Este hecho nos recuerda que el verdadero Pastor es Jesús, en quien confiamos. El Señor es el Pastor de todos los que buscan la Verdad en el Amor, incluso de aquellos que no la buscan, pero son buscados por Ella, como la oveja perdida. ¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!, exclamó san Agustín en sus Confesiones (10,27).
Hay instituciones y sistemas que dependen enteramente del dirigente. Muerto éste se derrumba todo. Así ocurrió con el nazismo, el fascismo y tantos otros sistemas. La Iglesia, en cambio, no está pendiente del papa o de los obispos o del clero, sino de la fe en Jesús. De lo contrario, ya tendría que haber desaparecido. Los obispos tienen como misión acompañar a los creyentes que han sido ungidos interiormente por el Espíritu Santo.
Participar de la función pastoral
Todos somos ovejas, incluso los obispos, y necesitamos ser acompañados. Pero estamos llamados también a ser pastores y acompañar a otros, cada uno según su vocación. En el bautismo fuimos convocados como ovejas y en la confirmación enviados como pastores. Quien no desarrolla su misión de pastor, no llegará a vivir su vocación de oveja. Quien no es capaz de acompañar a otro, tampoco se sentirá acompañado en la vida. La familia es la célula de la Iglesia y de la sociedad porque en ella aprendemos a acompañar y ser acompañados.
Al comprender que todos somos pastores, no nos abate la sensación de orfandad. Sentimos un gran dolor, pero la vida continúa, no igual que antes, como si nada hubiera ocurrido, sino con mayor generosidad en el servicio. Crecemos todos en humildad, sabiendo que la Iglesia no se apoya en nuestra capacidad o santidad. Cualquiera de nosotros puede caer, pero el Señor se mantiene fiel y saldrá a buscarnos, como en la parábola.
Participar en la tarea pastoral de Jesús no es reemplazarlo. Un vicepresidente reemplaza al presidente ausente o impedido. Pero Jesús no está ausente ni impedido. Una imagen tradicional del sacerdote como alter Christus, otro Cristo, podía dejar la impresión de un reemplazo más que de una participación, como un hombre dotado de poderes superiores para consagrar y absolver a su arbitrio. Pero los fieles que no son comprendidos por el sacerdote, en la confesión, no quedan privados de la gracia divina. La participación no ata las manos del Señor ni deja librado a nadie a la limitación de los pastores.
La debilidad del pastor no debilita la fuerza de la Verdad. Produce un alejamiento aparente, que aumenta en nosotros la sed de Dios: Tú estabas dentro de mí y yo afuera. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo, recordó san Agustín en el pasaje citado, añadiendo: exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo. La debilidad de los papás hace crecer en los pequeños la necesidad de protección y la debilidad del maestro despierta en los discípulos el deseo de investigar y buscar por sí mismos. Dios nos atrae tanto por la fortaleza como por la debilidad de los pastores.
La primera piedra
Varios recordamos, en el presente caso, la expresión de Jesús ante la mujer adúltera: El que no tenga pecado que arroje la primera piedra (Jn 8,7). Todos somos pecadores, incluidos los santos, excluida la Virgen María. San Gregorio Magno, papa en 590, escribió: Ni mis palabras ni mi conducta están a la altura de mi misión. Me confieso culpable. Ahora bien, la conciencia de que todos somos pecadores no puede llevarnos a minimizar las faltas. Jesús no tomó a la ligera la falta de la mujer adúltera. Apartó a los acusadores, no interesados en la acusada sino en tenderle a él una trampa, y en diálogo personal con ella le dijo: Vete, no peques más en adelante. La restableció en su dignidad de persona, que había perdido cuando la arrojaron al medio, y le abrió un horizonte de esperanza.
Al obispo Maccarone tampoco le arrojamos una condena de muerte, como a un leproso bíblico al que hay que evitar. Lo primero que debemos hacer, como Jesús, es apartar a quienes no les interesa su curación sino el escándalo. Para el obispo Maccarone la Iglesia debe encontrar un horizonte de esperanza, que no es fácil de formular. Que reciba el encargo de administrar otra diócesis no es viable, porque los fieles verían en él al enfermo más que al médico.
En circunstancias tan traumáticas como ésta, algunos sacerdotes han optado por retirarse. El obispo Maccarone, en cambio desea continuar ejerciendo el ministerio. Dependerá entonces del obispo de Roma, asesorado por sus hermanos obispos de la Argentina, señalar las pautas, de modo que su ministerio sea fructuoso, tanto para él como para los fieles. En lo inmediato convendría que lo hiciera algo apartado, fuera del ámbito mediático, ya que necesita paz interior.
Jesús, médico de nuestros corazones busca el medicamento apropiado para cada enfermedad, sea ésta producto de la debilidad humana, como la negación de Pedro, sea más bien un caso de maldad por la intención de perjudicar a otro, como la traición de Judas. Incluso al traidor le ofreció Jesús un bocado y se dejó besar por él, estremeciendo su corazón hasta la devolución de las 30 monedas de plata. Ahora bien, el caso de Maccarone es de debilidad, no de maldad, lo que deja la puerta abierta para reintegrarse plenamente al colegio episcopal.
Además de distinguir entre los pecados de debilidad y de maldad, Jesús tiene presente la diferencia entre las faltas graves y leves. Al comenzar la Última Cena, les lavó los pies a los discípulos, pero no las manos y la cabeza, como le proponía Simón Pedro, porque ustedes están limpios (Jn 13,10). Para Jesús, como se dice en medicina, no hay enfermedades sino enfermos. Él será nuestro Juez cuando haya concluido su tarea como Médico y su sentencia consistirá en darnos de alta.
Los presbíteros deben lavarse los pies para quitarse el polvo del camino y así poder lavárselos a otros. Algunos necesitarán que el pastor los ayude a lavarse todo el cuerpo. En tal caso, el lavado puede implicar un tiempo prolongado, para ganar en profundidad, y durante ese tiempo tener quizás que abstenerse del ejercicio pastoral. A curas que no han seguido la norma del celibato, el obispo les ha propuesto un período de reflexión y de oración, sin ejercicio del ministerio, con el compromiso de realizar después conjuntamente un nuevo discernimiento. Lo que antes parecía un castigo, por retirarle al ministro las facultades, hoy es vivido como curación.
Pecado sexual y pecado social
Podemos interpretar las palabras de san Gregorio Magno, antes citadas, como quien se acusa, no de faltas graves sino de numerosas faltas leves y de limitaciones. Sin embargo, esta solución despierta nuevos interrogantes a partir de los condicionamientos culturales. En el mundo latino los pecados sexuales han estado siempre en primera línea, dejando otros en la penumbra. En el mundo anglosajón, en cambio, esa prioridad la tienen los pecados sociales. Para evitar entonces ese tradicional desequilibrio, varios hemos recordado la meritoria actuación de Maccarone en el campo social.
Pero algunos consideran que la Iglesia, digamos los obispos, no pueden tener un doble discurso, uno de respeto y acompañamiento a un colega que no vive su sexualidad de acuerdo a lo que predican, y otro de dureza y exclusión hacia tantos fieles que tampoco siguen las pautas éticas en esta materia. Y algo de razón tienen.
Nuestro respeto por las personas debería ser mayor y no presuponer automáticamente que quienes realizan acciones incompatibles con la moral cristiana están pecando, es decir no identificar fácilmente el orden objetivo de las acciones con el orden subjetivo de la conciencia, donde se da el pecado. No supongamos, por ejemplo, que los divorciados y vueltos a casar viven en pecado mortal. Examinemos cada caso de matrimonio irregular para ver si se dan todas las condiciones requeridas por la moral tradicional para que un sujeto cometa un pecado grave. La mayoría están entrampados y no disponen de libertad para modificar su modo de vida.
El caso que nos ocupa ha reavivado la discusión sobre varios temas conexos, como el celibato, aunque el nexo aquí sea muy indirecto. Todos saben que el celibato no es una norma inalterable sino una tradición que coexiste con otras diferentes de los ritos orientales. El tema es estudiado permanentemente en la Iglesia, que no se apega a una tradición con los ojos cerrados. Hace pocos años, en Inglaterra, unos 300 pastores anglicanos que se unieron a la Iglesia católica pudieron ser ordenados y continuar casados. Pablo VI consideró un proyecto para ordenar personas casadas en tierras de misión, proyecto que volvió a tratarse recientemente en el Sínodo de la Eucaristía. Por otro lado, la realidad no pasa sólo por los problemas que se dan en el matrimonio y en el sacerdocio, sino también, y con mayor fuerza, por la entrega de casados y de célibes que viven su vocación con alegre generosidad.
Respecto de la homosexualidad, que aparece en el centro de esta crisis, podemos observar tres pasos graduales en las sociedades occidentales, que se traducen en la aceptación: 1) de las personas homosexuales, 2) de los matrimonios homosexuales, y 3) de la adopción de niños por parte de dichos matrimonios. El caso que nos ocupa se reduce al primer tipo, el de las personas homosexuales, porque no parece adecuado hablar de pareja, aun clandestina, entre el obispo y el remisero. Era tan desproporcionada la distancia entre ambos, en lo cultural, social y económico, que el chantaje aparecería tarde o temprano, con o sin filmación, con o sin maniobra política.
El tema de la cámara oculta y el dinero recibido por el video merece ser investigado, pero no es ésa la cuestión principal. Aunque no hubiera habido filmación ni amenaza de denuncia, latía allí un problema muy delicado que en algún momento hubiera sido ineludible abordar. Necesitará ahora el obispo renunciante apoyo psiquiátrico, al menos por la fractura interior de quien ha vivido varios años con dos modalidades superpuestas, en la acción visible y en la intimidad personal.
Las sociedades modernas oscilan, como un péndulo. En los Estados Unidos pasaron de una sociedad tradicional represiva, en la época de la ley seca, a un modelo de sociedad permisiva, con los hippies y los pacifistas, para retornar hoy al modelo anterior, multiplicando controles. En la Iglesia, en cambio, no se trata de nivelar hacia abajo, siendo más tolerantes con todos, ni de nivelar hacia arriba, exigiendo cada vez más.
La fortaleza del rebaño
La solución no pasa entonces por exigir más o exigir menos, lo que dependerá de cada circunstancia, sino por acompañar, animar, alegrar, como hacía Jesús con sus discípulos, despertando en ellos una gran esperanza. Existe una moral que hay que cumplir, pero la moral es asumida por la vocación personal. El perdón de Jesús no consiste en dar vuelta la página y olvidar el pasado sino en comenzar a escribir una página nueva, recreando el futuro.
Más que averiguar qué castigo le correspondería a Maccarone por su falta, debemos preguntarnos qué espera Dios de él después de su falta. El hijo pródigo retornaba a la casa paterna pensando simplemente en vivir con los peones, en un galpón. Era el castigo merecido. Sentía que había perdido la dignidad y la categoría de hijo. Con él coincidirá su hermano mayor, indignado. Pero el Padre de la parábola los sorprendió a ambos, y a veces también a nosotros. Hechos como el del obispo renunciante nos muestran la necesidad de vivir más la Iglesia como una familia, aunque la sociedad nos empuje a trabajar como en una empresa.
El padre Jorge Seibold, S.J., párroco en Villa de Mayo, Malvinas Argentinas, ha escrito una breve y densa reflexión sobre este hecho, titulada La debilidad del pastor y la fortaleza del rebaño, en el boletín Señor de Mailín (Nº 248), devoción santiagueña que lo vincula con la provincia del obispo Maccarone: La parábola se nos ha invertido. Ya no es el Pastor el que busca a la oveja perdida, (…) sino el rebaño el que busca a su Pastor. Y poco después añade: Este rebaño obra por espíritu de fidelidad. Los fieles en la fe son también fieles en la amistad. Reconocen todo lo que el obispo renunciante ha hecho por ellos, en lo religioso y en lo social. No le vuelven la espalda, sintiendo vergüenza de haberlo conocido. Le tienden una mano, como él se la tendió a tantos. La fortaleza del rebaño santiagueño, en un momento tan delicado, nos reanima a todos y no sólo al obispo renunciante.
En una carta de lectores, publicada en La Nación el 24 de agosto, escribí: Jesús dijo que un vaso de agua dado en su nombre, es decir en nombre del amor, no quedaría sin recompensa. Y son muchos los vasos de agua y de solidaridad que dio Maccarone a los más pobres y marginados, sobre todo en Santiago del Estero, por lo cual pienso que tendrá una recompensa mayor que la mía. Aclaro que escribí: mayor que la mía, sin pretender establecer una comparación con nadie más.
Para algunos, no era ése el momento de recordar sus méritos sino, en todo caso, de guardar silencio y orar. Parte de razón tienen, ya que desean evitar la impresión de que las acciones positivas mencionadas, sobre todo en el terreno social, lleguen a encubrir las faltas. Pero los hechos objetados son imposibles de encubrir, imposibles de justificar. Es lo obvio, sólo que no pretendemos hacer leña del árbol caído.
La Comisión Ejecutiva del Episcopado emitió una declaración que resalta ambos aspectos, el negativo y el positivo. Por un lado, habla de una constante conversión y penitencia sin temer a la verdad ni pretender ocultarla. Por otro lado, junto con el presbiterio y el pueblo santiagueños, queremos expresar nuestro agradecimiento a la labor de seis largos años de monseñor Juan Carlos Maccarone al servicio de los pobres y de quienes tienen la vida y la fe amenazadas. Es un agradecimiento que a algunos fieles, incluso a algunos ministros, ha desconcertado, porque esperaban una declaración más severa, en una sociedad donde todo parece relativo.
La declaración de la Comisión Ejecutiva fue breve. Otros obispos añadieron después otras consideraciones (AICA, 31/08). El de Reconquista, Andrés Stanovnik, habló de la necesaria coherencia entre lo público y lo privado, como recordando que el derecho a la privacidad no debe eclipsar el derecho a la coherencia. El de la vecina diócesis de Añatuya, Adolfo Uriona, personalizó el agradecimiento por el gesto fraterno de acompañarme en los inicios del gobierno pastoral de la diócesis de Añatuya. El de Lomas de Zamora, Agustín Radrizzani, reconoce su trabajo desinteresado al servicio del Pueblo de Dios, particularmente de los más pobres. Otras reflexiones se leen en AICA del 7 de septiembre. El vocero del episcopado, Jorge Oesterheld, recordó la frase de san Pablo, que somos vasijas de barro llevando el tesoro del Evangelio. El arzobispo Carmelo Giaquinta espera que su hermano se levantará.
Una sincera diversidad no es signo de división sino de riqueza espiritual. Quienes recordamos las acciones valiosas de Juan Carlos Maccarone, lo hacemos confiando en una firme recuperación de su parte. Hay en él reservas de bondad y de solidaridad que le permitirán ponerse en manos del Señor, como cantamos después de la comunión: Yo quiero ser, Señor amado, como el barro del alfarero, rompe mi vida, hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo.