La palmaria sensación de haber hecho un viaje circular pero nunca inútil por los vericuetos de la economía, queda latente en el lector luego de atravesados los tres mojones del periplo que propone la obra: la Argentina en la crisis del Estado moderno, la reforma de la economía y las bases de una nueva etapa del desarrollo de la Argentina, y la Argentina del bicentenario.
Contra los profetas de la oscuridad finisecular, Llach se permite soñar la tercera etapa de nuestro desarrollo económico, lejos ya de los arrabales de la República, la de la economía subsidiaria, integrada y abierta, la más fructífera de todas… (p. 10). Más allá de los tentadores y pasatistas paisajes de la posmodernidad dice el autor las nuevas instituciones no emanarán ni de la economía ni del sentarse a esperar. Será menester conquistarnos a nosotros mismos y gestar una integración al mundo, una nueva y más integrada geografía, una recobrada industriosidad, el ahorro productivo como modo de vida, una nueva constitución social centrada en la persona, capaz de revitalizar las empresas y el trabajo, y de democratizar el capital y la educación en pos de una síntesis superadora tanto del capitalismo salvaje, como del Estado Providencia, un Estado reinventado para el siglo XXI, y basado en la total transparencia de nuestros gobiernos y procedimientos públicos y en una renovación de la representación política(p. 11).
Al epilogar Llach su bien documentado trabajo que, dicho al pasar, excede cualquier defensa de su gestión a la vera del ministro Cavallo, retoma redondeándola su idea primigenia (de aquí la imagen del viaje circular): Lo que esta nueva etapa augura y reclama es reemplazar el protagonismo de los Estados por el de la sociedad. Esto sólo será posible si las personas, las familias y las asociaciones libres asumen muchas de sus responsabilidades que fueron cediendo desdeñosamente a las burocracias y al Estado. Por un lado, las que exige una nueva constitución social. Por otro, las de renovar los sistemas de representación y de los partidos políticos. Sólo así podrá fortalecerse la esencia de nuestra constitución política, que es el vínculo entre el gobierno y la sociedad, hoy peligrosamente debilitado.
En 1989, se sabe, la historia labró tres actas de defunción: la del comunismo en Europa y Asia; la del estatismo inflacionario en América latina y la del viejo Estado Benefactor, aquí y allá. También hay acuerdo en que las reformas llevadas a cabo desde 1991 en el país sentaron las bases de un sistema económico capaz de afrontar la globalización, o sea, el nuevo rol del capitalismo, convenientemente maquillado. Hubo errores en la obra reformista (algunos demasiado gruesos, tal vez) y de elevadísimos costos como el desempleo (de infausto efecto en la estructura familiar al ningunear con grave menoscabo la figura paterna), la marginalidad o el lento pero inexorable genocidio de los jubilados, reducidos a parias del sistema tras una vida de trabajo. Llach no soslaya ni la corrupción contagiosa ni a estos cenicientos de la modernización, tan ansiosos de una respuesta ética a sus justas demandas. Y lo hace advertido de que no atenderlas implicará más tarde o más temprano, comprometer el propio funcionamiento de la economía. El más vale prevenir que curar no debería olvidárselo, máxime cuando pareciera que la resistencia a las desigualdades también está llegando a su fin, al compás del siglo y del mismísimo milenio.
Escrito con meridiana claridad y soltura, algo bastante singular en la prosa de los herederos de Adam Smith, este crítico (y nunca críptico) análisis de Llach deja abierta la puerta para el diálogo fecundo y constructivo, rara costumbre en los niveles de gobierno y siempre ingrato a los oídos sordos.
Dice David Hume que el ensayista es como un embajador entre el país del saber formal y el país de la conversación. Acaso sea ésta la mayor virtud del trabajo de Llach al alumbrar una materia tan árida para el lego. Que el nombre de Vincenzo Bellini aparezca en la dedicatoria porque sin su música este libro no existiría es un dato nada desdeñable.