El pensador francés Jean-François Lyotard (1924-1998) recientemente fallecido en París no tuvo quizá un sentido profético o anticipador, pero supo establecer con su obra una suerte de pensamiento testimonial de nuestra época: poner de relieve algunos aspectos que señalan un cambio de perspectivas en los modos de vivir, de pensar y de valorar.

 

Nació en Versalles en 1924, se licenció en filosofía en 1950 y se doctoró en letras veinte años después, en 1971. Mientras tanto, desarrolló una larga carrera docente. Primero en colegios secundarios y luego en las universidades de París I, París VIII y Nanterre. También fue profesor invitado en las universidades de Berkeley, San Diego, John Hopkins y Wisconsin. Fue nombrado profesor emérito en París VIII e Irvine en los EE.UU. Entre 1984 y 1986 fue presidente del Colegio Internacional de Filosofía.

 

Sin embargo, estos títulos y honores no son los que, finalmente, cimentaron su fama. En realidad ésta se debe a sus libros, hoy casi todos editados en castellano, que difundieron su pensamiento y lograron convertirlo en uno de los más influyentes en el mundo actual. Esos libros abarcan una vastedad de temas que pasan por la economía y la política, la reflexión filosófica, el derecho y el arte. Es precisamente en este aspecto donde parece manifestarse mejor la definición que hace Hans-Georg Gadamer acerca de la filosofía contemporánea, al hallarla frente a dos alternativas: constituirse en el discurso tautológico de sí misma, haciendo una permanente historia de la filosofía o discurriendo por los márgenes de las ciencias sociales y el arte. Lyotard ha seguido, sin duda, por el segundo camino, elaborando a través de él un pensamiento que mantuviera atenta la mirada sobre los signos de la realidad actual y las propias experiencias existenciales.

 

El arte ocupa un lugar importante en su obra, entendiendo que su comprensión representa una tarea fundamental para el pensamiento. En ese sentido, Lyotard seguía a Kant reconociendo una naturaleza filosófica en la experiencia del arte y de lo bello. No en vano está su deuda con el pensamiento kantiano que se puso de manifiesto repetidamente, en particular en su libro de 1993, Analítica de lo sublime donde sigue al maestro de Königsberg paso a paso por su tercera crítica o Crítica del juicio (1970) y la experiencia de la sublimidad, o sentimiento de lo sublime.

 

De joven, cuando promediaban los años 40, Lyotard se sintió atraído por el sacerdocio y llegó a entrar, por breve tiempo, en un convento de padres dominicos. En la década siguiente lo encontramos formando parte de grupos políticos identificados con una izquierda crítica heterodoxa. Escribe por entonces –y lo hará hasta 1966– en Socialismo y barbarie y en el diario Poder Obrero. Su primer libro La fenomenología (1954) es de esa época y aparece en la colección Que sais-je? que editaba Presses Universitaires de France. Si bien se trata de un trabajo de divulgación, no deja de establecer algunos criterios valorativos acerca de los aportes de la fenomenología al pensamiento de este siglo.

 

En los años setenta se produce en él una gran evolución que lo lleva a abandonar la militancia socialista y a adoptar posiciones críticas frente a Marx y a Freud. Al mismo tiempo, a lo largo de los libros de ese período, aparece como tema dominante el deseo como carga energética y búsqueda de lo imposible. Lyotard ve en las obras pictóricas un campo determinante para la posición del deseo. Por eso, para él, en la situación estética la líbido es liberada y restituida bajo la forma de energía libre al inconsciente, lo que da lugar a la producción de imágenes. De tal modo, la obra de arte sería el lugar de las operaciones libidinales, pero el deseo ya no se manifiesta dentro de una organización simbólica. La imagen no se organiza por representaciones ni por significaciones, sino por cantidades de energía de origen pulsional. Por eso para Lyotard la obra de arte no representa ni significa; simplemente es.

 

En ese sentido, la obra de arte ofrecería la desrealización de la realidad, y se constituiría en generadora de sentidos nuevos. En 1985 Lyotard organizó en el Centro Pompidou de París una muestra titulada Les inmateriaux (Los inmateriales) a través de la cual buscaba poner en evidencia esos criterios acerca de la obra artística. En sus textos, «Freud según Cézanne» en Los dispositivos libidinales (1973), «La pintura como dispositivo libidinal» en Economía libidinal (1974), o en Les transformateurs, Duchamp (1977) pone de manifiesto su concepto del artista como transformador de la materia y productor de energía.

 

Sin duda fue un escrito de circunstancias de 1979, encargado por una institución del Canadá y editado como libro bajo el título de La condición postmoderna, el que produjo verdadero revuelo en los medios intelectuales. Trata la situación del saber en las sociedades más desarrolladas y afirma que el saber ha perdido narratividad y se ha vuelto fragmentario. La verdad ya no tiene que ver con la pretensión ontológica sino con su función y eficacia. Estaríamos ante una nueva legitimación por la rentabilidad y el poder.

 

El saber pasa, entonces, por una relación que se entabla entre riqueza, eficiencia y poder. En síntesis, un criterio performativo del saber. Lyotard hace suyo un concepto de Niklas Luhmann, “la normatividad de las leyes ha sido reemplazada por la performatividad de los procedimientos”.

 

En consecuencia, todo sistema queda legitimado por la optimización de sus actuaciones. Vale decir, una legitimación por el hecho y por el poder que hace que no se ocupe de los contenidos, sino de los usos (por ejemplo, la informática). Esto lleva consigo la pérdida de saberes unificantes. En ese sentido, Lyotard establece algunos correlatos. Así, la hipótesis de que “el saber cambia de estatuto al tiempo que las sociedades entran en la edad llamada post-industrial y las culturas en la edad postmoderna”.

 

A su vez, observa que las ciencias ya no están legitimadas por el discurso de los grandes relatos totalizadores. Estos han perdido credibilidad (por ejemplo el marxismo) y se han disgregado fragmentándose. En este ocaso de las doctrinas universalistas caen los discursos del progreso, del marxismo, de la abundancia consumista, del saber, del psicoanálisis. Estamos ante un pensamiento en dispersión, en donde las ciencias y las técnicas de punta se apoyan en los lenguajes (la comunicación y la cibernética, las álgebras modernas y la informática, los ordenadores, la telemática y los bancos de datos).

 

Otro planteo de interés es el que Lyotard efectúa acerca de los distintos juegos de lenguaje como constitutivos de la realidad. Estaríamos ante la existencia de una pluralidad de lenguajes heteromorfos, que no se integran ni se derivan en un juego superior o unificante. Son juegos independientes en los que cada uno tiene sus propias reglas dictadas por los mismos participantes, que actúan en escenarios diferentes. Dentro de una gran multiplicación y diseminación.

 

Así como la crisis de las grandes narraciones totalizadoras lleva consigo la pérdida del nosotros (moderno), la proliferación de los distintos juegos de lenguaje que se multiplican pone de manifiesto el en sí mismo (postmoderno). El lazo social estaría constituido por “juegos de lenguaje” con acuerdos convenidos.

 

Para Lyotard ”el origen de la filosofía está en la pérdida de unidad, en la muerte del sentido”. Coincide así con Husserl cuando decía que el filósofo es “un eterno principiante”. “Cada vez partimos de cero –afirma Lyotard– porque cada vez hemos perdido el objeto de nuestro deseo”. Por eso la filosofía es el campo de precariedad y la revisión permanentes.

 

La alternativa del disenso, la diversidad y las manifestaciones de las diferencias producen un auténtico disfrute de todos los sentidos de la vida. En suma, dice Lyotard, “la moralidad de las moralidades sería el placer estético”. La estetización generalizada aparece como una alternativa válida ante la ausencia de ideales unificantes.

 

En varios de sus libros, Lyotard desarrolla y amplía su visión del arte y el papel que le asigna en un proceso de recuperación del sentido, teniendo en cuenta que mientras las ciencias y la filosofía tratan de lo universal, el arte es una creación particular e individual. Así en La constitution du temps par la couleur (1980), La partie de peinture (1980), L´Assassinat de l´expérience par la peinture (1984), y en capítulos de diferentes libros que recopilan artículos, conferencias y cursos como: “Lo inhumano” (1988), “Peregrinaciones” (1990) y “Moralidades post-modernas” (1993).

 

La problemática modernidad-postmodernidad ha tenido en Lyotard a uno de sus pensadores más lúcidos y abarcativos. No sólo registró los aspectos más determinantes de ese proceso histórico desde una perspectiva conceptual, sino que lo hizo asumiendo una posición crítica tras la cual se deja ver una nostalgia apesadumbrada por la pérdida de un mundo fundado en valores. Sus antiguas creencias religiosas, su vieja militancia ideológica y política de los años sesenta, sus desencantos que le hicieron abandonar la orilla hasta entonces segura del marxismo y del freudismo nunca dejaron de estar ausentes del todo, formado parte irreemplazable de los pliegues de su pensamiento. No tengo dudas de que Lyotard mantenía una profunda repulsa por este mundo sin dioses ni horizontes enaltecedores. Muchos vieron en esto una suerte de pesimismo. Habría que considerar, más bien, una forma de nostalgia por lo no ocurrido y melancolía por lo que no ocurrirá.

 

 

  


Nota: Los libros se han titulado en castellano con la fecha entre paréntesis de la primera edición en francés cuando existen traducciones a nuestro idioma y en francés con su fecha de edición original cuando no están traducidos.

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