Vivimos leyendo. El colosal avance de los medios de comunicación y de las redes de información nos convierten hoy más que nunca en una sociedad de inevitables lectores. Encontramos mensajes escritos por donde miremos, leemos pantallas, afiches, carteles, periódicos, contratos, libros. Asistimos a la consumación de la cultura escrita: el texto se ha vuelto mundo.
Pero, ¿por qué nos asalta la sensación de que leemos menos? ¿Será acaso porque el hábito de la lectura se ha ido modificando? ¿Qué leemos? ¿Cómo leemos? ¿Cuánto de lo que leemos se torna rápidamente prescindible? ¿Cuáles son las lecturas capaces de marcar nuestras vidas para siempre? Y en todo caso, ¿cómo saberlo?
Tanto el escribir como el leer mantienen una profunda complicidad con el silencio. Cuando escribimos nadie nos escucha, cuando leemos nadie nos habla. La palabra dicha debe quedar silenciada por un momento, para dar lugar a la palabra escrita. Necesitamos que una tradición se calle, que pase a un segundo plano, para liberar nuestra boca y nuestros oídos, y así concederle la primacía a la mirada de inaugurar el texto.
Este silencio inicial, este abstraernos, traza el paréntesis que nos excluye de un mundo para poder introducirnos en otro. Si escribir es producir un segundo nacimiento, leer es asistir a él. Con la escritura nace otra manera de ver, la lectura; y con ella, otra forma de hablar y de escuchar. Más allá de la curiosidad que nos lleva a conocer y a observar, se prolonga el deseo de descubrir la legibilidad de las cosas. Con la escritura todo el mundo y todo mundo se vuelve texto.
Schopenhauer decía que cuando leemos otro piensa por nosotros, que leer es repetir los procesos mentales de otro, igual que el alumno copia en su cuaderno lo que la maestra escribe en el pizarrón.
Pero leer no sólo consiste en reproducir. Es dejarse llevar por el texto, concederle la primacía en el diálogo que se inicia, y, a partir de ahí, liberar nuestra imaginación en el curso de la escritura. Al leer nuestro mundo se mezcla con otro, y de la compenetración de ambos nace imaginariamente un tercero. Por eso, cuanto más permeables somos a la lectura de un texto, más rica será luego nuestra interpretación.
Jean Guitton escribió acerca del leer: El efecto de un buen libro consiste en hacernos entrar en la experiencia de otro ser… El libro nos coloca en el centro de una mente extraña; nos libra su misma esencia. A diferencia de lo que pensó Schopenhauer, leer es iniciar un diálogo, que de otro modo nunca podríamos realizar.
La escritura vuelve sobre la palabra dicha, toma su memoria, la profundiza y la exterioriza, es decir, la introduce en el curso de otra memoria, la del texto. De este modo podemos dialogar con Schopenhauer o Guitton, Sófocles, Shakespeare, Newton, Goethe, y con todos aquellos que han plasmado sus pensamientos en el curso intertextual de la escritura.
En todo libro pulsa un intento de mayor libertad, y leerlo puede convertirse precisamente en eso. De aquí la importancia de aprender a seleccionar las lecturas, sobre todo cuando el mercado editorial nos ofrece tanto al respecto. Un libro auténtico –sigue Guitton- está escrito en virtud de una necesidad, y una lectura auténtica es la que se hace en estado de hambre y de deseo.
¿Existe hambre y deseo de leer sobre todo en aquellos que cotidianamente se encuentran asediados por lecturas obligatorias? La lectura obligada constituye habitualmente un obstáculo, más aún durante la carrera vertiginosa de aprobar materias. Nos priva de poder elegir lo que queremos leer, y de saber lo que necesitamos leer en ese momento de nuestra vida, de buscar un vínculo más íntimo con el libro. Y con todo ello también, de empezar a leer con la libertad de poder tirarlo al demonio, o postergar su lectura.
Seguramente la lectura obligatoria tendrá sus beneficios. No obstante, el riesgo que se corre es el de no descubrir nunca, o perder, tal vez para siempre, el gusto de leer, sin el cual el hambre y el deseo no se sacian. Para que esto no suceda lo mejor es cultivar el placer por la lectura.
Una profunda complicidad se inicia cuando una obra nos atrae y, por diversos motivos, generalmente insospechados, nos provoca y nos conmueve intensamente. Seguramente estamos inaugurando una relación que puede acompañarnos quizá durante toda nuestra vida. Es el descubrimiento de obras y autores que se convertirán en predilectos, y que desde entonces no sólo leeremos, sino que cada tanto gozosamente releeremos. Podemos recurrir una y mil veces a las mismas páginas, y encontrar en ellas un significado diferente, que nos vuelve a asombrar y a sorprender. Muchos secretos se comparten con estos libros, y con el tiempo llegamos a saber que, al igual que un amigo, son un buen lugar donde encontrarnos a nosotros mismos.