La primera encíclica de Benedicto XVI, publicada el mes pasado, ya desde el título expresa el mensaje que quiere trasmitir: Dios es amor. Un mensaje al mismo tiempo simple y dramático. Simple porque apunta directamente al corazón de la revelación del Dios bíblico, que es amor y nunca se cansa de amar, y que a su vez nos hace capaces de amar. Dramático porque en todos nosotros existe una necesidad de amar y ser amados que enfrenta resistencias, miedos y falsificaciones del amor que pueblan la escena del mundo, además del espectáculo de odio y de violencia que parece dominar tanto la historia presente como la pasada. Radica en el anuncio de este imposible-posible amor la fuerza de la encíclica. Un amor imposible según la medida de nuestras capacidades, demasiado probadas por el dolor y por el mal. Y sin embargo, un amor posible porque ha sido donado desde lo alto y hecho realidad por un Dios que por amor se acercó al corazón de cada hombre. Frente a esta buena noticia contra la soledad y el mal, nos preguntamos: ¿por qué esta vuelta a lo esencial? y ¿de qué manera este texto manifiesta el espíritu y el programa del actual pontificado?
Las razones de concentrarse en el amor me parece que responden a dos urgencias del tiempo que vivimos. La primera alude a un tema interno de la Iglesia. Joseph Ratzinger nunca escondió su dolor frente al anti-testimonio de muchos cristianos. Lo que él mismo no dudó en definir como la suciedad que hay en la Iglesia. De esta herida no podemos liberarnos con un trivial borrón y cuenta nueva o, peor aún, cerrando los ojos. La renovación de la vida eclesial escribía el joven profesor, hoy Papa no consiste en una cantidad de ejercicios y de instituciones exteriores, sino en el pertenecer única y enteramente a la fraternidad de Jesucristo
Renovación es simplificación, pero no en el sentido de reducción o disminución, sino en el sentido de devenir simples, de encaminarse hacia esa simplicidad verdadera que constituye el misterio de todo lo que vive
y que es en el fondo un eco de la simplicidad del Dios uno (J. Ratzinger, Il nuovo popolo di Dio, Brescia, 1971). La auténtica reforma pasa a través del camino del amor. Inspirado por el primado de la caridad y las necesidades pastorales reales, quien quiera trabajar por la renovación eclesial, a partir de la profundidad de la conversión y de la renovación del corazón enamorado de Dios, actuará sin intolerancias, con la paciencia que respeta también los caminos más lentos, en la docilidad y en la obediencia del Espíritu, dispuesto a vivir el éxodo de sí sin retorno. En esto consiste el movimiento del amor. Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (n.1 de la encíclica).
La segunda razón de la elección del tema está relacionada también con el tiempo que nos toca vivir: En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste (el del amor) es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto (n.1). Constituye un ofrecimiento de sentido para ayudarnos a salir del vacío producido por el fin de las ideologías: El marxismo había presentado la revolución mundial y su preparación como la panacea para los problemas sociales
Este sueño se ha desvanecido (n.27). Es el desafío de hacer una propuesta reconociendo en la caridad el fundamento de las relaciones económicas y sociales, en sinergia con todos los que se preocupan por el bien común: En la difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines: estas orientaciones
se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo (n. 27). Y el reclamo de una caridad política que sólo puede dar la medida del verdadero gobierno: Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones (n.28).
La simplicidad del mensaje nada le quita a la fuerza que trasmite: se trata además de la fuerza de este Papa, que en su primera encíclica se presenta con absoluta transparencia, tal como es. Quien habla es un finísimo hombre de cultura, uno de los mayores teólogos del siglo XX. Se lo percibe en algunas citas, como la de Nietzsche, según el cual el cristianismo habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? (n.3). Al gran pensador, que se definió profeta del nihilismo, el Papa teólogo le responde que el amor cristiano no es rechazar el eros ni envenenarlo, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza (n.5). En la precisa distinción que la encíclica establece entre eros y agape, entre amor pasional y amor de oblación, se advierte el eco de aquel debate del pasado siglo XX a raíz de las investigaciones de Anders Nygren (autor de una obra clásica titulada Eros y agape). Pero la palabra que más se repite en la encíclica es la del Pastor: El programa del cristiano resume el Papa, el programa de Jesús es un corazón que ve. Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia (n.31). Este Pastor, que tiene la experiencia de Dios-amor, es creíble cuando habla a los demás: Ciertamente, el amor es éxtasis, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios (n. 6). Se trata del amor de quien sabe que debe dar la vida: La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona (n.34). Se trata de la palabra de quien abreva en la confiada oración y puede decir a todos: El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica (n. 39). ¿Quién de nosotros podría considerarse no necesitado de esta propuesta, de esta invitación?
El texto cedido por el autor fue publicado en el diario italiano Il Sole24ore.