Para referirse a la felicidad exhaustivamente sería necesario hablar al mismo tiempo de la totalidad de la existencia humana. Se ha escrito mucho sobre el tema asociándolo con la virtud, el desapego, la bienaventuranza, el placer. Julián Marías hace un análisis histórico del término desde los pensadores griegos hasta los filósofos de la actualidad 2. También nosotros procuramos definirla de acuerdo con nuestras convicciones personales aunque, en realidad, son pocos los que tienen una clara conciencia de su grado de felicidad.

 

El vocabulario que expresa la felicidad es, posiblemente, más pobre que el que se refiere al dolor y al sufrimiento. Varía según los países, las culturas, los sexos y las edades. Incluso diferentes idiomas tienen sus propios matices: así el significado de felicidad, felicity, felicité y felicita, aunque provienen de la misma raíz latina felicitas (que tiene una connotación de fecundidad y de vida venturosa y próspera), no coinciden exactamente.

 

Nuestra visión de la felicidad es incompleta, huidiza. Paul Ricoeur explica que no es un término finito de una serie de deseos particulares, una suma de placeres, «sino un todo en sí mismo» 3. Añade que para pasar de la suma a la idea del todo es necesario comprender que la felicidad no se nos comunica en ninguna experiencia sino que «se designa en una conciencia de dirección» 4.

 

El mismo Ricoeur nos habla de momentos hermosos, privilegiados, en que sentimos que vamos por el buen sendero. Esta conciencia de dirección nos lleva al tema de la vocación del hombre, a la conquista de nuestro yo más genuino, que es lo que nos hace únicos.

 

 «El ser humano está llamado a elegir su puesto dentro del horizonte de sus posibilidades» afirma Héctor Mandrioni 5, posibilidades que entreteje con las experiencias y expectativas ajenas. Sus proyectos se van desplazando en diversas trayectorias pero el proyecto final nunca está dado en este mundo.

 

Las palabras de Antonio Machado, «se hace camino al andar», expresan en lenguaje sencillo que somos caminantes y que en medio de sombras y luces, de desvíos y errores, vamos creando nuestra senda. Se ha dicho, también, que «el camino es la meta; caminar es llegar» 6.

 

La felicidad «no se obtiene con hacer el propósito de obtenerla» 7 dice G. Vallés; la búsqueda no es fácil, ni siempre exitosa. Un caso extremo sería el de Cyrano de Bergerac que, herido mortalmente por un lacayo que lo golpea con un tronco, declara que ha fracasado en todo, incluyendo su muerte. Sin embargo, es necesario procurarla en esta vida y el que la posterga para la otra falsea el verdadero sentido de la palabra. De allí la importancia de crear un ambiente de alegría: la amistad, el humor, la fiesta, la diversión, el cuidado de sí mismo y de los demás. La idea de que perviviremos a través de nuestros hijos o nuestro país es limitada e insuficiente.

 

Julián Marías desconfía de los que sostienen: «basta Dios y yo, no más mundo»8. Afirma que el amor a Dios intensifica nuestra realidad, porque el hombre está proyectado hacia el futuro, pero insiste en que hay que entender la otra vida desde ésta, como su cumplimiento y plenitud. Si se pierde la felicidad «no es que se viva peor, se tenga menos placer o mayor sufrimiento. Lo grave es que se es menos, se vive, se piensa, se ama, desde una fracción de la propia realidad» 9.

 

«Si yo le parezco feliz no podría haber expresado algo que me pudiera dar mayor placer», dice el Padre Zossima en Los hermanos Karamasov de Dostoievski. «Porque el hombre ha sido creado para la felicidad y aquel que se siente totalmente feliz tiene el derecho de decir: ‘estoy haciendo la voluntad de Dios en la tierra’» 10. Y más adelante: «Amigos míos pedidle a Dios que os dé alegría. Sed felices como los niños y los pájaros del cielo… ¡Huid de la depresión hijos míos!»11.

 

Además de dilatar el ser más íntimo del hombre, la felicidad tiende a compartirse y a revertir sobre los demás. Aquellos que nos alegran «nos entregan el mayor regalo que afecta nuestra personalidad ya que, al darnos perfección, nos hacen mejores»12.

 

La idea de la comunión de los santos está expresada con gran ternura, nuevamente en Los hermanos Karamasov: «Mi hermano pedía a los pájaros que lo perdonaran -parece absurdo pero está bien-. Porque todo es como un océano, todo fluye y se mezcla: un toque en un lugar pone en movimiento el otro lado de la tierra… No es absurdo pedir perdón a los pájaros; los pájaros se sentirán más felices a tu lado -un poco más felices por lo menos -, y los niños y los animales, si tu nobleza aumenta día tras día»13.

 

El Padre Charles sostiene que la virtud sin sonrisa interior es imperfecta y se asombra de que, aunque la felicidad enriquece al hombre, no siempre nos atrevemos a aceptarla con entusiasmo: «Vemos en ella una insolencia o un peligro» afirma, «nos parece que constituye una forma de vanidad. La escondemos en los rincones y la disimulamos por temor a perderla; se la goza furtivamente, a toda prisa… y a veces nos produce un remordimiento indefinido»14.

 

Frecuentemente el placer, el bienestar, la dicha, aparecen afectados por una vaga pecaminosidad, «la crisis subterránea de la culpabilidad» a la que se refiere Ricoeur 15. Expresiones cotidianas reflejan esta actitud: más vale mal conocido que bueno por conocer», «en la duda abstente», «¿qué derecho tengo yo de ser feliz mientras haya a mi lado alguien que sufra» o la ley de Murphy -«si algo malo puede suceder, sucederá»-, con sus nefastos corolarios.

 

También es difícil analizar la culpa. Por un lado está la culpa justificada, cuando se ha cometido una falta pequeña o grave, y entonces es útil porque nos lleva al arrepentimiento y a la recuperación de la tranquilidad. Pero, por el otro, existe la culpa como sentimiento enfermizo sin justificación, que puede convertirse en uno de los principales enemigos de nuestra armonía. Es un sentimiento inconsciente por algo que, aunque nunca haya ocurrido en la realidad, tiene el poder de reducir nuestra autoestima y de angustiarnos.

 

¿Cuáles podrían ser los motivos de la culpa difusa que a veces nos suscita la felicidad? Una educación exageradamente severa, tal vez, con demasiado énfasis en la precaución a expensas de la creatividad y de la aventura. Además, la felicidad implica un riesgo y una pérdida significativa porque al asumirla se renuncia, entre otras cosas, a la queja, al consuelo, a robar la energía ajena 16.

 

Hay otra razón muy importante, prejuicio o superstición: en algunas oportunidades surge una idea, a menudo inconsciente, de que si aceptamos la dicha, el gozo, la alegría, merecemos un castigo divino. Comentarios cotidianos expresan este temor a admitir que todo está bien: «no me puedo quejar», «las cosas podrían andar peor», «tocar madera».

 

Al adoptar esta actitud temerosa estamos recreando mitos paganos. Si nos remitimos a los griegos, por ejemplo, éstos afirmaban que la risa de los hombres producía celos en los dioses y que su furia se desencadenaba cuando los mortales no lloraban suficientemente.

 

Herodoto ilustra la envidia de las dioses en diversas oportunidades. Así, por ejemplo, cuando Solón le dice a Creso, un ateniense muy rico y poderoso, que no lo consideraba feliz, solamente «afortunado», porque a veces las deidades mostraban una visión momentánea de la felicidad para luego destruirla desde su raíz. Al desechar esta advertencia «la venganza del cielo se dejó sentir sobre Creso en castigo, a lo que parece, de su orgullo por haberse creído el más dichoso de los mortales» 17.

 

También Polícrates, cuyo éxito fue ininterrumpido durante su vida, recibió un mensaje de Amasis, rey de Egipto: «… tu prosperidad no me alegra… porque sé que la deidad es envidiosa». Polícrates fue asesinado y sus enemigos colgaron su cuerpo en una cruz 18. Los dioses griegos son celosos de los seres humanos y toman sus represalias si observan que el hombre se enorgullece 19.

 

Hay muchos ejemplos que ilustran esta envidia divina ante la felicidad de los hombres. Cuando nace un niño en la novela Indochine de Christie Dickanson, la nodriza y las mujeres que lo cuidan dicen que es «feo, horrible, espantoso» para apaciguar a los dioses e impedir que se lo lleven. En la obra de Umberto Eco, El nombre de la rosa, se producen una serie de crímenes en un monasterio medieval con el objeto de ocultar un tomo de Aristóteles. ¿A qué se refería? Al poder de la risa, a la alegría de los hombres y de Dios, un concepto «muy peligroso» para la humanidad.

 

Nuestras vidas son una mezcla de felicidad e infelicidad, el bien y el mal se suceden como lo hacen la tristeza y el bienestar. Hay momentos en que estamos contentos y otros en que las cosas parecen muy negras. El peligro consiste en transformar esta secuencia en causa y efecto: o sea, el de considerar nuestro sufrimiento como el resultado de momentos dichosos. Tal planteo es nocivo ya que implica que Dios no tolera demasiada felicidad en la tierra.

Para concluir, una referencia a la santidad como vocación. Aunque sea nuestra meta final evitamos mencionarla porque, con o sin razón, tememos que la soberbia se entremezcle con nuestro deseo de ser santos.

 

T.S. Eliot explica muy claramente este temor en Asesinato en la Catedral cuando Tomás A. Becket escucha las palabras del cuarto «tentador»:

 

 

«Piensa, Tomás, piensa en la gloria después de la muerte

Reina desde la tumba, santo y mártir.

Piensa, Tomás, en tus enemigos afligidos,

Arrastrándose penitentes, temerosos de una sombra

Piensa en las filas de peregrinos,

Frente al santuario de piedras preciosas.

Piensa en los milagros, por la gracia de Dios…

 

Busca el martirio, procura ser el menor

En la tierra, para ser el mayor en el cielo» 20.

 

 

Santo Tomás comprende que está atrapado por sus propios deseos de santidad y el temor de no ser digno lo hace vacilar:

 

«La última tentación es la mayor traición

Hacer lo que es bueno por una mala razón».

 

Todas estas ideas pasan por su mente hasta que resuelve rechazar a sus tentadores sin más consideraciones y aceptar la muerte frente al altar de la catedral de Canterbury.

 

A veces sentimos miedo de ser felices, de ser nosotros mismos: el miedo de ser. Aunque parezca contradictorio, con frecuencia no sólo tememos el fracaso sino también el éxito, que nos hace sentir culpables. Vivimos, entonces, una contradicción entre el deseo natural de gozar sanamente de la vida y el escrúpulo de aceptar la alegría y la paz.

 

No hay técnicas para ser feliz, no hay recetas, pero sí una actitud que nos ayuda a construir nuestra propia felicidad en medio de los vaivenes de la vida.

 

  

 


1. Carlos G. Vallés, Al andar se hace el camino. Indugraf, Buenos Aires, 1993, pág. 219.

2. Julián Marías, La felicidad humana. Alianza Editorial S.A., Buenos Aires, 1975.

3. Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad. Taurus Ediciones, Buenos Aires, Madrid, 1982, pág. 87.

4. ibidem.

5. Héctor D. Mandrioni, La vocación del hombre. Editorial Guadalupe, Buenos Aires, 1987, pág. 17.

6. Carlos G. Vallés S.J., op.cit., pág. 102.

7. Carlos G. Vallés S.J., op.cit., pág. 211.

8. Julián Marías, op.cit., pág. 372.

9. Julián Marías, op.cit., pág. 255.

10. Fedor Dostoievski, The Brothers Karamasov. Random House, New York. 1943, pág. 61. (Traducción de la autora).

11. Fedor Dostoievski, op.cit., pág. 384.

12. Julián Marías, «La alegría». Diario La Nación, 23 de setiembre de 1987.

13. Fedor Dostoievski, op.cit., pág.383. Dostoievski nos recuerda que Jesús hizo su primer milagro para alegrar a los que asistían a la boda de Caná.

14. Pièrre Charles S.J., La prière de toutes les heures. Desclée de Brower et Cie., San Pablo, 1936, pág. 272.

15. Paul Ricoeur, op.cit., pág. 171.

16. Pièrre Charles, S.J., op.cit., pág. 272.

17. Es frecuente asociar el sufrimiento con la noción de culpa. ¿Maestro, quién ha pecado él o sus padres?, los discípulos le preguntan a Cristo al ver al hombre ciego de nacimiento. A veces nos hacemos eco de estas palabras frente al dolor propio o ajeno, como si fuera un castigo divino. Antes de curarlo, Jesús responde: Ni él ni sus padres han pecado; nació así para que en él se manifiesten las obras de Dios. San Juan IX, 2-3.

18. Herodoto, Los nueve libros de la historia. Editorial Ateneo S.A., Buenos Aires, 1961 (Primer libro, capítulo 34).

19. Herodoto, op.cit. (Tercer libro, capítulo 39).

20. T.S. Eliot, Murder in the Cathedral. (Traducción de la autora).

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