El título es un tanto alegórico, pero la película no es pretenciosa. Su autor, el debutante Fernando Díaz, tampoco pretende figurar como gran artista, ni renovador del cine argentino, ni nada de eso. Él simplemente cuenta, de modo sencillo y honesto, una historia sencilla, pero tocante, que hace crecer una emoción genuina en el alma de sus espectadores. Ese es su mérito, nada fácil, y es la razón de tantos premios, empezando por el premio del público en el último festival marplatense, donde también ganó el oficial de mejor película iberoamericana (quizás algo exagerado), y, es bueno decirlo, el gran premio de la OCIC, Oficina Católica Internacional del Cine. Luego seguirían el premio a la mejor opera prima en el Festival de Chicago, y otros estímulos.

 

Díaz se había hecho conocer años atrás, con un agradable cortometraje, Rubén el murciélago, igualmente sencillo y simpático, sobre un físicoculturista de barrio, que vive haciendo fierros, juntando calorías y proteínas, y leyendo historietas de Batman. En su bicicletita de reparto, él se siente un superhéroe, con traje y todo, como si fuera en batimóvil. Los torneos deportivos, ay, lo desilusionan. Pero de regreso su pareja le dice que está embarazada y él parece descubrirla y la ve como si fuera Batichica, fascinado. Eso es todo, y es hermoso.

 

Así también son los personajes de Plaza de almas. Creíbles, entrañablemente humanos, viven más allá de la historia que los reúne. Es más, se los puede reconocer por la calle, son de barrio, lo más cercano al barrio que nuestro cine haya podido darnos en mucho tiempo, sin artificios ni falsedades escénicas. Y no son tránsfugas, ni perdedores, aunque por ahí pierdan o se desilusionen. Más bien son resistentes, a las malas rachas, al mal humor, a los amores mal elegidos… “Vamos a ver qué pasa”, es la frase del aguante.

 

El principal aguantador es un flaquito, artista callejero, malquistado con una parte de su familia, tensado por la vida en pareja con una chica, aspirante a artista, disgustada consigo misma y con todo lo que la rodea. Detrás hay una historia de violencia familiar, que él ignora, y una forma de vida que ella desestima. Es el conflicto de la gente que pretende algo más de lo que puede lograr, sin conformarse con lo que otros bienintencionados le aprecian o le ofrecen. Y el conflicto de quienes tienen una imagen equivocada de los suyos, porque nadie se molestó o se animó a decirles la verdad, sin pensar que eso les impedía crecer.

 

Esa verdad puede aparecer en cualquier momento, hasta por televisión, y esas pretensiones pueden golpearse contra la pared, o disolverse en algo mejor, también en cualquier momento. Entonces, las cosas cambian para bien, aunque haya que seguir con el aguante. También aquí, eso es todo, y deja el alma emocionada.

 

Cine simple, pero no simplón. Popular, sin populismo. Cine de sentimientos, pero nunca sensiblero. Díaz interesa siempre a través de sus personajes, de lo que éstos sienten, sueñan, y hacen. Y asimismo trasciende mediante una charla en plano fijo con fundidos, o una cámara en mano usada sólo cuando se debe, o un plano secuencia intolerablemente bueno y angustioso (es la escena en que el joven está esperando el resultado de un aborto a su novia, hecho casi en tiempo real), o algo aún mejor, una inesperada relectura del Hamlet, que se convierte en uno de los momentos más originales y sentidos de la obra, a la que sirve de resumen. Aunque, para emocionar, también le basta con un viejo que se larga a tocar el bandoneón, porque no hay otra. Lo ayudan otro debutante, el actor Alejandro Gancé, bien en papel, Vera Fogwill, muy calificada, y, en particular, Olga Zubarry y Norman Briski, habitualmente buenos y aquí muy buenos. También lo respaldan otros artistas, de diversa índole, y sus compañeros de la Universidad del Cine, en el equipo técnico. En suma, una película realmente auspiciosa para nuestro cine. Vale la pena verla.

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