Tres hechos simultáneos han confluido estos días para dar presencia en la agenda pública y en los medios de comunicación al tema de la pobreza: la próxima colecta Más por Menos y el habitual mensaje de apoyo de Benedicto XVI; la certeza sobre la manipulación de la información del INDEC; y relacionado con ello, la difusión de los datos de la nueva edición del Barómetro de la Deuda Social que elabora la UCA con información diferente de la oficial.
Estas noticias, sin embargo, no deberían desviar la atención de lo que es una cuestión de fondo, un problema ciertamente de larga data en nuestro país. Tampoco deben servir para que la información sea utilizada por unos y otros para cargar culpas o “pasar facturas”. No se trata de asignar responsabilidades exclusivas al actual gobierno de una situación que lleva varias décadas, sin por ello exculparlo del recrudecimiento de las desigualdades de los últimos dieciocho meses, después de haber gozado de varios años de crecimiento sin acciones suficientes para reducirlas, desaprovechado el contexto externo más favorable al país de los últimos ochenta años. Por ejemplo, entre 2003 y 2008 se repartieron subsidios –principalmente para energía y transportes– por 41.800 millones de dólares; de los cuales alrededor de dos tercios tuvieron como beneficiarios a sectores medios y altos. Más allá del alcance y hasta de la traducción del término utilizado por el Papa –“escándalo”–, es claro que haber incrementado los ya altos niveles de pobreza y exclusión es una muy dura y sólida prueba de las acciones u omisiones padecidas por un país tan bien dotado de posibilidades como el nuestro.
En su reciente encíclica, Benedicto XVI sostiene que “los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar a liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas” (CV 22). En línea con ello es tiempo de hacer un análisis de otra naturaleza, de mirar la pobreza con mayor integralidad, de modo que abarque el provocador presente y el largo plazo, sin soslayar que el problema toca a nuestro ser como nación.
El tema no es nuevo. Ni aquí ni en otros países. No es una cuestión coyuntural y desde la revista se lo ha venido señalando regularmente. “Pobres habrá siempre”, pero la pobreza escandalosa y vergonzosa que hoy crece no es una maldición ineludible. Cuando la Argentina celebraba su primer Centenario como nación independiente, recibía multitud de inmigrantes pobres, que en su Europa natal no tenían esperanza de salir de ese estado. Cien años después, sus nietos emigran en busca de futuro a la misma Europa que expulsó a sus abuelos, y que, a pesar de haber sido devastada por dos guerras brutales, ha conocido –aun con sus luces y sus sombras– un desarrollo extraordinario. Asimismo, en los últimos 25 años la pobreza mundial por ingresos se redujo significativamente como resultado de la incorporación de China, India, Brasil y otros países de Asia y Europa Oriental a la economía global.
Lo que exaspera entre nosotros es la creciente desigualdad –hoy el 10% más rico gana 35 veces más que el 10% más pobre–, sumada a la exclusión que ya ha expulsado a varias generaciones y que aún los argentinos no terminamos de resolver mientras asistimos al enriquecimiento repentino e insolente de algunos, por ejemplo de gobernantes y sus amigos, y al empobrecimiento sostenido de muchos. Esto es, sin duda, una afrenta colectiva.
Los argentinos ¿no pudimos?, ¿no quisimos? o ¿no supimos hacerlo? Quizás esta última sea la mejor respuesta, en la medida en que involucra a muchos actores y sectores en falta desde hace mucho tiempo. La diferencia con otros países cercanos es que aquí el enfoque correcto de una discusión sobre la pobreza debe comenzar necesariamente señalando que el gran débito es adolecer de políticas de Estado. Los recientes aumentos tarifarios para compensar la falta de inversión en sectores estratégicos es un buen ejemplo de ello. Nos ha faltado el consenso para adoptar políticas de largo plazo que resulten consistentes y eficaces, que potencien nuestros recursos, que se sostengan en el tiempo y que no puedan ser modificadas o dejadas de lado sin los debidos acuerdos parlamentarios. Junto con estas políticas de largo plazo es necesario un conjunto de condiciones institucionales y también culturales que no sólo permitan su identificación y diseño, sino que garanticen su mantenimiento a lo largo de muchos años.
Pero las condiciones institucionales democráticas y republicanas y la confluencia de todos los recursos en un programa consistente y al abrigo de intervenciones macro o micro políticas, no son suficientes. También –resulta obvio decirlo– es necesario generar riqueza y distribuirla con justicia. “La creación de valor resulta un vínculo ineludible, que se debe tener en cuenta si se quiere luchar de modo eficaz y duradero contra la pobreza material”, nos recordó Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Paz 2009.
También nos preguntamos si acaso no quisimos. Aunque no está probado que ciertas prácticas clientelares son funcionales al mantenimiento de la pobreza, la realidad es que con los 42 mil millones de dólares en subsidios se podría haber establecido la asistencia universal por hijo y escolarizado a la mayoría de los chicos en doble jornada, para enfrentar la actual constelación de escuelas pobres para los pobres, combatir la baja escolarización inicial y aumentar la calidad de la enseñanza primaria y media. Con ambas políticas hoy la pobreza por ingresos no sería mayor a un 5 por ciento, aproximadamente como la de Chile.
Otra pregunta es por qué no hemos podido. Los estudios realizados, las experiencias aquí y en otros países permiten saber con bastante certeza cuáles son las líneas de trabajo o programas que mejor conviene aplicar para ir reduciendo paso a paso, generación tras generación, los niveles de exclusión, de indigencia y de pobreza. Países vecinos, como Brasil y Chile, identificaron y pusieron en marcha estas líneas hace buen tiempo, persistieron con ellas como verdaderas políticas de Estado que son y hoy pueden ver con esperanza de buenos a muy buenos resultados. Desgraciadamente en nuestro país no podemos decir lo mismo. Y vale la pena repetirlo, estamos hablando de cuestiones que requieren plazos generacionales.
La definición de planes extendidos o universales con destinatarios bien identificados y su puesta en marcha mediante la aplicación de modernos sistemas de cobro independientes de intermediaciones punteriles, puede ser parte de la solución del problema. Por cierto, acompañados esos planes de una buena cobertura de salud y de educación de calidad para todos, ambas condiciones inexcusables en un desarrollo a largo plazo.
Cuando se buscan resultados en el corto plazo se recurre a programas focalizados, que pueden tener dos efectos indeseados: fragmentar las asistencias y convertirlas en permanentes, tal como si fueran políticas de Estado. La mayoría de estos programas se estructuran como una armadura de protección de tipo cebolla, en el que sucesivas capas de programas atienden más específicamente cuestiones particulares que atañen a las familias destinatarias. Ejemplos de esto son los seguros de desempleo, los programas dirigidos a niños y jóvenes y los de salud, entre otros.
Desde hace muchos años estas cuestiones han sido preocupación y objeto de instituciones y personas de la sociedad civil que trabajan con compromiso y ahínco para atender, con diferentes enfoques, distintos problemas vinculados con la pobreza y todas sus formas, desde la indigencia hasta la exclusión, y tanto los que afectan el desarrollo físico como el moral y social, al comprometer la dignidad y la libertad. Esos recursos, esas experiencias, no pueden quedar de lado y deben ser incorporados y coordinados en un marco adecuado ya desde el diseño de políticas de largo aliento para complementar lo que el propio Estado por sí no puede atender. Es la forma de establecer “sinergias positivas entre mercados, sociedad civil y Estados”, en palabras del Papa en la última Jornada Mundial por la Paz y más recientemente en Caritas in veritate.
Sólo una fuerte decisión política, colectiva y permanente, como en algún momento pudimos soñar para el Bicentenario, puede romper el círculo vicioso y quebrar la prolongada espiral de incompetencia política e indignidad social en la que nos hemos movido los argentinos hasta ahora.