Aquí y allá se habla y se escribe sobre el Espíritu Santo. Este entusiasmo “espiritual” o “pneumático” -pnéuma en griego es espíritu- responde a que Juan Pablo II ha dedicado este año a la tercera persona divina en el camino hacia la celebración del segundo milenio de la venida de Cristo. En su carta Mientras se aproxima el tercer milenio (TMA 44-48) medita acerca del Espíritu Santo y de su obra en la Iglesia y en la historia contemporáneas.

 

La razón de que el Espíritu sea especialmente considerado en el jubileo y en su trienio preparatorio está dada por su intervención en el ingreso del Hijo de Dios en el mundo. En la anunciación, el ángel dice a María: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y se lo llamará Hijo de Dios” (Lc 1,35). El Credo recoge este misterio y lo expresa en su lenguaje confesional: “creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo”.

 

Sobre esas bases el Papa habla de la índole pneumatológica de la Encarnación y del Jubileo, pues aquella fue llevada a cabo por el Espíritu. “1998… se dedicará de modo peculiar al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio… tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo” (TMA 44).

 

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Muchos hombres apenas han oído hablar del Espíritu de Dios y por eso podrían repetir las palabras que escuchó san Pablo en Efeso: “pero si nosotros ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo” (Hch 19,2). Incluso para muchos cristianos -al menos de la tradición latina, ya que el “pulmón oriental” de la Iglesia respira vivamente el aire del Espíritu- que cada domingo profesan creer en el Espíritu Santo, él sigue siendo el gran Desconocido de las tres personas del único Dios. Algo similar ocurre con la esperanza en las virtudes teologales y con la confirmación en los sacramentos de iniciación. Por eso resulta oportuno que Juan Pablo II en su propuesta vincule al Espíritu con la esperanza y la confirmación.

 

A pesar de que el Concilio Vaticano II ha sido vivido como un “nuevo Pentecostés” y de que en el posconcilio se multiplicaron muchos signos de “renovación en el Espíritu”, pareciera que numerosos fieles pensamos y hablamos mucho más de Dios Padre y de Jesucristo que del Espíritu santificador. Sin embargo, nadie puede decir ¡Jesús es Señor! si no es por influjo del Espíritu (1 Cor 12,3) y sólo por el Espíritu del Hijo que Dios nos ha dado podemos decirle ¡Abba, Padre! (Gal 4,6). El conocimiento de la fe cristiana y la expresión de la plegaria filial sólo son posibles por el Espíritu Santo que sondea las profundidades de Dios y del hombre. Por eso sería interesante analizar las causas de aquel déficit del Espíritu en la catequesis y la espiritualidad del catolicismo moderno, que lentamente se va superando.

 

Al conjunto de razones históricas que existen se puede agregar una que proviene del carácter oculto de esta Persona divina. El Espíritu nos hace conocer a Cristo, pero él no se revela a sí mismo. Aquel que “habló por los profetas”, sin embargo, “no habla de sí mismo” (Jn 16,13) sino que ayuda a recordar, interpretar y entender a Jesús. Nos hace oír la Palabra viva del Padre pero a él no lo oímos. El Espíritu de Verdad que nos devela a Cristo se mantiene escondido. Su misteriosa libertad, su presencia sutil y su influencia discreta dan cuenta de un ocultamiento original, propiamente divino, que hace difícil conocerlo y hablar de él. Bucearemos en su misterio subrayando sólo dos aspectos más de la multiforme acción con la cual difunde transparencia, bondad y alegría en el interior del hombre y en la trama de la historia.

 

Llama de amor viva

 

El Espíritu actúa en nuestra intimidad infundiendo la caridad que nos hace amar a Dios y al prójimo. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). El Espíritu nos es dado por Dios y nos hace participar del amor de Dios. Ambos temas serán profundizados por la tradición patrística y sistematizados por la teología escolástica hasta designar a la tercera Persona trinitaria con los nombres de Amor y Don. Abrevando en esas fuentes Juan Pablo II designa habitualmente al Espíritu Santo con las sugestivas y densas expresiones Persona-Amor y Persona-Don.

 

El Espíritu se manifiesta en el lenguaje de los símbolos, sobre todo en el viento, el agua y el fuego. Cada uno significa, a su modo, el dinamismo transformador, la fecundidad vital y la fuerza purificadora. El Soplo del Dios viviente es también un río de Agua Viva y el Fuego inextinguible del Amor. La tradición espiritual asocia el fuego con otras imágenes como brasa, lámpara, rayo, lumbre, hogar, resplandor, calor y llama. El Espíritu inflama el corazón con un amor luminoso y ardiente que abrasa pero no se consume.

 

Una conocida letanía suplica: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”. Dos himnos litúrgicos latinos expresan la misma verdad con su fuerza poética. El Veni Creator Spiritus (s. IX) canta en sus primeros versos: “Ven, Espíritu Creador / visita las almas de tus fieles / y llena de la divina gracia / los corazones que Tú mismo creaste. Tú eres nuestro Consolador / Don de Dios Altísimo / fuente viva, fuego, caridad / y espiritual unción”. Y la secuencia de Pentecostés Veni Sancte Spiritus (s. XIII), conservada en el Misal actual, pide: “Ven, Espíritu Santo / y envía desde el cielo / un rayo de tu luz… Consolador lleno de bondad, / dulce huésped del alma, / suave alivio de los hombres… Suaviza nuestra dureza / elimina con tu calor nuestra frialdad / corrige nuestros desvíos…”.

 

San Juan de la Cruz, al comentar su poesía Llama de amor viva, que simboliza al Espíritu, combina metáforas de realidades que se excluyen mutuamente en la naturaleza: el agua y el fuego. Al explicar el primer verso de su tercera estrofa, que comienza: “Oh lámparas de fuego”, dice que “este espíritu de Dios, en cuanto está escondido en las venas del alma, está como agua suave y deleitable hartando la sed al espíritu; y en cuanto se ejercita en sacrificio de amar a Dios es llamas vivas de fuego”. Luego, al exponer el segundo verso “en cuyos resplandores”, aclara que esta llama, que no se apaga con el agua, contiene a su vez al aire, “porque la llama no es otra cosa que aire inflamado y los movimientos y resplandores que aquella llama hace ni son sólo del aire, ni sólo del fuego del que está compuesta, sino junto del aire y del fuego, y el fuego los hace hacer al aire que en sí tiene inflamado”. Sólo la llama del Espíritu enciende, aviva, alienta, purifica y entibia el alma con amor.

 

La fuerza de la esperanza

 

Lo dicho acerca de la tercera persona divina, de su influjo en el acto de fe y de su acción afectiva y mística por el amor muestran que el Espíritu anima y recrea la interioridad del hombre. Si en la persona del Padre eterno descubrimos a Dios sobre nosotros y en el Hijo encarnado a Dios entre nosotros, en el Espíritu Santo percibimos a Dios en nosotros. Hay aquí un gran misterio a ser contemplado por una humanidad sedienta de Absoluto, pero que suele buscarlo muy lejos de sí. Porque el Espíritu, Don personal de Dios, nos es dado: no sólo nosotros estamos en Dios sino que también Dios está en nosotros. Por eso, como dijera Congar, “Dios es Dios no solamente en sí mismo sino ‘en nosotros’”. La maravilla que asombra es que en nuestro mundo creado existe un don increado, el Espíritu de Dios, que “llena la tierra” y es la fuente de todo don, de toda verdad, de todo bien y de toda belleza.

 

Pero es necesario agregar que, desde aquel centro interior, el Espíritu actúa con su poder para transformar el curso exterior de la creación y la historia. Su actuación es realmente universal, aunque habitualmente imperceptible, puesto que lleva su sello personal. Él construye misteriosamente el Reino de Dios en el tiempo y hace germinar en la sociedad semillas de justicia, amor y paz que se manifestarán plenamente cuando Cristo retorne glorioso. Así, el mismo que hace penetrante la fe y generoso el amor, es quien fortalece la esperanza.

 

El Espíritu orienta a la humanidad hacia su meta definitiva mientras la sostiene en su peregrinación histórica. Él es “la fuerza que viene de lo alto” (Lc 24,49) a robustecer la esperanza para dirigir el caminar de la Iglesia y del mundo. Esta virtud, por una parte, mantiene fija la mirada en la meta final que da sentido y valor a la vida y, por otra, ofrece motivos sólidos y profundos para transformar la realidad conforme al proyecto de Dios.

 

La fuerza del Espíritu renueva la esperanza en la venida definitiva del Reino y mueve a prepararlo día a día en lo íntimo del espíritu humano, en la vida de la comunidad cristiana y en el dinamismo de la convivencia social. Sólo el Espíritu de la esperanza ayuda a discernir los signos de los tiempos para promover los valores de una civilización del amor y una cultura de la vida. Así lo hace el Papa, al distinguir signos luminosos aún en momentos en que acechan sombras muy oscuras, como las que percibimos en nuestra sociedad.

 

“Es necesario además que se estimen y profundicen los signos de esperanza presentes en este último fin de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos: en el campo civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo…; en el campo eclesial, una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea” (TMA 46).

 

Sólo un hombre de esperanza, investido de la fuerza del Espíritu, puede construir una historia mejor. Sólo el Espíritu, que nos sobrepasa y nos penetra, puede fortalecer con su vigor las energías que creyentes y hombres de buena voluntad ponemos para convertir a nuestro país y a nuestro mundo en un hogar digno de ser vivido bajo el sol del nuevo milenio. Ese bien, futuro y difícil, que tanto anhelamos, se vuelve objeto de esperanza por la conjunción del trabajo del hombre que apuesta a lo posible y del poder de Dios que realiza lo imposible.

 

¿Cómo podía un antiguo y pequeño barco atravesar un mar tumultuoso y llegar al puerto deseado? “Con los remos y con las velas”, respondía un adagio. Para seguir navegando entre aguas turbulentas y arribar a buen puerto necesitamos, no sólo el esfuerzo de nuestros brazos que mueven los remos, sino también la fuerza del Viento del Espíritu que empuja las velas. En tiempos de descreimiento, incertidumbre y frialdad resulta muy oportuno dedicar un año para conocer e implorar al Espíritu que sostiene la fe, la esperanza y el amor.

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