De entre los fenómenos en que se expresa el Acontecimiento del Fin del Milenio (tan tediosamente anticipado de mil formas que su sola mención ya cansa) hay uno tan clamoroso como paradójico, ya que lo en él «manifiesto» es la constatación de una falta, de una ausencia, a saber: el escamoteo del dolor, del sufrimiento y, en definitiva, de la muerte. Hablar de ello es ahora tenido por muestra de mal gusto, como antes lo fuera mencionar «intimidades» relacionadas con las otrora llamadas «partes pudendas» (vergüenza ante el placer, y ante el desecho). Ciertamente, los llamados «medios de comunicación» están repletos de noticias en las que se entronizan injustos arrebatos y catástrofes. Pero esa proliferación de sucesos luctuosos parece tener una inquietante característica común: a pesar de la propensión -exasperada hasta el límite- a propalar lo criminal, injusto o, simplemente, escandaloso; más aún, a pesar del vértigo de la entrega al exceso por el gusto del exceso -como para paliar la desolada visión de una vida demediada-, de todo ello parece haber asépticamente desaparecido cualquier alusión, por mínima que fuere, al rasgo subjetivo y humano por excelencia, a saber: el dolor sentido por la víctima, y el dolor compartido por quien relata el suceso. En la «maquinaria» global en que se inscriben los «mass media» -en donde los elementos/excrementos/secreciones que han de ser elaborados están casi exclusivamente constituidos por todo eso que antes se llamaba el «mal»-, la mirada del cronista o reportero es medusea (esto es: ya no es una mirada humana, sino tan petrificadora como la de la «instantánea» que fija mentidamente algo que, según se afirma, «sucede»). Y los ojos del lector (o mejor: del «mirón»; literalmente del «televidente», de quien mira a distancia sin comprometerse) pasean estragados por entre tanto exceso y desecho, sin alcanzar siquiera las más de las veces ese estadio de fugaz excitación que San Agustín definiera como occulorum concupiscentia: la delectación visual ante lo monstruoso y lo vil (sea «real» o «fingido», que aquí la diferencia está ya difuminada; baste pensar en la hiperrealidad de los denominados «reality-shows»). ¿Es acaso casual que en esta era de las técnicas de la comunicación se hable al respecto de «emisor» y de «receptor», de «centros» y de «terminales»? En la red mediática universal, la sola mención del dolor (sentido, inferido o compartido) resulta inoportuna. Y su aparición de verdad, sin tapujos y a las claras, podría causar indeseables cortocircuitos en el sistema. De manera que, si se tratase de examinar las «oportunidades de la era técnica», nada más impertinente que estas consideraciones. Pero muy otro es el caso cuando nos acercamos a las «oportunidades en la era técnica», cuando -sin ensoñaciones utopistas ni nostálgica reacción- miramos a los ojos a la máquina y avizoramos lo que ella oculta como su más honda vergüenza.

 

Sólo que hablar del dolor, ¿no es ya ocultarlo, tratarlo como una «cosa» ajena, que nada tuviera que ver con la propia vida? Tal sería en efecto el caso si sostuviéramos que el lenguaje es algo así como la atribución de un predicado general y abstracto a un sujeto cualquiera, indiferente: como si hablar fuera aparentar que uno no se compromete con lo dicho, sino que se limita a reflejar un estado de cosas ahí existente, mostrenco y susceptible de ser comunicado. Como si fuera, en definitiva, un cortar amarras con el mundo para acceder a una región más alta: la región de la theoría o visión de lo que acaece. Es posible que haya por ahí todavía un x tal al que le acontezca ser «profesor de lógica» y que sostenga la existencia de un tercer mundo (el lingüístico, tras el físico y el mental) en el cual poder decir «lo que de verdad es», negando de este modo tanto la individualidad de su propio «yo» como la de los demás (y de paso, negando a todas las cosas en su encarnadura viva). Pero la experiencia directa del habla (siempre compartida, aun in pectore) es muy otra. En el habla se le dice primaria y tendencialmente al otro «cómo le va a uno», cuál es su situación concreta en el mundo, aquí y ahora. La complejidad de la carga expresiva que el lenguaje supone no nos separa de nuestro fondo primario animal, sino que lo potencia: queramos o no, a través de nuestras acciones salen a relucir las «fuerzas elementales» que nos constituyen. Y ello con tanta mayor potencia y aun virulencia cuanto mayores sean los esfuerzos que hacemos para ocultarnos a nosotros mismos esa inquietante latencia. Ahora bien, el habla (no desde luego el llamado «lenguaje-máquina», propio del lógico o del ciberneuta) es la acción suprema, ya que en ella viene a relucir no sólo el sentido de todas las acciones (vale decir, su entramado o interconexión) sino también la huella o impronta de lo que a esas acciones les faltó para encarnarse en puridad, de propio: son faltas que transparecen así de soslayo en el lenguaje mismo como lo indecible. En una palabra, lo indecible sólo se muestra en el decir mismo, como una carencia o muñón que colorea al lenguaje de carga emotiva. Si esto es así, preciso será entonces confesar que hablar del dolor y dolerse del habla son una y la misma cosa, la cual engloba y da sentido -en lugar de anular- al mero dolor «sentido», primario y aun primitivo.

 

Ahora bien, ¿por qué realzar el dolor y no la alegría, o el amor? ¿Acaso se deberá a que «por desgracia» hay en este mundo -ya se sabe: «valle de lágrimas»- más de lo uno que de lo otro, como si se tratara de mercancías listas para ser consumidas? ¿O resultará más «realista» pensar de este modo, ahora que nos aprestamos a despedir -casi con alivio- al más horrendo y sanguinario de los siglos? Preguntas más raquíticas que ociosas. No se trata de establecer parangones cuantitativos ni de elevar a esencia el «mal del siglo», sino de meditar en este aserto: El hombre es el animal que sabe sentir el dolor propio, y provocar y compartir el dolor ajeno. Definición «escandalosa», quizá. ¿Por qué no acogernos a la acrisolada del animal rationale (o mejor: a la griega, del «animal que tiene lógos, y es tenido por él) o a la concepción cristiana del hombre como «hijo de Dios y heredero de su gloria»? ¿Por qué no aceptar, con Kant, que el hombre «de veras» es un ser moral y, por ende, interna e incondicionadamente libre? Sólo que es bien posible que esas altisonantes concepciones no sean sino momentos parciales -a las veces, disimulados tras una retórica consoladora- de la definición por mí propuesta. Pues el hombre no deja de ser animal por su razón, sino al contrario: conoce y expresa su animalidad a través de esa misma razón. Por eso sabe lo que él en el fondo es, y lo que los animales y las cosas son sin ellos saberlo, pues que no se duelen ni hablan entre ellos. Y, si afirmamos con el cristianismo que el hombre es «hijo de Dios», no debiera entonces olvidarse que el verdadero Hijo, en quien el Padre ha puesto todas sus complacencias, sufrió muerte infamante de cruz y que sólo a través de ese dolor supremo supo al fin Él mismo quién era realmente, y pudo decir por ende que todo estaba consumado. Por último, la idea kantiana del hombre como «ser moral» implica la constante humillación del egoísmo (a través del sentimiento de respeto hacia la ley), y por consiguiente el más alto dolor, más allá del mero desorden físico: el de la abnegación y mortificación de los deseos particulares en nombre de la Humanidad en general.

 

Ya vamos entreviendo así por qué el dolor es la marca distintiva del hombre, y no la felicidad. La felicidad reúne. El dolor desgarra. En aquélla (es decir, en los raros momentos en que se da) se identifican el deseo y su objeto. Decimos de alguien que está «embargado» de felicidad porque en ese instante «yo» y «mundo» se fusionan. Queda una satisfacción tan plena como inconsciente, de la cual nos arranca por fortuna el momento sucesivo. De lo contrario, no habría sino muerte por fusión. En la ausencia de dolor, el mundo se deshace. San Agustín decía al respecto, contra los estoicos, que el dolor no es mortis argumentum, «prueba de la muerte», sino más bien vitae indicium, «indicio de vida». Y tenía razón… hasta cierto punto. Porque ese indicio de vida es a su vez aviso de mortalidad. Preciso es mantener estos dos extremos conjuntados. El ser viviente que se sabe tal es aquél que se siente separado, desgarrado de la vida genérica, roto en su interior. Un interior que sólo a través del dolor transparece en cuanto lo otro de la vida. Por eso decía Hegel, con expresión fuerte, que: «El dolor es el privilegio (Vorrang) del ser viviente». Naturalmente que los demás animales sienten y padecen: pero no saben que ése es su dolor, y por ende no lo dicen: el lenguaje es consecuencia primera de la interiorización del dolor. Sólo el hombre sabe que sus días están contados… porque él mismo los va contando, celebrando así un origen que es a la vez constatación precaria de supervivencia. La violencia del nacimiento fuerza al neonato a lanzar un grito desgarrador, inarticulado: es el grito de separación de la «madre» (también, pues, de la «terra genitrix»), el sentirse arrojado al mundo como formando parte de él y siendo a la vez distinto de él. El dolor, no la felicidad ni la alegría es el verdadero principio de individuación. Más adelante, lo que me lleva a sentir primariamente mi «yo», siempre escindido de su lugar de origen, está constituido por la resistencia que me opone el mundo y la negación de aquello que me hace falta para seguir existiendo. El habla compartida lleva a conciencia esa falta, y de consuno mi propia individualidad. Qué tipo de hombre se sea dependerá, según esto, de la actitud ante el dolor.

 

El dolor, pues, no es solamente algo intransferiblemente propio. El dolor apropia, recorta y delimita. No es tan solo un sentimiento entre otros, aunque fuere el más alto. Es el protosentimiento originario, del cual dependen los demás… y la mismísima razón (la cual es la universalización del extraño y paradójico «sentimiento» humano, demasiado humano de pertenencia a un grupo, a saber: el grupo de animales que se saben distintos de todo lo demás, incluyendo en esa violenta distinción a los miembros de su propia especie). Ahora bien, el dolor puede ser sentido en propiedad, sí; mas también puede ser inferido, provocado en el otro, en una gradación que va de la violencia desenfrenada de la bestia que duerme en nuestro fondo a la «técnica» refinada y exquisita de la tortura, pasando por toda la panoplia de instrumentos de mutilación y muerte. La historia de la llamada «civilización occidental» conoce muy bien la estrechísima vinculación entre el desarrollo de las técnicas de dominio de la naturaleza y las de la medicina y la tortura, con su dominio del cuerpo humano, parcelado y troceado como si de algo puramente «natural» se tratase. Esto es, como si fuera -y esto me parece decisivo- un trozo de carne que ni siente ni padece. Ernst Jünger definió una vez cruel y exactamente al hombre como el único «animal capaz de dar muerte». Y en efecto, se puede dar muerte al otro -y hasta darse la muerte uno a sí mismo-, pero no es posible dar dolor. La respuesta del dolor es escandalosa porque no está enteramente en nuestra mano conseguirla, porque viene del otro lado, surgiendo de unas entrañas que, por serlo, se niegan a ser exploradas, obscenamente medidas como si de un objeto se tratase. De ahí el azoramiento del criminal ante el dolor ajeno. Lo insoportable es que el otro habla como tal, como alter ego, a través de su dolor. La obstinación del dolor refuta al punto y convierte en irrisoria la pretensión del agresor, consistente en la exaltación de su potencia como razón de ser, como existencia única frente a la cual todo el resto queda subordinado, a disposición de esa voluntad de dominio supuestamente omnímoda. De ahí el éxito -planetariamente extendido- de las armas de destrucción masiva a distancia y a la vez -se trata de uno y el mismo fenómeno- de su conversión simulacral en video-juegos en los que el jugador dispone de varias «muertes» y puede ir descuartizando adversarios, en la seguridad de no ser «contestado» por un yo ajeno. Es la irresponsabilidad del que no desea obtener respuesta. La muerte pues, de consuno, del habla -compartida y, por ende, dolorida- y su sustitución «lógica» por un lenguaje-máquina. En el riesgo asumido de la destrucción total (recuérdese el peligro nuclear, del cual también está «mal visto» hablar hoy, tras el fin de la guerra fría) está latente el deseo de dominar al adversario (ahora, la Humanidad entera en su más cruda y desnuda animalidad) olvidando el dolor ocasionado, o sustituyéndolo a lo sumo por «raciones» de violencia sadomasoquista mediáticamente transmitidas y aun capaces de permitir la interacción con la máquina: un juego de composición y descomposición (desmembramiento y análisis son términos originariamente sinónimos) del que desaparece toda mirada, toda convulsión acusatoria. Más allá del lenguaje técnico que guía la mano del verdugo (o del jugador), el cuerpo torturado remite, en la violación de su dignidad, a lo que falta: al habla que duele y que se duele. En ella y sólo en ella, el dolor mancomuna, reúne las diferencias justamente por serlo. El dolor compartido es manifestación de la alteridad irreductible: cortocircuito de la técnica.

 

No es dable preguntarse por lo que sea el dolor «puro»: ello equivaldría a pedir que se dijera lo indecible. Lo que solamente se siente no puede ser dicho. Pero sí se puede hablar de lo que se siente, o sea: estar conscientemente a la altura del dolor del otro, concederle sus derechos. Alguien «anegado» por el dolor tampoco puede hablar, y acaba por sumirse en la inconsciencia. Paradójicamente, el desgarro es en este caso tan grande que el individuo no lo puede soportar, y vuelve así a reunirse con su propio fondo. El dolor máximo y la felicidad suprema son así, en última instancia, idénticos: manifestaciones de la muerte. Por contra, la vida consciente, plenamente humana, es aquélla en la que a la vez se anuncia y se posterga la muerte: una «muerte desplazada», como decía Schopenhauer (y la analogía aducida por éste es certera: de la misma manera -dice-, andar es un constante aplazamiento de una segura y última caída). Y la vida más alta será aquélla que recoge como en un cáliz el dolor de los otros, y más: la muerte de los otros. Vivir es llevar a cuestas, como una dura y ennoblecedora cruz, el sufrimiento ajeno hecho propio, apropiado en el dolor compartido.

 

Ahora bien, el habla es más alta que la vida. Aun la «vida del espíritu», como Hegel sabía, es irrenunciablemente animal (esto es: se halla fundida y confundida con el resto de la naturaleza, como si de un oleaje se tratase). El habla, en cambio, nacida de la separación violenta de lo natural, nacida pues del dolor, devuelve su espasmo mas transido de generalidad, elevado a comunidad de dolientes. El habla, dolor de segundo grado, a la segunda potencia, no sólo «acompaña en el sentimiento» sino que «acompaña el sentimiento». El habla otorga consuelo y lenitivo, estableciendo por así decir el primer placer puramente humano, desligado del animal y tendiente a lo divino (o sea, a lo separado de la naturaleza y que otorga a ésta peso, medida y origen). Es el extraño placer de la compañía en la aflicción, hablando, recogiendo lo que los demás dicen de su propio dolor, o del que ellos con otros compartieron. La alegría, la pura alegría va surgiendo así lentamente del hontanar de la tristeza. Según esto, habría entonces tres modos de ser hombre: comportarse ante el dolor, hablar a otros de mi dolor, hablar en fin de lo que los demás hombres dicen respecto del dolor, sentido o compartido.

 

La máscara que hoy encubre esos modos -más terrible si cabe que la del verdugo o el torturador- es la del técnico desapasionado, del hombre que reniega de su propia animalidad (y, por ende, imposibilita a radice toda conexión con la divinidad) para refugiarse en una suerte de voz en off, de mano/mando a distancia y de ojo telemáticamente «solar» que, ejercitándose platónicamente en la preparación para la muerte a través de la escritura hipertextual y de la contemplación de la vibrátil pantalla se ahorra -o hace como que se ahorra- el sentimiento del propio dolor, con lo que sale a escena (tal es el sentido etimológico de la obscenidad) como un aparato suspendido y desencarnado, más allá del bien y del mal. ¿Hará quizá tal «simulacro» de hombre como Descartes, que decía de sí: larvatus prodeo, «avanzo enmascarado»? ¿O bien la máscara, a fuerza de ser llevada, ha acabado por fundirse íntimamente con su portador? A menos que comencemos a sospechar que tanta asepsia no es sino una desesperada maniobra de distracción para ocultar un pavoroso «miedo al miedo»: esa presentida hipocondría que afectaría a los individuos mejores y más fuertes (es decir: más capaces de sentir y compartir el dolor). Miedo al miedo… no de morir, sino de sentir compasión por los mortales (tal era, por demás, la última tentación de Zaratustra, la más difícil de vencer).

 

Esa actitud es la de la salamandra -por seguir el símil de La ciudad de Dios agustiniana-, que in ignibus vivit, que vive en el fuego y la destrucción, pasando al parecer incólume por entre las miserias y los desastres de nuestro tiempo, participando en ellos sin pasión o, a lo sumo, con una «náusea desinteresada», como decía Ernst Jünger de sí mismo. Pero tan astuta salamandra deja ver en su fondo, a pesar de los proteicos cambios miméticos de piel, la figura que Jünger propusiera como dominante en la era de la técnica: el Trabajador. Una Gestalt hoy extendida planetariamente pero, como en la era simulacral no podía ser menos, afectada de una deformación grotesca, irrisoria, como de plástico barato (y englobando dentro de sí, como marionetas, a las figuras del Héroe y el Burgués, sus antecesoras). Es una figura esquizoide, que oscila polarmente entre una carnalidad tachada, renegada y reconquistada sólo virtualmente (y a veces, viralmente) y una máquina que sólo puede alimentarse ya de los excesos y desechos de su propio lenguaje: del ruido procedente de una carne mancillada. Conocemos sus rasgos porque, en buena medida, son los nuestros: ecologismo extremo y amor por las tortugas junto con carrera armamentística o venta de maquinaria bélica a países sumidos en el estado de naturaleza (añadiendo a la explotación y fomento del dolor y destrucción de los hombres el cinismo de hablar de «vías de desarrollo»); paisajes industriales en plena actividad (recuérdese la Osaka de Black Rain, de Ridley Scott) junto a una naturaleza desertizada y yerma; sentimiento apocalíptico en medio de la abundancia de bienes de consumo cada vez más sosos; mezcla incontrolada -y a merced de los media– de barbarie y humanidad; parálisis de toda creatividad en un mundo dirigido por mediocres que oscilan entre el dilettantismo o el barniz prestado por asesores de imagen; conservación indiscriminada de lo pasado o de lo geográficamente exótico sólo por serlo: fomento del turismo de masas; ocultación de la miseria en ciudades que erigen hospitales, tanatorios o prisiones «confortables» frente a caóticos hacinamientos suburbanos de desocupados, coloreados y marginados varios; doble standard de moralidad, que lleva a la abolición de la pena de muerte mientras se permite que en la noche se alce el reino del asesinato sin razón. En fin, en un mundo en el que las guerras entre naciones dejan paulatinamente de tener sentido (porque deja de tenerlo la idea misma del «Estado-Nación» soberano) comienza la noche profana de la guerra civil planetaria, mientras el único valor aceptado por todos es la conservación y refinamiento de un cuerpo cada vez más artificial y protésico: la evitación del dolor, y la peraltación de una figura tan uniformemente repartida como carente de distinción: body-building, fitness. El desierto ya no crece, porque lo ha invadido todo. ¿Sólo nos quedan las islas en las que la tijera de las Parcas parece no poder recortar ni troquelar lo «políticamente correcto»: los oasis de la embriaguez, el sueño y la vida arriesgada, al filo de la muerte? En ellos -diría Jünger- se reconoce, celebra y controla la vuelta de las fuerzas elementales, mientras que en el desierto nihilista sin valores se dispersan ilimitada y desenfrenadamente esas fuerzas, dentro de las cuales «todos sueñan lo que son, sin que ninguno lo entienda». Una frase terrible de Jünger resume -¡ya desde 1934!- el actual estado de cosas: Die Technik ist unsere Uniform. «La técnica es nuestro uniforme».  

 

¿Sólo nos queda, de verdad, eso? ¿El vértigo de la consumación del Apocalipsis en nuestro propio cuerpo a través de la droga, la aventura o la delincuencia: paraísos artificiales generados por aquello mismo de lo que se quiere escapar? ¿O bien la integración -acomodada o resignada- al status quo? ¿Sigue siendo la única alternativa ésta de ser apocalíptico o integrado, como ya viera Umberto Eco hace unos años? Pero ya se esbozó antes (con tanta brevedad como ambiciosa audacia, en estos tiempos supuestamente «postmetafísicos»), no tanto otra posibilidad de ser hombre, sino la definición misma de hombre (la única por lo demás, a mi ver, en la que coinciden pensamiento occidental y sabiduría oriental): el animal que habla a los demás de su dolor (del suyo propio, y del de ellos). Y es ahora, en la expansión ecuménica de la técnica, cuando es posible tomar nota de una múltiple y alta tarea. Quizá la más alta, más allá de la actitud -entre benemérita y biempensante- de la denuncia de toda injusticia, de las ayudas al desarrollo, del fomento de investigaciones médicas y la difusión de fármacos, del consuelo religioso, en fin. Por cierto, sería añadir escarnio al cinismo el pretender que instituciones y personas abnegadas, entregadas a veces por entero al otro y al alivio de sus sufrimientos, sin más premio que el contagio de una fe o la consecución de una sonrisa solidaria, son tontos útiles -si es que no cómplices- de esa villanía generalizada que, entre otros nombres, recibe el de «capitalismo neoliberal de las sociedades avanzadas» (¿hacia dónde, Dios, avanzarán?). Nada tengo que decir a los hombres de buena voluntad respecto de su deber (tampoco un Kant se atrevió a ello), porque ya lo están haciendo con creces, y porque toda receta totalitaria (vanguardista o reaccionaria) se ha revelado catastrófica. Y ello, no sólo históricamente, si es cierto que el dolor diferencia y distingue y que por ende todo cierre, toda suma total es un infame ardid del vencedor. No hay solución global ni, pace Heidegger, va a venir de nuevo un Dios a «salvarnos» (¡qué presunción, por lo demás!: nada menos que un Dios, encargado de encarrilar a los hombres -o sea, a llevarlos por donde uno de ellos, o un grupo más «clarividente», decide que hay que ir-, al igual que antes -con Newton y Clarke- se dedicara a reparar órbitas celestes).

 

Pero quizá esa falta de soluciones, de relatos omnicomprensivos -con su «lucha final» y su nuevo Cielo y su nueva Tierra-, quizá esa ausencia constituya un alivio, una descarga de tanto mensaje apocalíptico de salvación, una ocasión para aprender a convivir y hasta a malvivir con nuestro dolor y aun a portar sufridos el de los demás, estableciendo mensajes entrecortados, verdaderos cortocircuitos de esa comunicación universal que es, en palabras inolvidables de Paul Celan: «habla portadora de muerte»; quizá la flor que crece en la era técnica es la flor de la humildad, que huye de las grandes promesas y sabe callar, púdica, sobre Dios; que deja los milagros para los anuncios de crecepelos y los avances de las «altas tecnologías»; que se limita a posar una mano solidaria sobre la frente febril o a cerrar unos ojos para siempre cansados; que sabe que mantenerse en vida ocasionará necesariamente dolor a los demás, que todos nosotros somos injustos unas veces como un potro y otras como un zorro, y que es necesario hacerse perdonar por ello; que es preciso pedir perdón al moribundo por la increíble presunción de seguir viviendo a pesar de todo, convirtiendo a cambio en habla emocionada -rezumando recuerdos memoriosos, transmitida en anchurosos círculos- la experiencia del propio dolor sentido, del ajeno dolor compartido y sobre todo de la propia renuncia -también ella, acerbamente dolorosa- a toda provocación consciente y consentida de dolor en el otro. Todo ello, en vista de la muerte y sin hacernos otra ilusión que ésta: que merece la pena seguir siendo hombre y no cyborg, ser mortal en busca del Dios y no autómata indoloro, solidario en el dolor y no consumidor de ruindades. La mancha de la sangre derramada no es biodegradable si se recoge en el corazón y se abre en la palabra que denuncia y acaricia.

 

Algo así habría querido decirte entonces, cuando el tiempo no se había dormido aún en tu regazo…

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