Fundadora de la novela moderna, El Quijote es hija de la visión de Miguel de Cervantes, el soldado que en Lepanto, mientras don Juan de Austria enfrentaba a la Media Luna, “hacía ofrenda de su mano izquierda para que fuera mayor la gloria de su mano derecha”. Escritores de diversas épocas y culturas han comentado sus aventuras, le han inventado nuevas, lo han visto cabalgar por nuestro tiempo con su sinrazón a cuestas dando razones al mundo, lo que puede resultar paradójico en un héroe que ha perdido la razón 1.

 

¿Por qué la vigencia del Quijote, después de cuatro siglos, cuando muchísimas obras no han podido vencer el paso del tiempo? La respuesta no se encuentra sólo en la conmemoración del IVº Centenario de su publicación.

 

Hombre sin más

 

El Quijote ofrece una imagen del hombre sin más, no sólo del hombre español. ‘Sin más’ porque, como proclamó León Felipe, “se deja la tierra que nos parió como se dejan los pañales. Y un día se es hombre antes que español”. Ser hombre es lo importante, lo sustantivo, lo que nos hermana. Mensaje imprescindible para un mundo que parece no preocuparse por quién es el hombre, criatura encarnada, único ser pensante en medio de los mundos.

 

Cuando Cervantes no “quiere acordarse” del nombre del lugar donde vivía Don Quijote, en realidad es porque no quiere localizarlo, sino universalizarlo. Don Quijote es español; esto supone humanidad, un modo de ser hombre. El Quijote, además de lo que es en sí y por sí, evoca y descifra una constante humana a través de los dos personajes: Quijote y Sancho. Se ha interpretado como realismo e idealismo, pero son las dos vertientes de la única naturaleza humana, capaz de heroísmo y egoísmo, de cumbre y abismo, de conciencia y experiencia. Carlos Fuentes afirma que el diálogo de Quijote y Sancho semeja el de la épica intemporal y la picaresca radicada en el aquí y el hoy 2. “Don Quijote sale solo la primera vez y vuelve en busca de Sancho, de lo que en nosotros hay de práctico, de materialista y con lo que hemos de cargar toda la vida. Por eso dice Américo Castro que Don Quijote se sacó a Sancho de la necesidad que tenía de él, como un Adán que, para integrarse, se desposeyera previamente de una costilla, así todo queda dentro de casa, dualismo prodigioso nunca antes ni por nadie imaginado”. La relación Quijote-Sancho es símbolo de todo el hombre. Pero esa relación no es indiferente o neutra: el idealista es el caballero; el materialista, el escudero. Don Quijote es el señor, Sancho el servidor. Lo inferior de nuestra naturaleza humana debe someterse a lo superior; las tendencias más bajas deben ordenarse por el espíritu y el ideal. Primera razón decisiva para un mundo que todo lo pesa en la balanza del éxito o de los intereses económicos, de la pasión o del poder.

 

Un sentido de la vida y de la muerte

 

Ofrece un sentido de la vida y de la muerte a un mundo que, atado a lo superficial, se encoge de hombros ante la búsqueda del sentido del vivir. Viktor Frankl escribía que si se descubre un para qué se puede soportar casi cualquier cómo en el vivir. Don Quijote le dice a Sancho: “Yo, Sancho, nací para vivir muriendo; tú para morir comiendo”. Sancho es el puro instinto de preservación. Don Quijote sabe que nace para morir, aunque, como español, no le guste. Los españoles son un pueblo de antepasados. Su preocupación, más que la muerte, es la inmortalidad. Tiene conciencia de su limitación y su contingencia, pero su espíritu le hace vencer al tiempo y lo mismo vive en un pasado con gigantes o encantadores, que en un futuro donde la justicia, el bien y la nobleza triunfan. En este sentido es ahistórico. Su mismo partir en busca de aventuras es para adquirir honra –sombra de inmortalidad, según Unamuno–, para no morirse del todo. Don Quijote es, pues, una metáfora de la vida humana. Y por ello la muerte –medida del vivir– es sin duda el rostro más personal de la circunstancia cervantina. La narración termina con la muerte perfectamente jerarquizada del protagonista: primero muere el caballero andante, después el hombre Alonso Quijano. La muerte del protagonista está despojada de terror, con serena naturalidad celebra la magnificencia sublime de la misericordia de Dios que no tiene límites. Frente a la muerte ya no hay personajes ideales verdaderos; queda sólo Alonso Quijano contemplando su propio ser ideal: el Don Quijote que anhelaba ser y que nunca logró realizar lo suficiente 3.

 

Una teoría de los valores

 

Don Quijote formula una teoría de los valores para un mundo que renuncia a lo valioso por lo costoso, a lo profundo por lo superficial, a lo permanente por lo transitorio. Enseña a vencer al hombre egoísta. Su vida es quehacer altruista, tarea redentora que convierte cada fracaso en triunfo de la conciencia. Escribe Cervantes: “si no acabó grandes cosas, murió por acometerlas” (I, XXVI). Lo importante es el intento. Para él las cosas no son simplemente, sino que valen. Tiene una visión ética de la realidad, no lógica. Cuando confunde la venta con un castillo, al ventero con el señor del castillo, a las prostitutas con doncellas, al abadejo con trucha, al pan negro con pan candeal, al silbato del cuidador de cerdos con una música sublime, está diciendo que en el mundo no debe haber ni albergue sórdido, ni comida insuficiente, ni música horrible, ni amor mercenario. Y que todo eso ocurre por los malos encantadores. Hoy los encantadores tienen otros nombres que todos reconocemos, responsables de las necesidades y angustias de tantos hermanos nuestros que viven en albergues sórdidos (cuando los consiguen), carecen de alimento suficiente, se aturden con músicas estruendosas, prostituyen el amor.

 

En un mundo opresor, masificador, impío e inmisericorde, la sola figura del Quijote es ya una protesta. Sabe que es hombre para algo más que “para ser comido por la tierra”, como dice de los ojos que vieron a Aldonza Lorenzo. En un mundo de tibios es el antitibio por excelencia.

 

Épocas de crisis

 

Fue escrito en una época de crisis, como la nuestra. Al nacer Cervantes, España era ‘el mundo’. Reinaba el emperador Carlos V, en cuyos dominios no se ponía el sol; cruzaban los ejércitos españoles todas las tierras de Europa, sus naves surcaban los mares persiguiendo al infiel o se aventuraban hacia el nuevo mundo. Pero al comenzar el siglo XVII, cuando Cervantes escribe el Quijote, la mediocridad cunde, la desilusión hace presa del alma de los españoles “que ya no quieren nada y ni siquiera quieren querer algo”. El sol se ponía en el imperio español, pero Cervantes con su obra sigue alumbrándonos después de cuatro siglos. No se le nubló el ideal y creó esa figura señera que ha respetado el tiempo. Esa luz encendida por Cervantes tiene que proyectarse a nuestro mundo tan necesitado de santidad y de heroísmo. Eso hará posible que crezca el Don Quijote que hay en cada uno de nosotros, porque todo hombre que tiene un ideal en el alma (¿y quién no lo tiene?) es un caballero andante de algo y sabe que la lucha contra la adversidad no es una simple tragedia, sino el privilegio de ser hombre; que no importa el éxito sino el intento, ya que al final no se nos preguntará por las condecoraciones sino por las cicatrices que testimonien nuestro empeño por hacer del mundo un lugar más habitable.

 

La confianza

 

Confía en los otros y cree en su palabra en un mundo donde la palabra ya no es puente de comunicación verdadera entre los hombres, sino máscara, defraudación, doble discurso, mentira. Recordemos el episodio de los mercaderes toledanos cuando Don Quijote regresa a su casa, después de la primera salida, por consejo del ventero, a buscar ropa limpia, dinero y un escudero, como corresponde a un caballero andante. El hidalgo les habla de la belleza de Dulcinea y los mercaderes le piden que les muestre su figura para comprobarlo. El mundo real le pide algo razonable. Y Don Quijote responde: “lo importante es que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender”. ¿Cuántas veces hemos visto defraudada nuestra creencia por las promesas incumplidas, la hipocresía, los intereses bastardos? Y sin embargo no se puede renunciar a la fe en la palabra ajena.

 

Vivir en y vivir para el tiempo

 

Vive en el tiempo, pero no para el tiempo como morada definitiva. Conoce su época pero no le gusta, como no le gustaba a Cervantes, y quiere transformarla, volviéndose al pretérito de la caballería andante. Por eso es reformador, pero no renovador. Descubre lo eterno, pero no tiene sensibilidad histórica; quiere reproducir exactamente la época de la caballería andante y no encarnarla haciendo las transformaciones necesarias. No advierte que debe persistir el ideal caballeresco aunque ya no sea posible la caballería andante con sus características contingentes. Al final, en su lecho de muerte, no renuncia a los ideales caballerescos (idea revestida de valor), sino a los disparates y embelecos de los libros de caballería. Don Quijote es trágico porque tiene el fuego de la juventud en un cuerpo decrépito y el ideal del ángel en envoltura humana. Cervantes escribe el Quijote en una época alterada por el paso de las certezas medievales a las dudas del Renacimiento. Y a una Modernidad embargada entre la eclosión de grandes talentos individuales –que ya no toleraban el anonimato y querían no sólo el nombre sino el renombre–, al tiempo que coexistían la primera globalización –la de Colón y Magallanes–, con las ambiciones dinásticas, las rivalidades económicas y las pugnas religiosas 4. Defendiendo la sinrazón quijotesca León Felipe escribe que es “el amor apasionado y loco de España en Don Quijote contra la razón absolutista y fría de la Europa del Renacimiento” 5. Es un hombre medieval que vive al comienzo del barroco y vivió el renacimiento. Hombre que nació para la aventura y no vivió la vida sino en los libros. Don Quijote fue un lector por excelencia que se propuso convertir lo leído en código de su conducta (“salió a poner por obra lo soñado”). Y como intérprete de la penuria de la realidad exterior, es capaz de restablecer, mediante su competencia psicológica –su imaginación creadora y descubridora–, lo que la realidad niega a sus esperanzas. La recepción de las novelas de caballería se convierte en vida. La lectura de novelas lo lleva a escribir la novela de su propia vida. Deja de leer los textos para hacerse texto vital.

 

El amor como oblación

 

En un mundo que vive el amor como aventura, él lo vive como oblación. Detengámonos a considerar la creación de Dulcinea, la mujer amada. Se apoya en una realidad: Aldonza Lorenzo, de quien anduvo enamorado. En doce años la vio cuatro veces y hasta “podría ser” que sólo una ella advirtiese que la miraba. Es el ‘pudo ser que no fue’ de Alonso Quijano y Aldonza que se hará verdad por otro camino: el de don Quijote y Dulcinea. Dulcinea nace por la necesidad que tiene el caballero andante de contar con una dama para ofrecer sus aventuras y con ello completar su locura. Pero al inventar a Dulcinea lo hace sobre los rescoldos de los amores frustrados de Alonso Quijano. Él, que durante doce años guardó silencio ante Aldonza Lorenzo, al transformarse en Don Quijote querrá hacerle conocer su amor mediante la carta que le escribe en Sierra Morena. Por primera y única vez en la novela confiesa que Dulcinea es Aldonza Lorenzo, con lo cual reconoce que su dama es equivalente a las idealizaciones literarias. Y es entonces cuando Sancho minimiza la imagen de la labradora, hablando de ella como de una mujer “que tira tan bien la barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo”…“mujer de chapa hecha y derecha… que tiene mucho de cortesana, con todos se burla y de todo hace mueca y donaire”. Don Quijote responde con el cuento de la viuda rica enamorada de un mozo soez, bajo e idiota, para concluir diciéndole a su mayordomo que no acierta a comprender sus razones: pues, para lo que yo lo quiero, tanta filosofía sabe y más que Aristóteles. Don Quijote exclama: “por lo que yo quiero a Dulcinea vale tanto como la más alta princesa de la tierra. Básteme a mí creer y saber que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta”. Por lo que yo quiero, dice Don Quijote, no para lo que yo la quiero. La viuda atiende a una finalidad: el placer. Don Quijote, a una causalidad: un por qué fundante del valor que, ante sus ojos, tiene Dulcinea. Ella es el símbolo de lo que todo hombre pone en la mujer amada cuando se trata de un amor de oblación y entrega, no de posesión. Crea a la amada: hace pie en lo que es un pretexto, una mujer apenas entrevista; le da ser en su pensamiento añadiéndole atributos; los eleva al máximo y lo proclama por los caminos. Como dice Machado: “Todo amor es fantasía/ él inventa el año, el día/ la hora y su melodía/ inventa al amante y más/ inventa a la amada/ no prueba nada/ contra el amor que la amada/ no haya existido jamás”.

 

Dulcinea ocupa un puesto especial entre las grandes mujeres amadas de la literatura porque es la locura de una sombra, de una ficción. Porque no fue creada directamente por Cervantes para vivir en la ficción junto a su enamorado, sino que nace como fruto de la locura de Don Quijote. Cervantes creó a Alonso Quijano; Alonso Quijano, enloquecido por la lectura de los libros de caballería, creó a Don Quijote; Don Quijote creó a Dulcinea que resulta así la sombra de una sombra. Existe porque él la admira en la frondosidad de su imaginación y tiene todas las perfecciones porque la dibuja como quiere. Lo que importa, en definitiva, es tener a Dulcinea en el corazón, como fervor y amparo, cualquiera sea la imagen real. Ya lo dice el caballero a la Duquesa: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo” (IIª.XXXII). Ha tenido el coraje de inventar una mujer, de amarla, de proclamarlo, de luchar por ella y, al sentirse derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, en la playa de Barcelona todavía “molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma dijo: Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo” (IIª. LXIV). Y al final, ya en su lecho de muerte, reniega de todo, pero no de Dulcinea; ni siquiera la nombra. La mujer inventada no regresa jamás del reino de la sombra. Ese amor de oblación que no concibe lo mercenario, se proyecta a todo su mundo y lo lleva a llamar doñas a las prostitutas de la venta (las que le ciñen espada y espuelas en la farsa de ser armado caballero), Doña Tolosa y Doña Molinera, convirtiéndolas en doncellas. Es el primer entuerto enderezado. Esas mujeres humilladas por el ejercicio de la profesión más vieja del mundo fueron elevadas a la dignidad de la doncellez. Por esas mujeres dobladas por el vicio y la brutalidad entró en el camino de la gloria, armado caballero.

 

Otra lección para un mundo que convierte al amor en la más provisional de las aventuras, en puro goce de los sentidos y que desconoce la fidelidad. Don Quijote prescinde de todas las mujeres para entregarse solamente a la mujer inventada, que va haciendo cada vez más suya y más inequívoca. Bien pudo decir como Pedro Salinas: “Sé que cuando te llame / entre todas las gentes / del mundo,/ sólo tú serás tú”.

 

***

 

Si el Quijote se “ve” mejor y mayor hoy, no es porque esté más claro y más grande que cuando salió de las manos de su creador, sino porque lo vemos mejor enfocado a través de la historia, las lecturas y el entendimiento de tantos hombres. Don Quijote sigue y seguirá viviendo en el corazón sin cambiar su esencia. Quien cambia no es el héroe sino, bajo su imperecedera influencia, el corazón de los lectores. Sin embargo, el héroe sigue incomprendido por un mundo de barberos, curas, bachilleres, amas y sobrinas. Los sentimientos sociales no eran coherentes con los suyos porque los extrajo de los libros, no de la vida. Nunca fue vencido en su intimidad de héroe pero siempre fue humillado por la barbarie o la maldad del hombre. Galdós dijo que “la Mancha de Don Quijote es suelo sin direcciones, surcada por las veredas del acaso y de la aventura”. También la vida es como la Mancha, sin caminos preestablecidos, y toda ella es camino posible para nuestra libertad. Don Quijote es el símbolo del hombre en su condición de “andante”, hombre de los caminos que, si alguna vez se detiene en la venta, es para seguir su marcha: “Yo nací, por querer del cielo, en esta, nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro”. Nosotros, en ésta, nuestra edad de la tecnología, de los extremos del individualismo egoísta o de la masificación indiferenciada.

 

Cuando la tierra está desolada porque los hombres no entran en su ser, hay que volver al hombre esencial que no se siente depender del mundo y del éxito, sino de sí mismo y de Dios. Cuando la tierra está desolada hay que embrazar la adarga y embestir con nuestra lanza a los molinos de iniquidades, aunque a los ojos del mundo seamos derrotados. Los quijotes sólo son derrotados por los mundanos vividores. Pero a la luz de lo esencial siempre significan un triunfo, en primer lugar sobre sí mismos. El vencer la comodidad, la indiferencia, el egoísmo, la rutina, para atreverse a proclamar la justicia, reclamar su vigencia y obrar para restaurarla en la tierra. Aunque al final debamos decirnos como Don Quijote al ser derrotado por el Caballero de la Blanca Luna: «atrevíme, en fin, hice lo que pude”, sin avergonzarnos por no haber triunfado.

 

Don Quijote ha necesitado de toda su locura para mantener el desafío a lo largo de cuatro siglos y para seguir dispuesto a “hacer salidas” en el alma de los hombres. Para seguir como símbolo de España, lo que le permitió decir a Ortega: “sobre el fondo anchísimo de la historia universal, fuimos los españoles un ademán de coraje”. Ademán de coraje. Esa es la cosa. Porque el Quijote, dijimos al comienzo, no es sólo el homo hispanicus, sino el hombre sin más, el hombre, nosotros, necesitados quijotescamente de inventar la justicia y salir a darle vida duradera. A quienes, como al Quijote, no nos gusta la vida que vivimos y nuestra obligación es hacer que la suya les guste a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestros alumnos, necesitados de una razón vital que dé sentido a nuestros actos y una nueva manera de vivir el ideal que dé sentido a nuestras vidas. Desde allí hay que ofrecer el Quijote a las nuevas generaciones, haciéndoles oír la voz de esa España que pretendió beberse el mar para unir los mundos, afirmar la cristiandad para que todos los hombres se salvaran, conjurar la muerte a fuerza de dedicarle la vida.

 

El Quijote es el gran suspiro de la humanidad necesitada de ideales, de vivir y de morir por ellos en un mundo en que muchos hombres prefieren matar por lo que llaman sus ideales, cercenando libertades ajenas. Jordi Llovet escribe: “Por esta razón resulta tan importante invocar la invención del Quijote en nuestros días: porque este invento lo fue no sólo de una manera de narrar, sino de la libertad misma, otorgada al individuo por encima de toda resolución de cariz sobrenatural. Esta es la grandeza que conviene celebrar hoy en Cervantes: la del primer síntoma de una modernidad que alentó, entre otros agentes muy diversos, un horizonte de libertad para los individuos y un espacio para la libre invención de una historia nunca enajenada” 6.

 

Hay que rescatar los ideales quijotescos, los de ese “entreverado loco lleno de lúcidos intervalos” que se atrevió a gritar la justicia por todos los caminos para que no se cumpla el grito mezcla de rabia y de melancolía de ese quijotesco español que se llamó León Felipe: “…ya no hay locos, amigos, ya no hay locos, / se murió aquel manchego, / aquel estrafalario / fantasma del desierto / y ni en España hay locos. / Todo el mundo está cuerdo, / terrible, / monstruosamente cuerdo…” 7.

 

   

 


Versión abreviada de la exposición realizada en el ciclo del Colegio de Monserrat

  

1.Cfr. “La recepción del Quijote en su IVº Centenario”. Revista Insula, Nºs 700-701. Madrid, abril-mayo 2005-10-14.

2. Carlos Fuentes, “Elogio de la incertidumbre” en Babelia, Madrid, 23-IV-2005, pág. 10.

3. Denys Gonthier (1962). El drama sicológico del Quijote. Madrid, Studium, pág. 150.

4. Fuentes, ob. cit., pág. 11.

5. León Felipe (1963) Obras Completas. Buenos Aires, Losada, pág. 978.

6. Jordi Llovet,. “Cervantes y las letras europeas” en Babelia, Madrid, 23-IV-2005, pág. 18.

7. León Felipe, ob. cit., pág. 135.

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