Propongo
imaginar que vivimos insertos en un largometraje dentro del cual nos toca actuar
alrededor de dieciséis horas por día. Los actores somos todos y cada uno de
nosotros, ciudadanos: la escena que nos reúne es la ciudad que habitamos y esa
actuación nos ocupa toda la vida. Y dentro de ese ámbito debemos desarrollar esa
obra de arte que es o que al menos debe tender a ser la vida. Es verdad que la
trama cotidiana aparece inextricable, porque se desarrolla en ubicuidad
simultánea con el concurso de los millones de protagonistas que se mueven,
gesticulan y recitan sus parlamentos dentro de un escenario global con infinitos
espacios y recintos, panales de la humanidad, obligadas moradas del cuerpo y del
espíritu. Muchas veces los actores comprenden y respetan las coordenadas de esos
recintos que comparten (con lo cual el diálogo se vuelve legible y gratificante
para ellos y para el público en general), otras veces actúan sin ninguna
relación con lo que los rodea (con lo que su actuación deviene en autismo
urbano), otras veces, en fin, la emprenden contra los bastidores y atentan
contra la posibilidad de seguir una representación medianamente entendible y
armoniosa.
Las causas
de esta diversidad de conducta en relación con la ciudad son, por cierto, de
variada naturaleza y complejidad. Me interesa ocuparme aquí de un factor que
creo básico, incluso obvio, pero también fundamental. Me refiero a la ceguera
urbana, al no saber qué y cómo mirar, y, por ende, qué y porqué apreciar. En
especial pareciera que nuestros ámbitos públicos, aquellos que ambientan las
acciones cotidianas, son apenas los telones rutinarios que enmarcan un
travelling individual o colectivo sin mayor sentido, cuando no cotos de
caza del ocupante más rápido o más audaz. Podríamos tomar infinidad de ejemplos
que nos hablan del maltrato ejercido contra la ciudad, maltrato infligido a
veces con saña o desmedido afán de lucro, pero más frecuentemente por la más
simple y absoluta insensibilidad visual. Porque, ciegos por ignorancia, el
concepto de contemplación como sucede con el de belleza nos es ajeno,
desconocido o anacrónico.
Basta mirar
hacia abajo, hacia los pies de la ciudad, para darse cuenta de ese maltrato
indolente. En las sociedades urbanas mal educadas en general, y en las que no
saben mirar en particular, el resultado es calamitoso: acumulación de basura,
pavimentos rotos, papeles al viento, naturaleza en extinción. El espacio de
todos es allí el espacio de nadie. En ámbitos de sociedades educadas, en cambio,
el mirar hacia abajo nos descubre aquí y allá la calidad de un piso dibujado, de
una alfombra de hojas de otoño que se respeta y se goza por unos días, bordes
bien perfilados, canteros floridos, reflejos de aguas limpias. El espacio de
todos es allí un verdadero espacio urbano, un ejercicio colectivo de urbanidad.
Es posible
redargüir que en las sociedades con muchos siglos de historia a cuestas se
aprecian como pintorescas formas irregulares, heterogéneas e incluso
mutiladas por el paso del tiempo y las humedades, tales como las floraciones
multicolores de los zócalos de Salvador de Bahía o Venecia, las fisuras de
tantas esquinas romanas, las derretidas tapias de adobe del altiplano. Pero
éstos son casos extremos del deterioro secular, que sólo el agregado de nuestro
propio discurso turístico o cultural puede hacer gratificantes. Es en ese
sentido, por ejemplo, que Leonardo recomendaba a Botticelli inspirarse en las
manchas de humedad de las paredes de Florencia para imaginar batallas y nubes de
cielos memorables (a propósito recuerdo ahora una de ellas, notable por lo gris
y arrebolada, que se despliega en el muro del primer patio del Museo de Bellas
Artes de Tilcara). Pero en nuestros entornos habituales nos toca promover
todavía la correcta alineación de postes y cables, el buen estado y la calidad
de las señalizaciones, la eliminación de elementos superfluos, la adecuación de
revoques y pinturas, el cuidado de las especies vegetales y la conservación del
patrimonio arquitectónico. Estos escalones elementales de la contemplación
urbana nos enseñan que tanto la limpieza como el orden esa limpieza y orden que
tanto nos preocupa mantener dentro de nuestras casas son coordenadas
iniciales del camino a la belleza.
Un estadio
más avanzado en el logro de esa belleza está dado por la necesaria
parquedad del paisaje, o sea en la prudencia y moderación económica en
el uso de las cosas, según describe el diccionario.
La ciudad
posmoderna soporta entre nosotros, por ejemplo, una acumulación desmesurada de
elementos presuntamente informativos. No hay regulación que controle eficazmente
la cantidad y calidad de las invasiones particulares sobre el espacio de todos.
Y los obstáculos se van sumando, unos sobre otros: quioscos, vehículos y
carteles sobre las veredas, cables, marquesinas y pasacalles sobre el espacio
aéreo… Baldomero o Alfonsina nostalgiosos que cantaron el anonimato de tantos
balcones grises y vacíos, hoy deplorarían las huecas estridencias de setenta
carteles y ninguna flor. Los extremos se tocan: ominoso silencio de entonces,
insípida vocinglería actual. En plena época de zapping y videoclip
imaginamos ingenuamente que más es más, sin importar el maltrato que la
heterogeneidad tipográfica, la mala calidad del soporte, las geometrías
caprichosas y la redundancia de los mensajes imponen a la escena urbana. Ciudad
de vendedores callejeros olvidados de sus pregones, entregados al grito.
Tomo un
caso de específico deterioro del paisaje por causa de la publicidad: la estación
Punta Chica, del Tren del Bajo. Es apenas uno y no el peor. En abril de 1995, a
poco de ser inaugurado el emprendimiento, anotaba: ¿Qué pasará con la
estación…? En el momento de escribir estas líneas el resultado es francamente
positivo: es el principio del otoño, la vieja estación está recién remozada, los
solados lucen nuevos, el equipamiento sereno, el gran palo borracho florecido
como un fuego artificial. La limpieza y el orden (los dos primeros estadios de
la belleza) han puesto en valor el paisaje que existía, pero que estaba oculto y
con deterioros. Un fragmento urbano memorable, digno de ser contemplado… Y
tracé un croquis rápido, el mismo que se reproduce acá para documentar ese
momento inicial de espacio feliz, como lo caracterizaría Bachelard. Y
agregaba: Será bueno compararlo con lo que suceda dentro de un año. ¿Ganará la
buena educación urbana y se sabrá mantener el discreto encanto del lugar? ¿O la
intrusión de carteles, luces y elementos heterogéneos e incontrolados hará de
este lugar un no lugar de ésos que merecen atravesarse con los ojos cerrados,
ignorándolos? 1.
Hoy, a tres
años de aquel registro, entrego a CRITERIO su penosa actualización. La
reproducción en blanco y negro ahorra al menos el aturdimiento de los colores de
la publicidad, siempre más duros y estridentes que los de la naturaleza. Pero la
cruda realidad del edificio empaquetado con tela de mediasombra y no por
tratarse de una envoltura temporaria del artista plástico Christo sino por su
estado de deterioro y la proliferación anárquica de indicadores y carteles
casi 40 en menos de doscientos metros de paisaje verde, cuando no de
pasacalles que promocionan cursos, institutos de enseñanza y enamoramientos
particulares, han obliterado, de hecho, la armonía inicial de ese lugar
especial. Es cierto, la esfera oficial y la privada han concurrido a proveernos
información y commodities. Ahora sabemos allí la ubicación del minigolf y
los clubes de la zona, se nos dice qué hora es (mientras el reloj funcione),
dónde se prohíbe girar o estacionar y cuáles son las mejores empresas
telefónicas y productos de plaza. Incluso se habilitó una espera para colectivos
(que no me consta que existan) con más paneles publicitarios que resguardo para
el clima. Creció un nuevo paisaje que está en vías de convertirse en un corredor
más de la ciudad informática; lo que desapareció es el genius locii
particular, el acento que enfatizaba y daba sentido especial a ese recinto
urbano, a esa palabra.
Palabra urbana, percepción literaria
del paisaje. Viene a mi memoria un párrafo de Paul Valéry: La mayoría es ciega
en este universo del lenguaje; sorda para las palabras que recibe.
Sus palabras no son más que expedientes, y la expresión es para ellos
sólo el camino más corto: un mínimo que define el uso puramente práctico del
lenguaje… pero la Poesía exige imperiosamente que no haya alma
sin cuerpo, ni sentido ni idea que no sea el acto de alguna figura
notable, construida con timbres, duraciones e intensidades
2. Si
reemplazamos lenguaje por paisaje urbano, figura por escena, palabras
por formas y timbres, duraciones e intensidades por colores, ritmos y
espacios intensos tendremos la clave de los estadios superiores de lo que
podría ser de lo que debiera ser la escena urbana. Y entonces, casi sin
querer, toda la ciudad se transformaría en Poesía.
Para llegar
a eso queda un largo camino por recorrer, nadie lo duda. Pero en la tarea de
querer ser verdaderamente ciudadanos de nuestro tiempo no se nos excusa
de abrir la senda y empezar a transitarla. Tarea que implica previamente
aprender a mirar con ojos nuevos nuestro escenario de todos los días. Una
actitud de ánimo más que un recetario. Inquietar el ojo ese infinito que vive
en nosotros, según dijo Tahar Ben Jalloum para no caminar ciegos, para
escudriñar como hace un buscador de tesoros para descubrir trozos valiosos y
salvar retazos de tejido sano. Mirar con ganas de retener lo que merece ser
retenido y descartar o modificar lo que no lo merece, de crear lo que falta o
eliminar lo que sobra. Actitud imprescindible del ciudadano inquieto por
determinar el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios
defendidos contra fuerzas adversas, de los espacios amados 3, eso que
Bachelard llama apropiadamente topofilia. Sólo de esa manera, y a través de
esa actitud de reconocimiento, se podrá ir transformando poco a poco la ciudad
estridente e inhóspita, sentida como ajena, en un texto gratificante, en
una escena urbana inteligible y quizás poética, en todo caso definitivamente
nuestra.
1.
A. Bellucci, Rev. Forum n.13, UdeSA, mayo 1995.
2.
P. Valery, Poética del espíritu.
3.
G.
Bachelard, La poétique de lespace. Presses Univ. de France, Paris
1957.