Después de una primera obra literaria prometedora, tanto los lectores como la crítica suelen poner demasiadas expectativas en los trabajos posteriores de su autor. La misma situación puede repetirse después de un libro que, por su calidad, marca un hito en la trayectoria de ese escritor. En ambos casos, muchas veces esas expectativas no se ven cumplidas.

 

El argentino Rodrigo Fresán hace ya tiempo que consiguió superar con tranquilidad el vértigo del debut. Después de Historia argentina, el inteligente libro de cuentos con el que se dio a conocer en 1991, publicó otra serie de relatos, Vidas de santos (1993) y Trabajos manuales (1994), una recopilación de textos sobre diversos temas aparecidos en Página 12 y Página 30 (en esta revista es también secretario de redacción). Y en 1995 sorprendió con su primera novela Esperanto, una tragicomedia en la que un hombre carga (desde su apellido) con el estigma de la incomprensión, y un país (desde su historia) con el de la injusticia. Y fue esta novela la que, por su calidad, le exigía a Fresán no traicionar las expectativas de sus lectores. Pero La velocidad de las cosas, su último libro publicado luego de cuatro años de silencio, no cumple la promesa.

 

La velocidad de las cosas reúne nueve relatos que giran en torno de la muerte y del acto de escribir, con una estructura a veces tan parecida que resulta previsible. Y son casi una declaración de principios sobre la naturalidad del fin de la vida (aquí no hay lágrimas ante el fallecimiento de los otros, sólo algún arrepentimiento) y sobre cómo se narra una historia (el escritor no es el iluminado del romanticismo, sino una persona común, capaz de elegir como medio de expresión una postal y que incluso puede llegar a ser detestable).

 

Además, como siempre en su obra, el relato es también excusa para reflejar su visión de un país que no consigue cerrar sus heridas. Aunque en menor medida que en textos anteriores, aquí también estará presente el recuerdo de la dictadura y sus víctimas (es uno de los temas medulares del mejor cuento del libro, “Última visita al cementerio de los elefantes”, en el que un paleontólogo está obsesionado con recuperar los huesos de sus padres desaparecidos), el culto a la belleza, el fashion, y un presidente que habla por TV en una eterna cadena nacional. Y, otra vez, personajes extraños, sumidos en su propio mundo y ajenos a lo que los rodea, que no consiguen evitar un dejo de melancolía.

 

Fresán ya no es el “joven escritor argentino” (rótulo del que siempre renegó) de principios de los ’90, y eso se nota en el afianzamiento de su estilo, que él suele llamar irrealismo mágico “porque plantea destellos de lógica en esta irrealidad que es la Argentina”. Pero lo que también se percibe es que ha perdido un poco de su inocencia, y ahora suena muy parecido a sí mismo. “Este libro es un riesgo que quise correr. Me gusta más la idea de un libro fallido que un libro sin riesgos”, dijo hace pocas semanas en un reportaje. Sin embargo, el fallido es precisamente la falta de riesgos. Fresán decide apoyarse en el terreno que conoce y repite sus fórmulas: sus personajes que deambulan de una historia a otra, sus situaciones, sus reflexiones.

 

Muchos de estos elementos estaban presentes, por ejemplo, en la citada Esperanto; allí, todos confluían en un auténtico festín para el lector, combinado con altas dosis de humor negro en un grotesco que resultaba tan divertido como movilizador y cautivante. Pero aquí, las historias se pierden en digresiones tediosas que sólo sirven para mostrar la habilidad de Fresán en la escritura, y falta el vértigo que caracterizaba a la novela y a los mejores cuentos de Historia argentina. Y lo que podría haber sido un buen libro (porque su autor tiene talento) termina convirtiéndose en una copia de otros mucho mejores.

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