Todos sabemos cómo acabó ese primer ensayo de gobierno electo.
Diez años después, siempre a causa de mi papel (mejor sería decir: nuestro papel), en Criterio, recibí otra invitación para un encuentro, esta vez no en vista de ninguna elección sino, al contrario, de una revolución militar. Las revoluciones seguían acompañándome, como a un buen argentino. Era a fines de junio de 1966, en las postrimerías del gobierno del presidente Illia. Me llamó, siempre confidencialmente (o clandestinamente), un sacerdote que yo apreciaba, el P. Iñaki de Azpiazu, amigo de algunos militares, con los cuales había compartido también la cárcel. El llamado fue apoyado por un amigo mío, entonces muy joven todavía, Fernando Morea, hoy (me dicen) muy limitado como consecuencia de un accidente. Otro amigo, también ex-compañero de la prisión, ofreció su casa. Se trataba de encontrarse con dos generales, entonces ya muy en vista: Alejandro Lanusse y Juan Carlos Onganía. Y el argumento del encuentro, según se me informó, era convencer, o procurar convencer, a ambos, de la inutilidad y sobre todo peligrosidad de una revolución militar. ¿Por qué recurrir a mí? Una vez más, el trasfondo del recurso eran las posiciones en campo político de la revista Criterio, por lo cual hay que darle crédito. Entonces y después.
Los generales, pude advertir desde el principio, tenían no sólo ideas muy firmes sino resoluciones tomadas. Supongo que como se trataba de mí, sacerdote, encararon la cuestión política, o más bien, la decisión militar, del siguiente modo: nos proponemos instalar (¿o habrán dicho, imponer?) en Argentina, el régimen de las encíclicas papales. Cuáles encíclicas no especificaron. Los temas enunciados rápida y muy genéricamente, se referían a la moral pública. En realidad, no me preguntaban nada. Me comunicaban una decisión y una actitud. No podía, sin embargo, no reaccionar. Lo hice así: las encíclicas papales no contienen un programa político sino, a lo más, orientaciones en ese sentido; además, tienen una historia y un estilo muy propio y requieren una interpretación; no es siempre posible aplicarlas tal cual, al pie de la letra. Esperaban, estoy ahora cierto, otra cosa de mí. Respondieron con visible disgusto, y con un ataque personal, innecesario e injusto. Se ve que a Vd. no le gustan las encíclicas. Siento decir que fue el general Lanusse quien pronunció estas palabras, que reproduzco casi literalmente, pero su colega estaba visiblemente de acuerdo. El sacerdote, el dueño de casa con mi otro amigo Fernando, molestos y embarazados, quisieron salvar todavía la situación y encontrar una vía para el diálogo. No la había. Cuando pude, me fui, acompañado por Fernando, quien me pedía disculpas. Unos días después, el 28 de junio, cuando estalló el golpe militar (exagerado llamarlo revolución), yo me dije a mí mismo, con cierta explicable perspicacia: ahora vienen las encíclicas. Nadie las mencionó, por cierto, públicamente por lo menos. Pero la tendencia era, netamente, la de un gobierno católico, si se me permite la expresión. O, como entonces se decía: occidental y cristiano. Con todo, lo que dije entonces a los generales, lo diría igualmente hoy, sin cambiar una letra. Y tengo más experiencia de encíclicas que entonces, y no solamente quizás por haberlas leído.
Más tarde, vino el terrorismo. El contexto concreto, por lo que a mí toca, y mi ministerio en ese triste período, excede con mucho la revista Criterio y mi papel en ella. Fui confrontado, ya desde el secuestro del general Aramburu, con fieles cristianos y con sacerdotes, cuyas posiciones frente a ese fenómeno y a las causas que, según ellos, lo provocaban, no me parecían, ni me parecen hoy, aceptables a la luz de la enseñanza social de la Iglesia. Era la época de la teología de la revolución 3, antecedente de la teología de la liberación, la época de la carta abierta de un número no indiferente de sacerdotes latinoamericanos al papa Pablo VI, cuando su visita pastoral a Colombia, en julio de 1968, pidiéndole que no condenara la violencia, la época del flirteo con el marxismo y, al límite, de la aprobación o justificación de actos que se pretendían simbólicos, como el asesinato del general Aramburu.
Criterio no podía no reaccionar, y lo hizo. Yo mismo no dejé de reaccionar, cuando alguna de estas posiciones de aventura me tocaba de cerca.
Se me ocurre ahora que la sentencia de muerte que recibí después, en septiembre de 1976, bajo la forma de un comunicado a la opinión pública, junto a otros personajes importantes (el nuncio entonces en Argentina, hoy cardenal Laghi, y, más bien inesperadamente, el mismo general Lanusse), firmado por un sedicente Partido nacional socialista argentino, tiene aquí su origen 4. O mejor quizás, una de sus raíces. Sea como fuere, es difícil hacerse ahora una idea de cómo se vivía entonces en mi país, no obstante las amenazas del actual terrorismo. Y de cómo se ejercía el ministerio. Un ministerio que se caracteriza por su servicio a la unidad en la justicia. Dios solo sabe si estuvimos a la altura. Más de uno de nosotros pagó con su vida. No puedo no recordar a Carlos Mugica, de quien era amigo además de haber sido profesor. No se sabrá nunca si su muerte fue consecuencia de sus errores, o más bien del propósito de salir de ellos. La noche cuando lo velaban en la villa miseria donde había decidido ir a vivir, por lo menos parcialmente, villa que todavía existe, según compruebo cada vez que voy a Buenos Aires, quise ir yo también a rezar, profundamente sacudido como estaba. Mi prima Laura Quesada de Urien me pidió acompañarme. Y no era ciertamente la única persona del barrio Norte que vi esa noche allí, y en el entierro al día siguiente.
Es sólo honesto decir que a mí se me asociaba más bien con esa categoría de gente y no por cierto con la villa miseria. Y esto me ponía hasta cierto punto en una situación difícil cuando, o Criterio o yo mismo, expresábamos críticas, incluso duras, acerca de quienes se inclinaban hacia la revolución social como único medio de instalación de la justicia, o directamente la promovían. No creo haber puesto nunca en duda la sinceridad de sus motivos, o su sentido de la solidaridad cristiana, en algunos por lo menos. Creía, y creo, sin embargo, que se equivocaban terriblemente, y que eran víctimas de una especie de miopía. Las revoluciones, con las cuales me ha tocado convivir desde siempre, también ahora, en estos años de terrorismo islámico, nunca han resuelto nada, cualesquiera fueran sus efectos colaterales, más o menos benéficos. Y esto vale de las dos revoluciones que son como la idea madre de todas las demás: la francesa de 1789 y la rusa de 1917. Pero, en ese momento, criticar a quienes propiciaban semejantes soluciones era exponerse a ser identificado con la reacción más retrógrada, de la cual hay que decir Criterio se distanciaba tanto como de la otra parte, como consta claramente a quien haya seguido la revista durante esos años de plomo. En cuanto a mí personalmente, si es verdad que mi ministerio visible (que no era necesariamente el único) se podía considerar más presente en el mundo de lo que entonces se llamaba el barrio Norte (no sé si la denominación conserva hoy algún sentido), no se me podía acusar de haberme identificado ni con los intereses ni con las categorías en uso en muchos de los así clasificados. Toda simplificación es arbitraria, incluso por lo que toca a esa especie de división maniquea que se había creado. Y, reconociendo todos mis errores, también en ese campo, me parece poder afirmar que mi independencia se mantuvo siempre en esto, como en las relaciones con los gobiernos de turno, sobre todo los militares.
¿Errores? No solamente los míos, que el Señor juzgará cuando la hora llegue. Alguno cometido en (más que, por) Criterio me duele ahora, cuando recuerdo tal o cual escrito, quizás no necesariamente mío, que pudo haber herido a uno u otro de los comprometidos en las facciones en lucha. Tengo bien presente uno de estos casos, que ya entonces me inspiró preocupación y malestar y del cual sé cómo desconcertó e hizo sufrir al objeto de la crítica. El artículo no había sido escrito por mí, aunque yo también era capaz de críticas mordaces. Poco importa: fue leído y, en la medida en que eso era necesario, aprobado por mí. Hoy probablemente nadie lo recuerda, pero como los scripta manent, ahí está siempre, negro sobre blanco. Y me temo no fuera el único. Algún otro provocó la reacción del episcopado, o de quienes entonces lo representaban. Reconozco el error y siento el mal causado si lo hubo. Me remito una vez más al Señor que sondea los corazones. Criterio tuvo, a pesar de éste y quizás otros errores, frente a los poderes de este mundo, y en particular, a los que imperaban en Argentina, en esos años, militares pero asimismo civiles, una sola línea, de absoluta libertad. Con las autoridades eclesiásticas la relación se caracterizaba también por una forma de libertad, distinta ciertamente pero real. Nunca, quiero aquí decir, cualesquiera fueran las tensiones que hubo, se me impuso un censor. Esta es, si alguna, su gloria. Como prueba, basta volver al artículo editorial, ese sí escrito por mí (aunque no firmado: los editoriales no se firmaban), publicado a raíz de la revolución ya prevista, o golpe, el enésimo de la serie, y tan inútil como todos los otros, del 24 de marzo de 1976, poco antes de que yo dejara el país 5.
Inútil repetir que no fue fácil. Las presiones fueron muchas, incluso de parte de quienes creían tener derechos adquiridos sobre la revista y pretendían que se publicara tal o cual escrito (propio o ajeno). El director, aunque le costara, supo imponerse. Alguna vez fue denunciado a sus superiores eclesiásticos porque, según el denunciante (mejor es olvidar su nombre) tal artículo de comentario a un documento de la Santa Sede, comprometía la fe católica. Se trataba, me acuerdo, de la infalibilidad papal. Y estaba muy seguro de lo que había escrito. La denuncia, sin embargo, hasta cierto punto prosperó. El arzobispo de entonces (Mons. Aramburu, todavía no cardenal) me llamó, me dijo que había nombrado un revisor del artículo incriminado, y que había sometido el asunto a la Santa Sede, al organismo competente (la Congregación para la Educación católica, siendo yo profesor de la Facultad de Teología). Aquí la cosa no siguió. El secretario de entonces de ese Dicasterio, Mons. Antonio María Javierre, hoy cardenal, me dijo que no había ningún motivo para preocuparse. Sin embargo, la cosa trascendió al episcopado. Y yo comencé a recibir (inesperadamente) algunas cartas de adhesión de obispos amigos, últimamente redescubiertas en mi archivo: una de Mons. Vicente Zazpe, arzobispo de Santa Fe, otra de Mons. Juan José Iriarte, arzobispo de Resistencia y otra todavía, por un motivo distinto pero afín, de Mons. Jaime de Nevares, mi primo, obispo de Neuquén. A la luz de las posteriores etapas de mi vida, todo esto, leído de nuevo, parece ahora casi irreal 6. Pero fue y pertenece, a su modo, a la forja de una identidad.
Mi largo período al frente de la revista, prácticamente veintidós años, con sus altos y sus bajos, contribuyeron sin duda a plasmar de algún modo la identidad del joven sacerdote que era cuando me hice cargo, el 31 de enero de 1955, y no era más joven cuando la dejé para venir a Roma en septiembre de 1977.
El 31 de enero de 1955. La fecha no dirá mucho a los contemporáneos, eventuales lectores de estas páginas. Pero a quienes vivíamos entonces la sola mención de ese año, 1955, suscita la imagen de un período oscuro y cerrado en sí mismo, como cuando una niebla espesa se cierne sobre nosotros y no se logra ver ningún horizonte. Una experiencia comparable a la que padecimos veinte años después, cuando imperaban el terrorismo y la represión. Yo me hice cargo de Criterio precisamente entonces, bien consciente del peligro que corría, con mis colegas, y en realidad con todos aquellos de una manera u otra, comprometidos en el trabajo pastoral de la Iglesia. Pero también con muchos otros que aspiraban simplemente a una vida social libre y sana; es decir, normal. A medida que tomaba la mano en las cosas de la revista y procuraba componer esta nueva actividad con mi enseñanza en la Facultad de Teología y mi ministerio sacerdotal más directo, la niebla se tornaba siempre más espesa, mientras se oía el rumor sordo de resistencias siempre más organizadas y más amenazantes.
La tormenta estalló, como es sabido, el 16 de junio. Los días que precedieron llevaron al colmo la tensión con la Iglesia: la procesión de Corpus, la toma de la catedral de Buenos Aires, la expulsión de Argentina del entonces obispo auxiliar de Buenos Aires, Mons. Manuel Tato y del canónigo Novoa, responsable de los estudiantes, la excomunión declarada del presidente Perón 7. El 16 vinieron las bombas y las muertes. No se sabe por qué (o más bien, yo no sé por qué), la crisis, en lugar de resolverse se volvió, si cabe, más aguda. A una violencia respondió otra violencia: las iglesias fueron sistemáticamente incendiadas, igual que el edificio del arzobispado con el archivo de la Curia, mientras la capa cardenalicia del cardenal Copello, en llamas, era simbólicamente arrojada por el balcón. Hubo más de una profanación sacrílega. Todos los sacerdotes que pudieron ser encontrados, presos esa misma noche, incluso Mons. Franceschi y el mismo venerable Mons. Miguel de Andrea. Yo, en casa de mis padres por un ataque de gripe, quedé en libertad, y pude, esa noche, con un grupo de amigos, rescatar el Santísimo que las religiosas del colegio Mallinckrodt, aterradas, tenían en sus manos, mientras a pocas cuadras se incendiaba San Nicolás y los autores del incendio se hacían fotografiar en la calle Santa Fe, revestidos de los ornamentos sacerdotales saqueados. Después fui a dar a casa de otro amigo, esperando no comprometer a nadie. Y el día siguiente, fiesta del Sagrado Corazón ese año, logramos comunicamos con Mons. Albino Mensa, prácticamente a cargo entonces de la arquidiócesis 8 y nos encontramos en el rosedal de Palermo, vestidos de civil, para tratar de establecer alguna forma de contacto con los sacerdotes que habían quedado libres. La tensión disminuyó poco a poco: los sacerdotes fueron liberados y se volvió a una apariencia de vida social civilizada. Hasta septiembre, cuando la tormenta estalló nuevamente, esta vez con éxito: el régimen peronista fue barrido, aunque los problemas quedaron, como se vio después. Otra revolución que me tocaba vivir, la única quizás que me ha encontrado (entonces) de acuerdo, como también (prudentemente) la revista, pero que igualmente me ha hecho a la larga comprender mejor que en sí más es lo que atraen que lo que resuelven.
En medio de todo esto, me inauguraba en la revista, la cual nunca interrumpió su ritmo. Un bautismo literalmente de fuego, que me ayudó, a mí y a mis colegas, a sobrevivir y a llevar adelante Criterio, creo, con entera dignidad, en los siguientes incendios que atravesamos juntos hasta que viajé a Roma.
1. Cómo y en qué circunstancias recibí la revista de Mons. Franceschi ha sido narrado en el artículo publicado en CRITERIO año LXXVI (julio 2003), Nº 2284, pp. 352-358: Los años en CRITERIO y la Iglesia en Argentina.
2. Hubo, he redescubierto ahora, una primera renuncia, anterior, en realidad, a las otras dos, efecto de una seria aunque ciertamente digna, admonición del cardenal Caggiano, a raíz (curiosamente) de la censura cinematográfica. Al final de este escrito se podrá leer, entre otros textos, el intercambio de cartas a que esta situación dio lugar.
3. Se podría citar más de un libro con este título, aparecidos entonces; en Brasil, por ejemplo: Joseph Comblin, Théologie de la Révolution, que no es quizás tampoco el autor más representativo.
4. Informé oportunamente a mi superior de entonces, el cardenal Aramburu, acerca del comunicado. Se puede leer la carta correspondiente en el apéndice documentario, al final del texto.
5. ¿Qué pensar? (Criterio año XLIX, 1976, N° 1735,16/3/76 pp. 99-102). El editorial del número de enero del mismo año (la numeración cambia en marzo, XLVIII, 22/1/76; N° 1731/32, pp. 3-7) va en el mismo sentido, anticipándose a los acontecimientos.
6. Las tres cartas se podrán leer en el apéndice documentario que cierra este escrito.
7. Las excomuniones declaradas, según el Derecho canónico de entonces, eran considerablemente más graves que las simplemente incurridas.
8. Mons. Albino Mensa, italiano de origen pero nacido en Argentina, vino al país, ya en 1954, con el encargo oficial de ocuparse de los emigrados italianos pero en realidad con la misión de seguir más de cerca la situación de la arquidiócesis de Buenos Aires en ese período confuso y atribulado. El cardenal Copello recibió un administrador apostólico el año siguiente en la persona de Mons. Fermín Lafitte, arzobispo de Tucumán, luego nombrado coadjutor con derecho a sucesión, y finalmente arzobispo de Buenos Aires (por desgracia, sólo unos meses), cuando el cardenal Copello, en Pascua de 1959, fue llamado a Roma como Canciller de la Iglesia (cargo prestigioso pero insustancial, suprimido después por Pablo VI). Mons. Mensa, vuelto a Italia, fue primero obispo de Ivrea y luego arzobispo de Vercelli. Hemos recordado juntos alguna vez esos años suyos en la Argentina.