Para sus amigos y sus no menos numerosos devotos, para sus lectores y sus espectadores igualmente hechizados por la seducción de su poesía, fue una fuerza de la naturaleza, una fiesta de jubilosa vitalidad, una voz personalísima en el concierto de la poesía española e hispanoamericana del presente siglo, tan bien provista de voces originales. Sus contemporáneos lo ensalzaron entre los mejores ponderándolo como excepcional ser humano y como artista total, dotado para la literatura y el teatro pero también para la música y el dibujo.
Entre tantos testimonios que sus contemporáneos dieron de su impar personalidad, vale la pena citar el de Luis Buñuel, que trató al poeta en la Residencia de Estudiantes de Madrid. De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, difícil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama. Sobre sus méritos de escritor superabundan, y en varios idiomas, libros, tesis y artículos, en un conjunto bibliográfico de los más profusos en las letras españolas contemporáneas. Sus obras teatrales se han representado en todo el mundo e incluso han sido llevadas al teatro lírico. Tales los casos de Bodas de sangre, que dio origen a óperas del argentino Juan José Castro y el alemán Wolfgang Fortner, y a un ballet del inglés Denis Apivor, autor además de la ópera Yerma; La zapatera prodigiosa, de Castro; Doña Rosita la soltera, de Renzo Rossellini, y Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín que inspiró óperas de Vittorio Rieti, Bruno Maderna y Wolfgang Fortner, y un ballet de Luigi Nono.
Imbuido de la mejor poesía española, la culta y la popular, Góngora y el Romancero, Lorca dio una versión única del alma andaluza, impregnada de savias árabes, seductoramente sensual, con los colores, olores y sabores de esa embriagadora tierra. Nadie escribió el poeta Luis Cernuda, ningún poeta entre los actuales españoles con tantos derechos como Federico García Lorca para ser pura y hondamente popular. Su Romancero gitano fue un deslumbramiento cuando se publicó, en 1928, en un tiempo de grandes contemporáneos: Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, el mencionado Cernuda, Rafael Alberti. En suma, la flor y nata de la poesía española de este siglo.
Ya el Libro de poemas y el Poema del cante jondo (1921), las Primeras canciones (1922) y las Canciones (1921-1924) se habían aproximado a aquella cima. A partir de Poeta en Nueva York (1929-1930), se internó por otras sendas, más oscuras e indescifrables. Parecida trayectoria fue la de su teatro, de lo radiante y españolísimo a lo hermético y sin patria. Iluminó en él, con luces a veces muy negras, rincones sombríos de la índole hispánica, patente sobre todo en las mujeres, víctimas de implacables prohibiciones esgrimidas por sus congéneres mayores y fulminadas por la enlutada sociedad circundante. El hombre, más liberado pero no menos expuesto a riesgos de muerte, cobra en Lorca una presencia sensual (sexual habría que precisar) casi superior a la ostentada por las jóvenes doncellas. Pero las figuras culminantes son sus mujeres autoritarias, guardianas de la cerrada tradición social.
En la trilogía que integran, sin perder independencia, Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y La casa de Bernarda Alba (1936), esos rasgos alcanzan su más perfecta expresión, pero en El maleficio de la mariposa (1919), Mariana Pineda (1925), La zapatera prodigiosa (1930), las farsas y aun en las piezas de la que podría llamarse (como en la poesía), la segunda manera de Lorca, hay rasgos comunes. En esa vertiente figuran, entre otras más breves, dos obras bastante crípticas tituladas Así que pasen cinco años y El público.
Su siniestro final murió fusilado en su ciudad natal, al comienzo de la guerra civil española dilató aún más su fama póstuma. Lo cantaron los poetas y las izquierdas lo tomaron como bandera. Sus asesinos pertenecían a uno de los bandos que se enfrentaron en la devastadora lucha fratricida: la facción nacionalista, complicada con el nazismo alemán y el fascismo italiano. Lorca nunca había sido un militante de la política, pero, hacia el inesperado final de su vida, lo obsesionaron la justicia y el sufrimiento.
Poco antes de su muerte, refiriéndose a una nueva comedia que, según él, sería distinta de las anteriores, confesó no poder escribir nada, ni una línea, porque se han desatado y andan por los aires la verdad y la mentira, el hambre y la poesía. Se me han escapado de las páginas. La verdad de la comedia es un problema religioso y económico-social. El mundo está detenido ante el hambre que asuela a los pueblos. Mientras haya desequilibrio económico, el mundo no piensa (…) El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grandes que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la gran revolución. ¡Qué lindas palabras!
Muchos hombres nobilísimos como Lorca soñaron con esa gran revolución. Pero la que por entonces se exhibía como tal ocultaba sus lacras, ya había tenido que apelar a implacables purgas para acallar a sus disidentes, asesinados o encerrados en las cárceles estalinistas. Afortunadamente el poeta español no llegó a confundirse entre quienes ¡tantos intelectuales turistas, instrumentos de propaganda! fueron engañados o se dejaron engañar, a sabiendas o no, por el espejismo de esa fementida revolución, de la que nació uno de los peores males civiles de nuestro siglo.
Canción otoñal
(fragmento)
Hoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas,
pero mi senda se pierde
en el alma de la niebla.
La luz me troncha las alas
y el dolor de mi tristeza
va mojando los recuerdos
en la fuente de la idea.
de Obras Completas, Agullar, col. Obras Eternas.