La modernidad se caracterizó por el predominio de la razón emancipada como paradigma de lo humano. Un ejemplo de ello es el siglo XVIII o de las Luces que inaugura esta actitud.

 

Hoy, con la postmodernidad, parece que vivimos un proceso inverso en una época marcada por el subjetivismo en una diversidad de formas que también afectan y minusvaloran la fuerza del pensamiento humano. Ella implica ya el vivir en medio de conjuntos abstractos y masificados que coordinan todos los aspectos de la vida social, los que garantizan hasta el detalle nuestra experiencia cotidiana. No sólo el mercado y el dinero cumplen ese cometido; también los mecanismos que atienden la salud y la educación, pero especialmente los que proporcionan los medios de intercomunicación. Así, al individuo le basta con seguir las rutinas prescritas.

 

Sin embargo esta tendencia, en sí misma poco reflexiva, aumenta, paradójicamente, el individualismo y la subjetividad, especialmente al acentuar la conciencia subjetiva en el área moral, fundada en un particular predominio del campo de los afectos (emociones). La subjetividad se ve desgarrada entre múltiples opciones que las personas deben hacer continuamente, incluso en el plano de sus contactos íntimos. Toda relación se presenta como una cuestión de elección, desprovista del armazón de tradiciones y valores que anteriormente le proporcionaban su carácter claro, determinado y estable 1.

 

Para el postmodernismo el mundo carece de coherencia y por lo tanto una representación unificada del mundo es imposible. Todo lo que existe es una colección de fragmentos en perpetuo cambio. Por eso no hay una sola historia ni un punto de vista comprehensivo que la pueda entender como un todo. De allí el énfasis postmodernista en la discontinuidad y la fragmentación 2. Rechaza así discursos totalizantes y muestra una posición pluralista que como teoría ha sido instrumental en el reconocimiento de las múltiples formas que asume el “otro” y que surgen de las distintas posibilidades de diferencias 3.

 

Desde esta perspectiva tiende el postmodernismo o altomodernismo a interpretar en forma creciente la situación actual y las posibilidades futuras de la modernidad como una lucha entre un relativismo radical y el fundamentalismo, y en ello ve la contradicción entre religión y sociedad 4.

 

Así avanza hacia una visión esencialmente subjetiva de la realidad en todos sus aspectos, en la que el espacio para el pensar sistemático y lógico que permite un fundamento objetivo común queda desplazado.

 

La expresión contemporánea es esencialmente subjetiva y esto lo podemos percibir en el arte que, en sus diversas formas, busca expresar lo interior sin pretender formas de comunicación. Ello se hace patente también en el subjetivismo emocional que invade la televisión en la publicidad y la propaganda.

 

Incluso si analizamos la acción política en muchas de sus formas podemos percibir con facilidad que en ellas hay un primado de lo emocional sobre lo reflexivo. Las utopías que eran expresión de la reflexión política han muerto o han perdido su carácter reflexivo proponiendo modelos de felicidad que están fundados esencialmente en lo emocional. Los llamados y las adhesiones se realzan básicamente a través del juego de los afectos.

 

Ello supone una invitación a la felicidad que se convierte en sinónimo de un bien vivir basado en el bienestar. La calidad de vida que se propone y se busca se funda en la capacidad de acceder, cada vez en mayor cantidad, a un conjunto de bienes y servicios que posibiliten el vivir confortablemente. No supone, por lo mismo, una búsqueda de sentido que profundice ese vivir y lo oriente, intentando fundar en razones últimas el existir del hombre.

 

A lo anterior se agrega que a este mundo de los afectos le hemos quitado parte de su sentido al admitirlo como puramente instintivo y basado en la fuerza de lo emotivo-pasional. Nuestro sentido del amor, por ejemplo, ha perdido la fuerza de su sentido significante para la realidad humana en la medida que lo vamos reduciendo a una forma de pasión, ajena a toda reflexión. Con ello una realidad esencial a la condición humana, que se constituye como esencial a su ser especialmente desde la insistencia de las corrientes de pensamiento personalistas, reduce a profundidad de su riqueza en la realización profunda de la persona humana.

 

La fuerza de la vida se expresa en la potencia de la materia, en el poder de la técnica o en el imperio de un determinado modelo económico que posibilite este bienestar. Ser feliz es vivir bien y para ello se hace necesario potencializar todo aquello que es útil al logro de esta realidad. De esta manera nos enmarcamos en un estilo de vida esencialmente utilitario y al mismo tiempo precario y superficial, al no ser capaces de fundar la existencia del hombre, el sentido de su vida, de su historia y de los instantes de su cotidianidad.

 

La fuerza de la reflexión se ha perdido como quehacer no-útil, la idea como potente cede su espacio a un “pensar” que es esencialmente pasional y antilógico, o a una razón instrumental. Este “pensar” es por lo mismo esencialmente relativista.

Apelar a la conciencia moral es un tema hoy recurrente. En principio ello es bueno, dado que la conciencia constituye el núcleo más íntimo, el santuario que preserva y consagra la dignidad original de cada persona humana. Sin embargo ella es necesario que en su juicio sobre sus actos sea fundamentalmente recta y por ello es imperativo que esté objetivamente informada. Ella no puede ser una instancia autónoma e inapelable sobre la rectitud del obrar humano pues no es creadora de valores morales. La libertad no consiste en hacer cada uno lo que quiere sino en poder hacer lo que debe hacer.

 

La razón, distribuidora de un nuevo orden, tiende a ver en el conocimiento un producto privilegiado, de gran utilidad pública y, por tanto, intercambiable, que va a soportar, alimentar y justificar todas sus elaboraciones, que va a situar como paradigma de conducta válida la eficacia productora.

 

En un mundo donde los imperativos de utilidad, de eficacia, de producción, penetran progresivamente la totalidad de la existencia humana, donde el trabajo tiende a devenir totalitario, el lugar de la reflexión y en forma más amplia del pensamiento, especialmente en el campo de su gratuidad como es en la filosofía, está comprometido. Nuestra época transforma la sociedad toda entera en una sociedad de trabajo, y tiene como consigna que “no se trabaja solamente por el hecho de vivir, sino que se vive para trabajar”, por lo que toda actividad desinteresada corre el riesgo de ser excluida. Todo trabajo debe tener un correlato de eficacia productora y por ello debe ser rentable 5.

 

El mundo del trabajo tiende a volverse totalitario. (Se puede hablar aquí de un frenesí ininterrumpido del trabajo por el trabajo, de un suicidio por el trabajo, que Nietszche cuenta entre los vicios modernos, que Scheler denuncia como la característica del hombre moderno en Occidente, actitud en la que Pascal ve, acompañado por el deseo de diversión, un abandono de la auténtica realidad humana, un rechazo del silencio). Se afirma con fuerza que el hombre es un ser funcional, que toda actividad libre sin utilidad social es condenable y debe ser suprimida.

 

Frente a la supervaloración del trabajo que se manifiesta en tres dominios (el de la actividad en general, el del esfuerzo y la dificultad, el de la actividad social), surgen hoy intentos –Pieper por ejemplo– que desean salvaguardar en el seno del mundo del trabajo una dimensión metafísica del ser y del don que se exterioriza mediante la fiesta, la poesía, el arte, el ocio y el acto contemplativo sin valor estrictamente utilitario, pero que constituye un bastión inexpugnable donde el hombre se encuentra en toda su dignidad de persona 6. Así surgen voces que buscan la defensa de las actividades que llevan su sentido y su fin en sí mismas. El hombre no es un funcionario o una simple máquina que debe producir un rendimiento preciso.

 

Esta problemática, propia del quehacer contemporáneo se hace patente en la educación actual y las reformas que tienden a mejorarla. Muchas veces, siendo necesarias, tienen como paradigma de sus propios cambios la utilidad inmediata en la orientación casi exclusiva al mundo del trabajo, y la diversión como fenómeno del mundo contemporáneo que intenta hacer de toda actividad un proceso entretenido. El educando que vive el entretenimiento como medida de su actuar intenta trasladarla a su quehacer educativo.

 

Para muchos la diversión no es un aspecto más de la vida entre otros: es su única ocupación. Así, cuando por fin se enfrentan con la verdad: que en la vida hay muchas cosas que no son divertidas, sufren un golpe tremendo y se sienten traicionados. El sentido de lo lúdico en el proyecto humano es esencial a su desarrollo, pero no siempre es sinónimo de entretenimiento, más cuando tiende a entenderse por él una actividad superficial y básicamente mecánica que permita superar el “aburrimiento” de algunos tiempos a los que no somos capaces de darle sentido.

 

Así, con facilidad, percibimos que muchos de ellos no han aprendido que el gozo que proporciona dominar una tarea intelectual o manual, cultivada con paciencia, puede exceder en mucho las gratificaciones, más inmediatas, que reporta la diversión electrónica. Creo que con ello aumenta además la soledad del hombre de hoy, ya solitario en una sociedad masificada, al cerrarle espacios de meditación, contemplación y reflexión, sobre su propia realidad, mirada desde lo radical de sus últimos problemas que son los más íntima y profundamente humanos. Me refiero a los problemas de sentido.

 

La fuerza del pensar se muestra en la reflexión gratuita sobre lo humano en su sentido más profundo y ella es transformadora del mundo, en tanto es cuestionamiento de nuestro ser y nuestro actuar, al promover la necesidad de fundar nuestro vivir, en todos sus momentos, no en lo anecdótico y relativo sino en lo profundo de sí mismo y darle una orientación que le dé una calidad de vida mejor en su sentido más íntimo y esencial.

 

El pensar reflexivo, contra los que intentan reducirlo a dimensiones rentables, es esencial a la condición humana y, al darle sentido a ella, lo da a sus tiempos, a su historia y a su quehacer, posibilitando sentidos transformadores de su realidad. Ello hace que la fuerza profunda de lo humano sea la potencia del pensar, que es gratuito y tiene en sí mismo su sentido, como lo tiene el amor y toda la esencia de la persona que es fin en sí y proyecto que tiene en su realización más profunda su propio sentido y dignidad.

 

Desde esta perspectiva, los procesos utilitarios, rentables y productivos, como lo son todos los procesos económicos, al igual que todos aquellos que se insertan en la realidad inmediata del vivir del hombre, tienen, al asumir su condición de ser utilitarios, la marca de lo que significa “lo útil” que, como valor, desde una perspectiva axiológica de sentido, se ajusta a los valores más profundos que ayuda a promover. De allí su carácter secundario y subordinado que no le permite convertirse en paradigma del sentido profundo de un vivir humano y humanizante.

Por ello no son transformadores de la realidad humana, en tanto ella busca ser vivida desde su significación, y deben ajustarse a la condición esencial del hombre que realiza su ser desde aquello que lo potencia como significante en sí mismo y con su propia dignidad.

 

 

 


1. José Joaquín Brunner “Las Ambiguas Fronteras de la intimidad”, diario El Mercurio, Sección Letras y Artes, Santiago de Chile, domingo 18 de agosto de 1996.

2. Jorge Larraín Ibañez, “Modernidad, razón e identidad en América Latina”, Ed. A. Bello, Santiago de Chile, 1996, pág. 183.

3. Id. p. 184.

4. Pedro E. Güell; “Religión y modernidad: Reflexiones desde la sociología de la cultura”, Teología y Vida, Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 1997, nº 1-2.

5. Bernard Schumacher: “¿La filosofía con amor del saber o sabor efectivo?”, Sapientia, UCA, Bs.As. 1996, Fasc. 200.

6. Id.

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?