La última revolución estética del cine europeo ocurrió en Francia y Gran Bretaña hacia fines de los años 50 y principios de los ’60, a través de sendos movimientos conocidos como nouvelle-vague y free-cinema. Este último surgió en 1956, el mismo año que los aviones ingleses bombardearon Egipto con motivo de la crisis del canal de Suez. Sus integrantes Lindsay Anderson, John Schelesinger, Richard Lester, Tony Richadson, Karel Reisz, Jack Clayton se dedicaron a glorificar lo cotidiano y cuestionar la tradición monárquica, además de cierto conformismo moral que consideraban hipócrita. Pero, superada la euforia revolucionaria, todos con exclusión de Anderson se pasaron con armas y pertrechos al cine comercial e inclusive algunos (Reisz, Richardson) al cine de Hollywood.
Desde entonces ocurrieron en el cine inglés sucesivas inflexiones y renacimientos, repitiéndose cada década olas menores que amenazaban cambios estéticos y temáticos que nunca tuvieron la profundidad de los impuestos por los jóvenes iracundos de los años 60.
Una excepción a esa tendencia puede llegar a ser este novísmo movimiento, aún desarticulado, que emergió en la era post Thatcher y que se insinúa con una fuerza innovadora mayor que los anteriores.
Sin ánimo de practicar un inventario exhaustivo, podemos recordar que en los años 70 asomaron a la palestra realizadores de la talla de Alan Parker (Expreso de medianoche, Pink Floyd. The Wall), Ridley Scott (Los duelistas, Alien el octavo pasajero), Nicolas Roeg (Venecia Rojo Schocking), Hugh Hudson (Carrozas de fuego), Richard Attenborough (El joven Winston, Un puente demasiado lejos).
Los años 80 fueron más pródigos con la aparición de una pléyade de directores salidos de la televisión, el teatro y la literatura. Me refiero a Neil Jordan (En compañía de lobos, Mona Lisa), Roland Joffe (Los gritos del silencio, La misión), David Drury (Conspiración para el silencio), Marek Kanievska (Another Country), Mike Figgis (Lunes tormentoso), Chris Bernard (Permiso por una noche), David Hare (Un extraño en Wetherby), Michael Caton-Jones (Escándalo), Alex Cox (Sid y Nancy), David Jones (Traición de amor), Terry Gillian (Brazil), Stephen Frears (La ejecución, Ropa limpia… negocios sucios, Susurros en tus oídos), Peter Greenaway (Contrato del pintor, Zoo, El vientre del arquitecto) y Derek Jarman (La tempestad, Caravaggio).
Mientras varios de esos directores fueron tentados por las luces de Hollywood, hacia fines de los años 80 y, extendiéndose a lo largo de esta década, se desarrolló un cine de calidad, de estructura y estilo clásicos, por cuenta de James Ivory (Un amor en Florencia, La mansión Howard, Lo que queda del día), Richard Attenborough (A Chorus Line, Tierra de sombras), Kenneth Branagh (Enrique V, Los amigos de Peter, Frankenstein de Mary Shelley, Hamlet), Brian Gilbert (Tom y Viv), Mike Newell (Abril encantado, Cuatro bodas y un funeral), Roger Mitchell (Persuasión), Christopher Hampton (Carrington). El cine de estos realizadores tiene poco que ver con los de la generación de los 80 y menos aún con los nuevos nombres que asoman en la actualidad.
Ken Loach, un caso paradigmático
Desde aquellos movedizos años 60, siempre existió en Gran Bretaña una cierta tendencia, alejada de todo movimiento y ejemplificada en algunos nombres, que procuró mantener un cine combativo. Es decir, un cine dispuesto a sacrificar veleidades estéticas a cambio de conservar su independencia y su derecho de opinión.
El caso más paradigmático es Ken Loach. Nació en 1936 en Nuneaton y después de estudiar derecho en Oxford, descubrió el teatro y montó algunas obras. Durante los años 70 trabajó para la televisión como director y productor, y aprendió a valorar el cine verdad. Su primer fílmico fue Up the Junction (1965) sobre un barrio de obreros. El segundo, Cathy Come Home (1966), en torno de una madre sin hogar.
Con el ascenso al poder de Thatcher la situación hizo crisis y mientras casi todos huyeron despavoridos, Loach prefirió quedarse y así le fue. Su serie Questions of Leadership, una requisitoria sobre la dirigencia sindical, fue censurada y lo mismo ocurrió con la pieza teatral Perdition, sobre el exterminio de judíos húngaros.
Previamente realizó tres largometrajes que lo catapultaron a la consideración mundial: Pobre vaca (1968), Kes (1970) y Vida en familia (1972), en los que planteó la fragilidad psicológica de los adultos y el autoritarismo ejercido sobre los adolescentes.
A partir de 1990 realizó Agenda secreta, thriller político sobre el uso de los medios de comunicación para destruir a la oposición; Riff-Raff (1991), sobre el desempleo y la ocupación ilegal de viviendas; Como caídos del cielo (1992), también sobre el tema del desempleo; Ladybird, Ladybird (1994), que describe el itinerario de una mujer divorciada que lucha por la tenencia de sus cuatro hijos, todos de distintos padres; Tierra y libertad (1995), sobre la guerra civil española y las luchas intestinas en el partido republicano; La canción de Carla (1996), en torno de una refugiada nicaragüense y la acción de los «contras»; y la reciente My name is Joe (1998), una historia de amor entre una asistente social y un ex-alcohólico de Glasgow que forma un equipo de fútbol integrado por desocupados.
Otros casos significativos son Mike Leigh y Jim Sheridan. Como Loach y Frears, también Leigh se dedicó a mostrar la contracara de la Inglaterra conservadora y lo hizo a través de una mirada realista, satírica o burlona, aunque sin renunciar a la esperanza. Sus títulos son: La vida es formidable (1991), retrato de una típica familia de clase media de los suburbios londinenses; Naked (1993), sobre la alienación del antihéroe de los años 90, que vive el momento sin importarle el daño recibido o infligido; y Secretos y mentiras (1995), en torno de una joven que a la muerte de sus padres adoptivos investiga los antecedentes de su madre biológica para reencontrarse con ella. Un filme que incursiona en el patio trasero para rescatar los valores familia, verdad y amor.
El último filme de Leigh es Simplemente amigas (1997), presentado en el festival de Mar del Plata de 1997, sobre dos amigas de 30 años que estudiaron juntas en los años 80 y deciden reencontrarse para redescubrir la amistad y pasar revista a sus respectivas realidades.
En cuanto a Sheridan, nació en Irlanda del Norte (los irlandeses somos blancos dice, pero sabemos lo que es estar oprimidos), estudió cine en nueva York y vive en Londres. Trascendió con Mi pie izquierdo (1989), revalidó su talento con Esta tierra es mía (1990) y se impuso con En el nombre del padre (1993), drama testimonial que aborda un caso real para denunciar los arbitrarios procedimientos de la policía y la justicia británicos. En 1997 Jim Sheridan realizó The Boxer (Golpe a la vida), sobre Irlanda y su futuro, cuyo eje es un boxeador que pasó 14 años en la cárcel por su militancia en el IRA.
En 1996 coescribió y produjo Madres en lucha, dirigida por su amigo Terry George (a la vez coguionista de En el nombre del padre), que retoma la cuestión de Irlanda del Norte a través de un grupo de integrantes del IRA que en 1981 realizaron una huelga de hambre que concluyó con la muerte del dirigente Bobby Sands y forzó un replanteo del tema de los derechos humanos de los presos políticos.
La novísima tendencia
En los años 90 surgió una tendencia que entronca con la empecinada postura de Loach, exhibe nombres propios y se manifiesta tanto o más heterogénea que las anteriores, pero con filmes marcados por cierta unicidad temática relacionada con la denuncia social. En particular hacia las secuelas de la política económica impuesta por Thatcher. Una política que también alcanzó al famoso Channel Four, convertido durante los años 80 en centro de producción de películas de avanzada.
Esos nuevos cineastas más algunos veteranos fotografían en plano corto a la Gran Bretaña de hoy y lo hacen con estilo semidocumental o apelando al drama, a la comedia o a la sátira.
En esta tendencia podemos encuadrar las dos películas que Frears realizó tras su aventura hollywoodense: Café irlandés y La camioneta, ambas ambientadas en el barrio dublinense de Barrytown, referidas a la desocupación y la forma de sobrellevarla.
También a A Sense of History, un mediometraje de Mike Leigh, en el que el actor y guionista Jim Broadbent, auténtico motor del proyecto, interpreta a un aristócrata que repasa su malévola existencia en un bullicioso e irónico monólogo cara a cara con el espectador.
Otros títulos son Bad Behaviour, de Les Blair, comedia agridulce centrada en las peripecias domésticas de una pareja de clase media; y Todo o nada, de Peter Cattaneo, que se ocupa de un grupo de obreros víctimas de la crisis industrial, que se exponen al ridículo ensayando la puesta en escena de un espectáculo que debe culminar en strip-tease, que a su vez metaforiza su propia situación.
Otros nombres que lograron exhibir sus filmes en las ediciones del London Film Festival, pero aún no cuentan fuera de las fronteras de su país, son Chris Jones (The White Angel); Stephan Schwartz y Robin Mahoney (Glastonbury the Movie); Karl Francis (Streetlife), Scott Mitchell (The Innocent Sleep) y Paul Hills (The Frontline y Boston Kickout). Hills fue quien definió el resurgir de ese cine independiente en los siguientes términos: La gente estaba cansada del caos que rodea la industria cinematográfica y se lanzó a la calle a filmar, recurriendo a las formas de inversión más variopintas.
En el Festival de Venecia de 1997 el crítico Derek Malcolm preparó una sección denominada British Renaissance, destinada a presentar los filmes de los nuevos realizadores. Otro tanto ocurrió en el último Festival de Toronto, cuya sección Discovery dedicada a los nuevos directores estuvo dominada por el novísimo cine británico.
En ese encuentro, el premio FIPRESCI fue para Under the Skim de Carina Adler, que retrata con crudeza la crisis de identidad de una adolescente tras la muerte de su madre. Otros filmes exhibidos en Toronto fueron: Twenty Four Seven de Shane Meadows, Unmade Beds de Nicholas Barker, Stone, Scissor, Paper de Stephen Whitaker, The Girl with Brains in her Feet, de Roberto Bangura y The Life of Stuff del dramaturgo Simon Donald.
Esos jóvenes rebeldes de los 90 incursionaron en el realismo urbano, pero no reconocen la influencia de veteranos como Loach y reniegan absolutamente de nombres como Kenneth Branagh. «Pura emulación hollywoodiana dice Richard King; somos británicos y se nos tendría que ver como tales en las películas que realizamos; y no me refiero precisamente a los tontos que aparecen en Cuatro bodas y un funeral«.
Casos especiales son Terence Davies y el escocés Danny Boyle. Davies es el décimo hijo de un matrimonio de obreros católicos de Liverpool, se confiesa homosexual y odia serlo. En El mejor de los recuerdos (1992) se rememora un niño encandilado por la vida y los sueños del cine en el Liverpool de los años 50. También sobrevoló su infancia en su precedente Voces distantes, vidas tranquilas (1988), mientras en La biblia de neón (1995), basada en la novela de John Kennedy Toole, escrita a los 16 años, practica una radiografía de una pequeña comunidad oprimida por el fanatismo religioso.
Con el apoyo del Channel Four Film y The Glasgow Film Fund, Boyle realizó en 1994 Tumba al ras de la tierra, thriller que apabulla por su crueldad, pero también por su lucidez al poner al descubierto una atroz visión de las miserias humanas. El mismo director realizó en 1995 Trainspotting, basada en la novela de culto de Irvine Welsh. Es la saga de jóvenes devotos de la autodestrucción y sus pesadillescos encuentros con la droga, que generó la mar de polémicas.
Mientras el cine inglés de los años 80 tuvo el apoyo del Channel Four y del British Film Institute, el de los 90 se mueve en forma más independiente. Sus filmes no son grandes espectáculos, pero sí la expresión de una realidad explosiva que bulle tras la fachada de un país pujante y en cuyo contexto procuran rastrear los síntomas para afrontar con una mayor esperanza el escepticismo vital que gobierna la historia de nuestra década. Pero eso, será preciso tener presente esos nombres y observar su evolución a medida que sus obras lleguen a nuestras pantallas.