Con las experiencias de Galileo se desarrolla el conocimiento científico. Con él también la convicción de que el saber debe gozar de un alto grado de certeza si quiere ser tal. Quizá por esta razón, Descartes se preocupó por partir en su filosofía de una absoluta certeza y creyó encontrarla en su famoso apotegma, “pienso, luego existo”. Comenzó dudando de todo menos de que dudaba. Creyó ver en esta evidencia el fundamento en el cual hacer descansar toda su construcción intelectual.

 

Es posible que la unión de ambas influencias cognitivas, en particular la exigencia científica, haya contribuido al escepticismo y al relativismo actual. Se debe tener presente que el científico impone rigurosos métodos de verificación, y para algunos –como para Popper– un procedimiento algo más complicado aún, la falsación. Siendo tan exigentes con los conocimientos –tanto los científicos como los filósofos modernos– se ha terminado por perder la esperanza de alcanzar la verdad.

 

Desde entonces, la filosofía se ha vuelto cada vez más escéptica. Muchos filósofos contemporáneos han renunciado simplemente a buscar la verdad. Hay quienes consideran que su función tiene que limitarse a descubrir y cuestionar los principios que orientan a la sociedad para develar, de este modo, los intereses ideológicos escondidos.

 

Aceptando lo difícil de alcanzar la verdad en plenitud, que los conocimientos siempre son perfectibles, que ellos sólo se alcanzan de un modo paulatino y suponen un esfuerzo permanente y que frecuentemente la verdad se mezcla con errores, se puede concluir, sin embargo, que el hombre pese a las limitaciones se va acercando cada vez más a su conocimiento. El proceso de consecución es, por eso, normalmente dialéctico. Es decir, que resulta de continuas polémicas y contradicciones. Por lo tanto se impone en los contradictores una gran tolerancia frente a las ideas adversas excepto que afecten gravemente el bien común. Partiendo de esta premisa, quiero señalar la función del sentido común en la vida diaria y, de un modo especial, en la filosofía.

 

Una insólita paradoja

 

Es curioso que el hombre dude de su capacidad cognoscitiva precisamente en una época en que los espectaculares éxitos de la unión de la ciencia con la técnica le han permitido conquistas jamás soñadas. Se ha logrado, por ejemplo llegar a la luna, clonar seres humanos, transplantar órganos, producir bombas de hidrógeno con un tremendo poder explosivo, construir computadoras cada vez más sofisticadas… y, sin embargo, se duda del poder de la mente para llegar a la verdad. Se explicaría esta duda si el hombre estuviera cada vez más sometido a la servidumbre de la naturaleza. Pero si, por el contrario, se acrecienta su dominio, si con los nuevos conocimientos se logran conquistas que lo convierten en su dueño, ¿cómo explicarlas si no se admite la capacidad de percibir la verdad? ¿No constituye esa actitud una verdadera paradoja?

 

Como si esta paradoja fuera de importancia menor, hay otra implícita en la actitud escéptica. El modernismo en nombre de la razón se burló de la fe, la ridiculizó y denigró. Obrar y conocer por la fe resultó ser un comportamiento retrógrado e irracional, indigno de un científico y aun de una persona sensata. Pero, ahora, al negar la capacidad de conocer la verdad, el hombre es echado en manos de la fe. Porque, para ser coherente, toda decisión debe ser consecuencia de ciertos principios o premisas muy generales. Si se es escéptico, sólo se puede decidir venciendo las inevitables dudas y temores, producto de la ignorancia. El hombre se dice: no sé cuál es la decisión correcta, pero creo que debe ser ésta. De igual manera, en materia teórica: no sé cómo se hizo el mundo, ni si somos libres, pero creo o supongo tal cosa. Porque la fe –también la fe religiosa– es un conocimiento imperfecto, con titubeos y vacilaciones que se vencen. Como no es razonable obrar al azar, porque sería absurdo, debemos hacerlo bajo la influencia de la voluntad o del sentimiento, o sea, bajo la influencia de la fe.

 

El sentido común

 

Conviene comenzar precisando su noción. ¿Qué es el sentido común? Pero a su nombre y a que continuamente nos referimos a él, no es fácil explicarlo. Según el Diccionario Espasa-Calpe, es “la facultad, que la generalidad de las personas tienen, de juzgar razonablemente las cosas”. Sería algo así como el buen sentido. Razonar bien en las diversas circunstancias de la vida, sin que se pueda a veces justificar este juicio.

 

Chesterton, con su conocido y agudo humor, dice que consiste en dejarse guiar por lo que todo el mundo acepta, que una carabela no es un conjunto de maderas amontonadas, que un chancho es un chancho y no un gato o que “la diferencia entre la greda y el queso, o entre cerdos y pelícanos no es una mera ilusión o encandilamiento de nuestra mente, extraviada, cegada por una luz única; es ni más ni menos lo que todos sentimos que en realidad existe”.

 

En medio del creciente escepticismo que angustia, puede tranquilizarnos saber que un gran filósofo actual como Popper, caracterizado por su cordura, haya reconocido el valor del sentido común. Expresa que él es “un admirador del sentido común” y que es nuestro “único punto de partida posible” para filosofar. Una de las cosas que más desorienta y deprime consiste en que los intelectuales, dedicados a estudiar la realidad, nos digan que la verdad es incognoscible. Uno, entonces, se preguntará ¿cómo hago para obrar sin equivocarme? No podemos dejar de interrogarnos: ¿realmente no se puede saber nada o sólo son incognoscibles algunos aspectos profundos de la realidad? Porque si no se puede saber la verdad de nada, nos pueden ganar espantosos temores: si la mujer con la que me acuesto es mi esposa, si lo que compré es lo que quería tener, si el médico me entendió y recetó bien y si mío abogado me aconsejó lo que debía, y así en todo lo demás. En este caso la vida se convierte en un pavoroso infierno y la neurosis más aguda resulta a su lado una insignificancia.

 

Las modernas filosofías

 

Parece que aquí es donde interviene el sentido común. Descartes, al revés del hombre normal, comenzó dudando del sentido común. Se negó a aceptar lo que todos admiten. Pareciera que esta ilógica actitud hoy es seguida por muchos filósofos que la continúan, al menos en el plano académico. Para Chesterton, santo Tomás mostró ser más sagaz ya que no titubeó en partir de los datos del sentido común. Según este autor, “desde el nacimiento de la época moderna en el siglo XVI, ningún sistema filosófico tomó seriamente en cuenta, el sentimiento de realidad, lo que la gente llamaría sentido común si no hubiera habido filósofos (…) Uno tiene que empezar creyendo algo que ningún mortal normal creería si a su simplicidad alguien se lo propusiera de súbito (…) que las cosas sólo existen en la medida que las pensamos…”. Al parecer los filósofos modernos “obran según el principio de que es posible asumir lo que no es posible creer”. “La mayor parte de las filosofías modernas no son filosofías sino dudas filosóficas, dudas sobre si puede haber filosofía”. Santo Tomás, por el contrario “tiene fe de que no es la duda sobre la duda lo único que existe”.

 

Construir una filosofía negando los datos del sentido común crea, además de hacer de la vida una confusión infernal y enloquecedora, problemas insolubles. Sorprende al profano el contraste entre el pensar habitual del filósofo escéptico y su filosofía, como también entre ella y los criterios que orientan la vida del hombre común. El hombre corriente en su vida diaria se maneja con el sentido común y lo sorprendente es que esto mismo le sucede al filósofo moderno cuando piensa o actúa fuera de sus lucubraciones filosóficas. Se pregunta Chesterton: ¿Es libre el hombre o la libertad es una ilusión? Con la muerte ¿todo se acaba? ¿Conocemos verdaderamente algo de la realidad? ¿Hay algo que sea bueno o malo? Y se contesta: mirar todo esto como incognoscible es sencillamente absurdo; o quizá, diría, una solemne majadería. Lo que se ha logrado son las contradicciones más anticientíficas posibles. En efecto, “la mayoría de los moralistas monistas afirman simplemente que el hombre no tiene libre albedrío –o que no se puede saber si lo tiene– pero que tiene que pensar y obrar como si lo tuviera”.

 

Sólo poner en duda los datos del sentido común, si se lo toma en serio, además de arruinar la vida de los individuos, trastorna la existencia social. Muchos de los abominables crímenes contra la humanidad se han cometido con el justificativo de que no lo eran. Si se duda de que existen principios éticos cognoscibles, que no se debe matar, que no se debe mentir, robar, dañar al prójimo de cualquier modo, ni violar a las personas…, si se vacila sobre el aprecio que merecen estos valores, salvo ciertas situaciones límite o de casos difíciles propios de la casuística, todo puede resultar lícito. Si se creyera que estos mandamientos sólo son válidos aquí y ahora –es la teoría de los diferentes relativismos– pero que en otra época o sociedad pueden variar y ser lícitas otras conductas, ¿cómo se pueden condenar como horrores los crímenes cometidos, por ejemplo, por los nazis, o por la dictadura, que ahora se abominan? Ni siquiera serían crímenes.

 

Conclusión

 

¿Qué se puede inferir de este análisis del rechazo actual al sentido común? Pienso que se pueden obtener por lo menos dos conclusiones:

 

1) Los agnósticos, en particular los que son filósofos, que al mismo tiempo rechazan la fe como forma de obtener conocimientos, incurren en una contradicción: si se rechaza la fe, debe aceptarse la posibilidad de obtener la verdad, y si se cree imposible conocer la verdad, debe reconocerse el valor de la fe, pero no pueden negarse ambas cosas simultáneamente. Esto se aclara si se define la fe como la aceptación de una idea como verosímil o probable. Es, pues, un sinónimo de creencia u opinión, o como dije más arriba, un saber con dudas. Porque si la verdad no es asequible aunque sea en forma reducida, no queda más remedio que dejarse guiar por lo que “parece” más razonable. Por lo que de algún modo todos somos creyentes aunque en cosas diferentes. Con la advertencia que una vez hizo el P. Lacordaire: “no hay hombre más crédulo que el incrédulo”. Cabe también recordar que así como “hay personas que saben que creen hay otros que creen que saben”. Por último resulta interesante intentar saber, como bien dicen Umberto Eco y el cardenal Martini, “en qué creen los que no creen”. De esa manera se evitarían muchos malos entendidos.

 

2) El deseo de lograr una verdad absoluta, sin mezcla alguna de error y perfectamente verificada, producto de un impulso originado en el rigor científico, es imposible de alcanzar. Basándose en este dato, algunos intelectuales han llegado a ridiculizar la filosofía tradicional y, probablemente sin proponérselo, a debilitar el sentimiento moral tan importante para que la ética campee en la vida social. Por esta razón parece ahora más importante que nunca una vuelta al sentido común y con él a la sensatez. Quizá de este modo algo mejore el mundo actual.

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