El jardín de los cerezos clausura la producción teatral de Chéjov, tempranamente desaparecido en 1904, víctima de la tuberculosis. Excepcional en lo que atañe al tiempo de su escritura le demandó un largo proceso, a diferencia de sus anteriores textos, es, por lo demás, cabalmente representativa de todo su teatro, en el que, mediante una mínima anécdota, logra plasmar lo universal y genérico a través de lo individual y concreto: la Rusia provinciana de fines del siglo XIX. El ocaso del régimen feudal representado por la exquisita Luibov Andréievna y su hermano Gáiev y el advenimiento de la clase burguesa encarnada en el comerciante Lopajin constituyen apenas el entramado histórico-social en el que se inserta una serie de personajes a la búsqueda de un sentido para su existencia y de una felicidad, en general esquiva, que cada uno vislumbra de distinta manera.
Curiosamente, Chéjov calificó a esta pieza de comedia y procuró acentuar en ella la comicidad. Stanislavski con quien se carteaba durante el proceso de creación y que co-dirigió su estreno, en cambio, terminó considerándola una tragedia dolorosa y patética, más allá de la dosis de relativo optimismo que se percibe al final. Si tenemos presente la célebre definición de Goethe sobre la esencia de lo trágico un contraste que no permite salida alguna, comprobamos que tanto Luibov Andréievna como Lopajin se enfrentan a dilemas trágicos: en el caso de la aristócrata, arrendar sus propiedades para evitar la ruina, pero sacrificando su jardín y su casa, o perderlo todo y que sea otro el responsable de la destrucción. En el comerciante pugnan sentimientos encontrados: su respeto y su cariño por Luibov Andréievna, lo impulsan a proponerle la medida que impediría el desastre, pero su afán por desagraviar a su padre y abuelo por su indigna situación de siervos en esa propiedad, lo mueve a comprarla para convertirse en verdugo de sus antiguos amos.
La nota patética, en mayor o menor grado, está presente en casi todos los personajes maduros ligados al viejo orden, ante todo en la propia protagonista, por su irreparable infelicidad y su incapacidad para revertir el curso de su vida, pero también en el pujante Lopajin, quizás el personaje más complejo en razón de su ascenso social que lo coloca en la encrucijada de mundos muy disímiles. Escapan al patetismo personajes como Ania y Petia en alguna medida voceros del autor que logran avizorar en ese jardín destruido los cimientos de una nueva vida que imaginan más bella y justa.
La puesta en escena del experimentado Agustín Alezzo logra contener las situaciones que viran al melodrama y potenciar los pasajes poéticos, aunque no explota con demasiada efectividad el sesgo humorístico de un personaje bufonesco como el del escribiente. María Rosa Gallo encarna con mesurada expresividad a la agónica portavoz de un mundo que desaparece. Jorge Petraglia realiza una memorable caracterización como Gaiév, su entrañable hermano, siempre pronto a sucumbir frente al ridículo o las falsas ilusiones. Roberto Carnaghi le imprime al rico Lopajin la variedad de registros y matices que el personaje exige. Impecables también resultan los trabajos de Márgara Alonso, Miguel Moyano y Osvaldo Bonet dentro de un elenco de sorprendente homogeneidad y nivel interpretativo. Excelente el diseño de vestuario de Marta Albertinazzi, y algo más convencional su escenografía.


















