En una metáfora gastronómica, aquello que es comestible podría interpretarse como trasunto de lo moral, quizás porque lo que se come es perecedero, susceptible de putrefacción y anticipatorio de la muerte. Comer puede entenderse también como una representación perversa del conocimiento: la manera en que el sujeto incorpora a sí mismo aquello que le es ajeno. La antropofagia, es decir el hombre como predador del hombre, es el punto de partida de la vigésimocuarta Bienal Internacional de Arte en San Pablo.
Esta megaexposición, única en el ámbito latinoamericano y creada en 1951 a imagen y semejanza de la Bienal de Venecia, se lleva a cabo en un pabellón de 33.000 m2 diseñado por el arquitecto Oscar Niemeyer en el Parque Ibirapuera, abierta al público hasta el 13 de diciembre.
Su curador, el crítico Paulo Herkenhoff, ha adoptado como concepto orientador de la Bienal la Antropofagia, movimiento modernista originado en el manifiesto escrito por el poeta Oswald de Andrade y publicado en 1928. Andrade, escritor y esposo de la pintora Tarsila do Amaral, cuya obra plástica se constituye como la máxima representación del movimiento, expuso sus ideas en favor de una cultura brasileña anticapitalista, carnal, capaz de absorber influencias importadas, transgredirlas y reinventarlas, en una transformación permanente de Tótem en Tabú. La idea del canibalismo atraviesa como una cicatriz toda la muestra. Herkenhoff relacionó 95 formas de canibalismo y antropofagia para orientar a los curadores en busca de la identidad perdida. Resucitó aquella parábola freudiana en que los hijos devoran a los padres para incorporar su autoridad, donde la antropofagia es otra especie de ejercicio del poder.
Otra de las manifestaciones canibalescas relacionadas muestra justamente el genocidio. La obra del argentino Guillermo Kuitca, situada en el pabellón del Núcleo Histórico, es un óleo titulado Marienplatz (1991) que expresa ese orden de arquitectura caníbal, un mapa constituido por huesos, donde las calles son nombres alemanes, deshabitadas, cual monumento a la barbarie nazi. La representación del mundo en forma cartográfica alude también al discurso bélico, a la guerra por territorios donde la figura del hombre carece de relevancia alguna. El fondo negro enfatiza el dramatismo subyacente de esta siniestra ciudad inexistente en términos reales, pero presente en el imaginario de las dictaduras de la historia política.
En el tercer pabellón, el de las Representaciones Nacionales, se encuentra la obra de la escultora Nicola Costantino, bajo la curadoría de Edward Shaw. Nicola creó una serie de vestidos llamados Peletería con piel humana, dado que están realizados con siliconas que imitan la dermis del hombre, con la particularidad de unir porciones de sectores específicos de la anatomía, como pezones, ombligos y esfínteres. Elegancia sutilmente perversa, donde la seducción de la indumentaria encubre lo terrible, el cuerpo cubierto con su propia materia muerta, aunque bella y suave. La ambivalencia de una costumbre ancestral como el vestido, a través de la clonación de la propia piel, una piel ajena, que deja inferir un procedimiento lacerante, propio del sadismo oculto en ciertos hábitos sociales.
Al asumir que la Antropofagia nos une, la Bienal nos está declarando su credo. Los ancestros guaraníes creían que una persona, al morir, se dividía en dos partes: una ligada al cuerpo físico, y otra ligada al alma y al verbo. De esta forma, los devorados consideraban a sus caníbales como vehículos de trascendencia, porque sus cuerpos no se pudrirían en la tierra ni virarían a espectros malignos.
En el Núcleo Histórico, las pinturas de Francis Bacon ejemplifican en forma superlativa el seccionamiento del ser, cual carnicero que retrata rostros fragmentados, transformándolos en masas monstruosas, sin identidad. Para Bacon, pintura era sinónimo de degeneración. Él no devoraba a su enemigo para ser más fuerte. Consumía carne de sus pares como una reacción al culto pictórico de lo sublime y lo ancestral.
Uno de los hechos más positivos de la muestra es la contaminación entre poéticas de tiempos y espacios distintos. El banquete antropofágico comienza con el ingreso al Núcleo Histórico, donde se observan las grandes telas pintadas por el holandés Albert Eckhout en el siglo XVI. Los retratos realizados de las indias tapuias (una caníbal), un tupi, un mestizo y una africana, introducen en un interesante paseo por la historia del arte. En el bloque que trata del siglo XVI al XVIII están las obras atribuidas a Alejandrinho y las pinturas del mexicano Francisco Manoel das Chagas. En el siglo XIX, el lugar central será para El naufragio de Medusa, de Gérricault, que el Louvre prestó a la Bienal. Esta obra resulta de gran importancia para la curaduría, puesto que linda con el canibalismo (muestra cómo los náufragos de un barco llamado Medusa se comen unos a otros para sobrevivir) y el ácido debate del período en cuestiones como la colonización y la esclavitud. Cuando se abre la puerta del siglo XX aparecen las figuras distorsionadas de Francis Bacon, la disolución de la forma de Giacometti, las obras de Siqueiros, influido por el cine monumental de Eisenstein, con sus escenas de canibalismo bélico.
En la sala Monocromos, no faltaron los que adoptaron el blanco como expresión, incluido el argentino Lucio Fontana (1899-1968) que rompe con la tradición al liderar el movimiento llamado espacialismo. Simplemente rasgó la superficie de la tela (Concepto Espacial) en una tentativa de matar la ficción espacial. Mondrian y una famosa Composición de 1929 brillante en su síntesis geométrica. Robert Rauschenberg, en la apoteosis del conceptualismo, con Two panels (1951), compuesta por tan solo dos paneles blancos, obra que abandona al espectador a la inmersión interna, a la búsqueda de códigos individuales acerca de qué es el arte. El venezolano Jesús Soto, con un cuadro perteneciente al período de los grafismos, Vibración en blanco de 1960, plantea el paradigma del arte óptico, se interroga sobre la realidad de lo observado, y, en un último estadio, la validez del conocimiento empírico. El francés Yves Klein (1928-1962) cubrió la superficie de la tela con un solo color, sin variaciones. Klein, conocido por el azul profundo de su invención, quería que los espectadores participarán activamente de la vida de los colores, llegando a organizar una performance llamada Antropometría, donde modelos desnudas rodaban sobre lienzos blancos. Luego Piero Manzoni (1933-1963), también presente en la sala, utilizó elementos cotidianos (como en Achrome de 1959, elaborada con algodones) conforme con el color original del objeto. El pintor venezolano Armando Reverón (1889-1954) que vivió recluso en Mancuto, un poblado paradisíaco del Caribe: se trata de una pintura enceguecida por el ocre y el blanco, que anuncia mas no revela el color. Reverón es visto como un antropófago de la ofuscante luz ecuatorial, que devora todos los espectros y deja apenas la ilusión de formas incandescentes, esa capacidad de ser intenso por negación. Una pintura tímida, ascética, que contrasta con el grosor del soporte, dándole una corporeidad contemplativa, mínima, plasmada por ojos acostumbrados a observar el cenit del sol y trasladarlo al lienzo.
El canibalismo no ha sido sólo una anécdota de la historia indígena brasileña. Revela un mecanismo presente en la raíz psíquica del hombre, que emerge ante situaciones culturales diversas. El arte no podía dejar de desenmascarar este concepto perenne, a la manera de un exorcismo que luego posibilite una profunda elaboración, una reflexión de lo que constituye el ser en la era de las masas.