Hace 100 años, el 10 de febrero de 1909, nacía el director de fotografía Henri Alekan. Su nombre, fundamental para comprender la evolución de la fotografía cinematográfica del siglo XX, ha sido olvidado por las nuevas generaciones. Sin embargo, su labor resulta indispensable al recordar films de René Clement, Abel Gance, Jean Cocteau o Wim Wenders, que lo convocó para el universo visual de la recordada Las alas del deseo.
“Más que hacia atrás, yo miro hacia delante”, se ufanaba en señalar Henri Alekan en los reportajes. Por eso, cuando Michel Dumoulin logró situarlo como centro de un compacto pero interesante documental rodado para la televisión francesa hace varios años, consiguió el doble mérito de colocar en valor la vida y obra de este fundamental director de fotografía. Autodidacta, aventurero y, por sobre todas las cosas, fanático por la modernidad técnica que representaba el cine, Alekan, que estudió en la Academia de Artes y Oficios y en el Instituto de Óptica, tuvo su formación como cineasta en las bibliotecas. Las revistas especializadas, al no existir escuelas de cine, brindaban el conocimiento informal de un mundo que se ufanaba en convertir la noche en día. Precisamente, esa fue la imagen que lo hizo abrazar la profesión, fascinado por la iluminación al coincidir con una filmación en Villefrance Sur Mer, en 1925. Entonces se habían suscitado importantes avances que culminarían con la llegada del cine sonoro pocos años después, pero el cine era un arte para iniciados y los primeros operadores de cámara ocultaban celosamente los trucos de su oficio. Así, el “maestro de la luz” aprovechaba los altos de filmación para conocer cómo se cargaba la película y el mecanismo interior de la cámara cinematográfica. Retrospectivamente, se puede considerar risueño que el reglamento de la casa Pathé obligara a filmar a no menos de un metro setenta de altura; o que el sol dictara las primeras horas de la jornada hasta que se hizo presente la luz artificial. Técnica que hizo reflexionar a Luigi Pirandello en una obra tan olvidada como Alekan, Se filma, vértice de las desventuras de cuando el operador de cine dejó de girar la manivela ante el avance tecnológico.
Henri Alekan se formó en ese universo, que del secreto del cine pasó a pugnar por el salario mínimo cuando a la luz solar se adicionó la eléctrica y jornadas de veinte horas de rodaje. De esa primera etapa es asistente de cámara de la mítica Fantomas, según la lente del húngaro Pál Fejös, y de nombres que hoy figuran en los libros de historia. Pero su gran enseñanza la recibe como operador de cámara de Eugen Schüfftan, que culminaba su labor en Metropolis, de Fritz Lang, y también fue director de fotografía de El muelle de las brumas, de Marcel Carné. Seguramente en aquella atmósfera se inspiró para concebir uno de sus grandes logros como fotógrafo en La bella y la bestia, de acuerdo con la versión que rodó Jean Cocteau del tradicional cuento europeo. Filmada en los exteriores del Château de Raray, se montó un andamio de seis metros de alto por cuarenta metros de largo para elevar el suelo real a nivel del friso de un impactante muro barroco. En la complicada puesta en escena, Cocteau quería que todo se asemejara a los grabados de Gustav Doré, pero Alekan cometió un error. Luego de trabajar afanosamente durante horas para conseguir un poético efecto nocturno, el guionista le hizo saber que, según la continuidad de la historia, debía ser de día. Enterado, y con una filmación donde cada minuto cuenta, Cocteau simplemente expresó: Le diré a Jean Marais lo que debe decir. Y de aquella equivocación surgió una línea de honda poesía que tributa aquel amor imposible: “Mi noche no es la vuestra. Es de noche en mí y de día en vos”.
Atrás habían quedado los días de la ocupación, cuando filmar implicaba el riesgo de ser fusilado de inmediato. Al menos, cuando los registros de cámara servían a los planes de la Resistencia. Tal fue el caso de “La batalla del riel”, de René Clement, cuando ir de Niza a Toulon o Marsella era un privilegio para unos pocos. Alekan creía que su labor era útil para transportar documentación, bonos de alimentación o algunas informaciones, pero nunca había sospechado que la filmación de las fortificaciones a lo largo de la vía costera serían de gran utilidad para los aliados en Londres. Aunque filmar en una locomotora en movimiento también era una labor complicada. En una oportunidad, al dar el sol en la lente, Alekan pidió a Clement que tapara el sol con la mano sin advertir que se acercaba un puente. El director, desmayado por el impacto, cayó de la formación en movimiento. Luego de buscarlo durante dos kilómetros entre la maleza, y cuando todos lo daban por muerto, mágicamente se incorporó con el brazo roto y simplemente dijo: “¿Dónde está mi reloj?”.
Otras latitudes
Curiosamente, dos de las más recordadas películas en las que intervino Henri Alekan fueron rodadas fuera de Francia. Una fue el gran clásico La princesa que quería vivir, con Audrey Hepburn y Gregory Peck, que rodada en 1953 por William Wyler, aún hoy disputa la memoria de la ciudad de Roma con clásicos absolutamente propios como Roma, ciudad abierta; La dolce vita o Ladrones de bicicletas. La dirección de fotografía tuvo una arriesgada decisión sobre la película: rodarla en las calles de Roma, prescindiendo por completo de la labor en estudios, y recurriendo al blanco y negro en pleno auge del cine en color. Así Roma fue la tercera protagonista de la historia y la fotografía, realizada conjuntamente con Franz F. Planer, obtuvo una nominación al Oscar, mención que Alekan jamás repitió. La otra fue Las alas del deseo, realizada por Wim Wenders en su época de oro, y donde se produce lo que podría denominarse un viaje por el límite. Si en El estado de las cosas, también con fotografía de Alekan, la búsqueda escondía cierto afán metatextual (el cine dentro del cine), en Las alas del deseo el espacio construido es forzado gracias a la inocultable presencia del Muro de Berlín, como un “adentro y afuera” de la historia del ángel que anhela convertirse en humano. La fotografía, con el uso alternado del blanco y negro y el color, diferenciaba esa constante relación. Gran éxito que impactó decididamente a Antón Corbijn, y en otros jóvenes fotógrafos, que desarrollaron esa estética en varios videoclips de los grupos musicales que fueron furor en los años 80, como Depeche Mode, Joy Division o Echo & The Bunnymen.
Henri Alekan murió nonagenario en París en 2001. Pero en 1996 brindó su último regalo a la Ciudad luz. En colaboración con Patrick Rimoux, Henri Alekan creó un ingenioso concepto de iluminación que aún puede apreciarse desde las escaleras de la Rue du Chevalier de la Barre, la calle que rodea a la Basílica de Sacre-Coeur. Ambos tuvieron la original idea de empotrar fibras ópticas y trocitos de vidrio entre los adoquines e iluminándolas se vislumbran unas lucecitas que representan el mapa del cielo, a ambos lados de la famosa escalera donde Verlaine arrojó a Rimbaud. Este ingenioso truco, en el barrio de Montmartre, no distrae la mirada al fotógrafo apasionado y con un arte equiparable a la labor de Gregg Toland (El ciudadano), Robert Burks (Los pájaros), Eduard Tissé (El acorazado Potemkin); o del mexicano Gabriel Figueroa, el italiano Vittorio Storaro y el sueco Sven Nykvist, mano derecha de Bergman. No casualmente el gran crítico Georges Sadoul había definido a Alekan como el “operador perfecto en su diversidad”. Elogio contundente para quien trazó con su mirada el devenir de un arte fundamental del siglo XX.
* El autor es Diseñador de Imagen y Sonido (UBA) y becario de la Fundación Ortega y Gasset. Galardonado con el Premio al Mejor Periodista Joven de Cultura y Sociedad por la Embajada de Italia.