Juan Pablo II propuso a toda la Iglesia una celebración trinitaria del final de milenio. El Jubileo del año 2000 ha de centrarse en la glorificación de la Santísima Trinidad, estando precedido por un triduo de años consagrado a las tres personas divinas en particular: a Jesucristo, al Espíritu Santo –el presente– y 1999 al Padre. Esta impronta trinitaria del Jubileo halla precedentes en el magisterio del actual Papa, puesto que sus primeras encíclicas ofrecieron por tema a las tres personas: Redemptor hominis, Dives in misericordia y Dominum et vivificantem. Sin embargo, es preciso recordar que este pensamiento no es casual, sino que se ha nutrido de un fecundo renacimiento trinitario que ha conocido este tiempo.

 

Nuestro siglo comenzó con una etapa de silencio en este tema. Era tal la situación a principios de los años sesenta que el teólogo Karl Rahner advertía que, si por un absurdo, Dios no fuera trinitario, no habría que cambiar casi nada de los manuales dogmáticos y de los libros de espiritualidad del momento 1. El panorama ha variado desde entonces, pudiéndose hablar de una verdadera renovación de la visión trinitaria. Proponemos algunos de los cauces por los que ésta se mueve.

 

La Trinidad en la historia

 

Después del Concilio de Nicea hubo más de mil años en los que se puso el acento en la intimidad de Dios, tal como es en sí mismo. Esto llevó a una focalización sobre la así llamada «Trinidad inmanente» (en sí misma), con olvido de la «Trinidad económica» (en la historia de salvación). De allí el éxito del axioma propuesto por el ya citado Rahner: «La Trinidad económica es la Trinidad inmanente, y viceversa». Más allá de algunas necesarias matizaciones, esta frase marcó un punto de inflexión y una nueva preocupación por el misterio de Dios en la historia y no solamente en su vida intratrinitaria.

 

Trinidad y misterio pascual

 

La teología trinitaria del siglo XX –retomando a los Padres y la teología de cruz luterana– volvió a conectar el misterio pascual con la Trinidad. La revelación trinitaria, se recordó, tiene su vértice en el grito de abandono de Jesús en la cruz. En el clamor «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (cfr. Mc 15,34) se halla la palabra más profunda que Dios haya dicho jamás de sí mismo. Este grito de abandono empuja a los creyentes hacia la vastedad infinita de las relaciones intratrinitarias, en las que hay que entender que algo sucede entre el Hijo y el Padre, si es que se quiere tomar en serio este momento y no aguarlo con interpretaciones reductivas.

 

Sintéticamente describe B. Sesbouè esta situación: «La Trinidad no es ya ante todo el lugar de una metafísica especulativa que intenta conciliar el número y la unidad. Es el objeto de una profunda contemplación del misterio pascual» 2.

 

Hacia una nueva cosmovisión trinitaria

 

En el medioevo occidental, las cosas se concebían a partir de la realidad fontal de la Trinidad. La Modernidad quebró esta mirada. En una crítica simultánea del Dios trinitario 3 y de Dios en general, terminó depositando su confianza cognoscitiva en sí mismo (Descartes), en un «sujeto trascendental» (Kant), en los fenómenos (neokantismos, positivismos), etc. Dios –y el Dios trinitario en particular– dejó de ser algo evidente; ahora había que probar su existencia. Se entiende, entonces, que la actual teología trinitaria hable de una proyección del misterio de Dios hacia el mundo: hace falta «bajar» la realidad trinitaria hacia lo visible y humano, puesto que ya no es clara su presencia. «Proyectar» quiere decir precisamente eso: echar algo delante, para que se lo considere. Hay varias propuestas en esa línea.

 

La Trinidad en el universo y en el hombre

 

Algunos, desde un ángulo filosófico, tratan de elaborar una ontología trinitaria 4. Su objetivo no es la localización de tríadas en las cosas, sino la búsqueda del ritmo ontotriádico de lo creado: la realidad ex-in-siste. Desde una flexión interior (in) brota objetivándose (ex) para sintetizarse en un último movimiento (sis). Esta estructura ontotriádica se da en la naturaleza, en el desarrollo evolutivo del individuo, en la historia de los pueblos, en las culturas, en la música como expresión humana, etc. A modo de ejemplo las grandes culturas del mundo pueden ser identificadas a partir de la acentuación de alguno de estos aspectos: la africana afirma festivamente la vida (el in), como un eco inmediato del fluir del ser desde su fuente originaria; la europea ha privilegiado el movimiento de objetivación (el ex), manifestado en su conocimiento científico y en su operatividad técnica; la asiática, el sis, producto del pasaje por un logos mediante un camino de meditación, con el objetivo de encontrar una interioridad sintética. En su conjunto el quehacer cultural de todos los pueblos reflejaría, como un inmenso y viviente vestigio, el misterio trinitario.

 

Otra línea de reflexión de carácter más teológico que la anterior postula también una ontología trinitaria, pero partiendo desde el corazón comunional de Dios –que es amor en su intimidad– desplegándose hacia las realidades naturales y humanas. La comprensión de la cruz como el centro de la revelación de Dios guía la mirada contemplativa y teológica hacia una realidad radical que no es puramente un misterio lógico, sino también y esencialmente un misterio de amor. Casi al final, el Nuevo Testamento afirma taxativamente que «Dios es amor» (1 Jn 4,8), como un último intento por definir la esencia divina. Esta conclusión, sin embargo, no es el producto de un razonamiento deductivo, sino el fruto de la contemplación del misterio pascual. El abandono de Jesús por el Padre y el envío del Espíritu Santo sobre él durante su resurrección, confieren al cristiano una visión totalmente nueva de Dios y, simultáneamente, de toda la realidad creada.

 

El Dios trino en una naturaleza amenazada

 

El milenio que concluye pone fin a un ciclo de la naturaleza del planeta tierra: éste ya nunca más será una naturaleza virgen. Su biosfera, que durante millones de años conoció únicamente la lenta transformación provocada por el proceso evolutivo, comenzó en la edad Moderna a ser modificada por la acción del hombre. Solamente el último siglo ha visto desaparecer más especies vegetales y animales que los nueve anteriores. De allí que el nivel de transformación –y en gran medida de destrucción– que nuestro planeta sufrirá en el tercer milenio no puede ser previsto.

Este es, además de un problema ecológico y humano, una cuestión teológica e, incluso, de teología trinitaria. Dos vetas de reflexión son propuestas en la actualidad:

 

En primer lugar, se está produciendo una reformulación de la cuestión del hombre como «señor» de la creación. Los pavorosos resultados ecológicos que la actividad humana comporta, han hecho notar que el señor de la naturaleza puede destruirla. En nuestra óptica, se puede expresar así: la imago trinitatis está capacitada para horadar y profanar el mundo entregado a él como decisión del Dios unitrino.

En segundo lugar, la crisis ecológica tiene efectos en la percepción trinitaria del mundo natural. Como señala N. Vaney, un teólogo originario de una región altamente sensible a la destrucción de la biodiversidad, tanto cada ser particular como las pluralidades o el todo de los seres creados manifiesta a Dios:

 

«La identidad específica de una roca particular o de una flor o de una persona humana es manifestativa de la Palabra divina. Y sus relaciones con un ecosistema particular y un cosmos interrelacionado manifiesta el lazo de amor que es el Espíritu Santo. La extraordinaria gama de creaturas refleja la inmensidad y el misterio de Dios».

 

Una consecuencia es evidente: la destrucción de la biodiversidad es una acción que destruye tipos de presencia del Dios Trino:

 

«En los ecosistemas de la tierra, los bosques vírgenes y las grandes ballenas son todas manifestaciones de Dios, por lo que su intención destructiva es no sólo un rechazo a la naturaleza sino también un pecado contra Dios …estamos destruyendo modos de presencia divina» 5.

 

No se trata de un fenómeno análogo al del proceso evolutivo, en el que especies enteras desaparecían pero el conjunto de la naturaleza iba haciéndose cada vez más complejo y perfeccionado. Aquí se trata de la destrucción de especies que no darán paso a otras –sino que terminarán con un filón evolutivo–, y de una degradación ambiental irreversible (mares empetrolados, selvas destruidas, etc.). Eso significa no sólo que no reaparecerán formas nuevas, sino que las sobrevivientes quedarán disminuidas numéricamente y desmejoradas cualitativamente. Habrá, por lo tanto, un oscurecimiento de la revelación natural de Dios por medio de su creación, así como un opacamiento de la misma percepción del cosmos para la mirada iluminada por la revelación histórica de la Trinidad. En síntesis, la destrucción de la naturaleza debilitará el acceso a Dios a los no creyentes y limitará la visión trinitaria de ella a los cristianos.

 

Bajo esta última óptica, es previsible que la gloria del Dios trinitario pierda buena parte de su reflejo «vestigial»: será menos huella del Padre, fuente de su ser; será también menos rastro de la hermosura y el orden que el Logos le imprimió en sus orígenes; final y lamentablemente, será menos reflejo del amor intratrinitario que el Espíritu santo personaliza 6.

 

Mundo humano y Trinidad

 

Hoy se percibe nuevamente la importancia de las experiencias humanas para hablar de Dios.

 

Algunos se preguntan cómo anunciar a Dios Padre en un mundo sin padres 7, o con padres que han desdibujado su identidad; o cómo mostrar los rasgos maternales de Dios 8 en un mundo sin madres, o con madres probetas o con madres des-feminizadas. Incluso hay quienes se interrogan por la predicación del rostro paternal de Dios a hombres que experimentan la vida como opresión y castigo y no como providencia 9, a causa de la situación de desgracia social, familiar o de salud.

Similares interrogantes nacen desde el ámbito del sentido y de la fraternidad. En una sociedad que pierde su orientación y que postula la heterogeneidad de signos y señales, convirtiendo el horizonte significativo cultural en un caos, es más «lógico» el absurdo que el sentido. El hombre es una pasión inútil, un lector perdido, un caminante desorientado. En este contexto –absurdizante y desorientador, representable por una biblioteca de Borges o de Eco–, no parece haber lugar para un sentido trascendente. Por otra parte, un siglo que ha defendido firmemente los derechos humanos ha mostrado, paralelamente, una violencia tan terriblemente eficaz que hace improbable que la palabra «hermano» pueda ser proferida sin cierta vacilación escéptica. Y, sin embargo, el cristianismo también le confiere entidad divina y nombre propio: Jesucristo.

 

Han hecho notar algunos pensadores que la palabra «espíritu» se ha tornado –como tantas otras– en equívoca o, en el peor de los casos, en un sonido hueco 10. Aunque las profecías sobre la espiritualidad de la posmodernidad suelan ser más optimistas, lo cierto es que ya nada será lo mismo respecto de esta expresión. La sensibilidad de la cultura del fin de milenio es heterogénea en este tema, puesto que junto a un materialismo práctico que tiñe la mentalidad común desde los medios de comunicación, sobreviven ambientes abiertos a lo transmaterial. De estos, algunos lo hacen bajo la sombra plurisecular de las grandes religiones; otros, en síntesis sincréticas; y, también, están los que defienden un acceso no religioso hacia el mundo espiritual. Como si la crisis ecológica fuera una analogía de nuestro tiempo, coexisten ambientes enrarecidos y tóxicos con otros aún puros.

Esta mínima fenomenología es útil para prever las dificultades de comunicación de una persona trinitaria que se define desde la dimensión espiritual. Como el viento no discrimina entre el smog y el oxígeno y avanza en cualquier geografía, así el Espíritu Santo silba en esta pluralidad de espiritualidades y antiespiritualidades.

 

Hubo dos momentos en la historia en los que se debatió la cuestión de la posibilidad de representación de la Trinidad: durante el conflicto de los iconoclastas en Oriente y con una intervención del papa Benedicto XIV en Occidente. Aunque de manera despareja, ambos episodios pusieron el acento sobre dos problemáticas interrelacionadas, una teológica y otra estética: la posibilidad de representar al Dios trinitario y cómo se lo deba hacer.

 

El conflicto iconoclasta terminó con una victoria de la iconografía: si la Imagen (Eicon) eterna de Dios se hizo carne, entonces es posible pintarlo o diseñarlo 11. El Concilio de Nicea II selló las bases de una teología estética de la Trinidad y legitimó los iconos orientales que aún hoy nos resultan insuperables. El más famoso de ellos, el de Rublev, no deja de asombrarnos por su equilibrio teológico y su calidad artística 12. En nuestro siglo ha habido una recuperación del tema, tanto por medio de la teología oriental como de la occidental, más comprensiva de la rica iconografía de las iglesias de Oriente.

 

La versión occidental de esta cuestión fue de menor envergadura que la oriental; sin embargo, no deja de tener su valor. Una representación del Espíritu Santo como un hombre joven en el sur de Alemania motivó una bula papal en la que se presentaron algunos criterios iconográficos importantes. Un estudio reciente ha tratado de rescatar del olvido esta discusión, con la intención de generar una nueva reflexión sobre la iconografía e iconología trinitaria 13.

 

Precisamente, un tema clave para el debate entre teólogos y artistas sería el siguiente: ¿cómo representar hoy la Trinidad? ¿Cuáles son los criterios estéticos y teológicos que configuran una iconología trinitaria profunda y válida para nuestro tiempo y, sobre todo, para el tercer milenio en el que la imagen tomará un lugar absolutamente inédito en la historia?

 

Tiempo de cercanía

 

El conocimiento «sin espejos» (cfr. I Cor 13,12) llegará al final de nuestras vidas y nuestra historia. Entonces, lo veremos «tal cual es». Mientras tanto, los cristianos avanzamos tanteando y tratando de escuchar «la voz de Dios que afina en cualquier lugar» (Horacio Ferrer). Todo lo existente, visto in Deum, refiere su presencia. Nuestra época es sensible a determinados rasgos del Dios tripersonal, algunos de ellos novedosos. Y este dramático cruce de milenios en el que estamos sumergidos ofrece una maravillosa posibilidad de experimentar la extraordinaria riqueza del Dios dado a conocer en Jesucristo.

 

 

 


1. Cfr. «El Dios Trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación», Mysterium Salutis, t. II, Madrid (2da.) 1977, pp. 269 ss.

2. «Dios Padre de la reflexión actual», en AA.VV.: Dios es Padre, Salamanca 1991, p. 226.

3. Los socinianos escribieron una Bibliotheca antitrinitariorum y estarían en el origen de la idea deísta del Iluminismo (cfr. E. Schadel (ed.), Bibliotheca Trinitariorum. Internationale Bibliographie trinitarischer Literatur, München – New York – London – Paris 1984/1988).

4. Es el caso de la escuela Ontotriádica de Bamberg (cfr. AA.VV., Sein-Erkennen-Handeln. Interkulturelle, ontologische und ethische Perspektiven, Frankfurt – Berlin – Bern – New York-Paris – Wien, 1994).

5. N. Vaney, «Biodiversity and Beauty», Pacifica 8 (1995).

6. Sobre este tema, cfr. G.M. Salvati, «Dimensione trinitaria della creazione», en R. Gerardi (a cura di), La creazione. Dio, il cosmo, l´uomo, Roma 1990, 65-91.

7. H. Alessandri, «Dios Padre en un mundo sin padres», Communio (chilena) 20 (1989) 62-78.

8. La expresión en L. Boff, El rostro materno de Dios, Bs. As. 1985.

9. Cfr. G. Gutiérrez, «Presentación de la tesis», en La verdad los hará libres. Confrontaciones, Inst. Bartolomé de las Casas, Lima 1986, 17s.

10. Cfr. W. Kasper, «Der Geist macht lebendig. Theologische Meditation über den Heiligen Geist«, en Antwort des Glaubens 26, Freiburg, 1982.

11. Cfr. C. Schönborn, L´lcône du Crist. Fondements théologiques élaborés entre le ler et le lle Concile de Nicée (325-787), Fribourg 1976.

12. Sobre este icono en particular, cfr. P.N. Evdokimov, Teologia della Bellezza. L´arte dell´icona, Roma (1984), 233ss.

13. F. Boespflug, Dieu dans l´art. Sollicitudini Nostrae de Benoit XIV (1745) et l´affaire Crescence de Kaufbeuren, Du Cerf, París 1984.

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