El debate planteado sobre el “matrimonio homosexual” debe situarse fundamentalmente en el ámbito de la ética pública, del derecho y la política, cuyo criterio decisivo es el del bien común y sus exigencias básicas. Pero aún así, es inevitable que las posiciones en dicho debate reflejen diferentes valoraciones morales sobre la homosexualidad considerada en sí misma.

editorial-imagen2En este sentido, es frecuente que tanto quienes creen defender la enseñanza de la Iglesia como quienes creen atacarla, partan de una misma idea, confusa e incluso falsa, acerca del contenido de dicha enseñanza, y que podríamos formular de la siguiente manera: “La Iglesia está en contra de los homosexuales porque considera que la homosexualidad es un pecado, ya que no tiene potencialidad reproductiva, y sólo puede entenderse como una búsqueda desordenada de placer, por lo cual es contraria a la naturaleza y a la ley de Dios”.

En primer lugar, es importante señalar que la Iglesia ya no habla de homosexuales (aunque sí lo hacen algunos documentos locales recientes redactados con poco cuidado), sino de “personas homosexuales”, porque “la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, no puede ser definida de manera adecuada con una referencia reductiva sólo a su orientación sexual”, según se desprende de la Carta sobre la atención pastoral de las personas homosexuales, de la Congregación

para la Doctrina de la Fe. Los planteos morales de la Iglesia, por lo tanto, no pueden ser entendidos como agravios dirigidos a las personas, pues ella parte del reconocimiento de que “cualquier persona que viva sobre la faz de la tierra tiene problemas y dificultades personales, pero también tiene oportunidades de crecimiento, recursos, talentos y dones propios”.

En segundo lugar, no se puede calificar sin más a la homosexualidad de pecado. Este error lleva a muchas personas a pensar que la Iglesia las considera pecadoras por su sola condición, que ellas no han elegido. Por el contrario, la enseñanza de la Iglesia distingue entre la condición, tendencia o inclinación homosexual, y los actos homosexuales. La primera no es en sí misma pecado, aunque es “objetivamente desordenada” en cuanto que contradice el significado de la sexualidad humana. Los actos homosexuales, en cambio, sí se califican de pecado, aunque sólo en la medida en que sean libres (por lo cual es preciso efectuar una cuidadosa evaluación de la responsabilidad subjetiva).

Otro punto a tener en cuenta es que la dificultad fundamental no es simplemente que la actividad homosexual no tenga capacidad reproductiva, sino que “no expresa una unión complementaria capaz de transmitir vida”. La misma estructura del acto homosexual, caracterizada por la ausencia de la diferencia sexual, hace imposible dicha complementariedad. En ella, las personas no pueden sino buscarse a sí mismas, reforzando así la tendencia al ensimismamiento.

Claro que, de hecho, esto sucede también frecuentemente en las relaciones heterosexuales, pero no por el hecho de serlo. Lo anterior no equivale, en modo alguno, a afirmar que las personas homosexuales “no sean a menudo generosas y no se donen a sí mismas”. Entre personas homosexuales puede haber un amor profundo, lleno de valores humanos. Lo que afirma la Iglesia es que la actividad homosexual, por su propia naturaleza, no es apta para encarnar y expresar dicho amor. Las referencias a la naturaleza y a la ley de Dios no son incorrectas, pero deben ser adecuadamente explicadas.

Cuando se califica a los actos homosexuales como “contrarios a la naturaleza”, no se hace referencia en primer lugar a la naturaleza física, a la conformación y fisiología de los órganos sexuales masculinos y femeninos, sino a la naturaleza humana y, más precisamente, al sentido humano de la sexualidad. Y en cuanto a la ley de Dios, no se dice que la actividad homosexual es mala porque Dios la prohíbe, sino a la inversa: Dios la prohíbe porque “impide la propia realización y felicidad”; ella no es contraria a un decreto arbitrario de Dios sino a su “sabiduría creadora”, según se lee en la Carta.

Por otro lado, la Iglesia no se detiene en el plano de las afirmaciones doctrinales, sino que se preocupa de la dimensión pastoral de este problema: la atención a las personas concretas implicadas. En primer lugar, “las personas homosexuales, como los demás cristianos, están llamadas a vivir la castidad”, cargando su cruz de cada día con confianza, valiéndose de la oración, los sacramentos y la vida de caridad. Pero en el acompañamiento de las personas que deben recorrer este difícil aunque fecundo camino, la Iglesia tiene presente la ley de la gradualidad: la necesidad de ayudar con misericordia y paciencia a las personas que no estén actualmente en condiciones de cumplir de modo inmediato y pleno las normas morales, alentándolas a reconocer el orden moral objetivo, a formarse en el dominio de sí mismas, a perseverar en el esfuerzo constante de conversión, y a poner los medios que están a su alcance para avanzar paso a paso en el camino del pleno cumplimiento de la voluntad de Dios para ellos.

Por supuesto que aun la verdadera enseñanza de la Iglesia sobre este tema, sintetizada en los puntos precedentes, puede ser discutida y rechazada. Pero quien la conozca con precisión, aunque la considere equivocada, difícilmente podrá acusarla de agraviante, o de caer en un burdo naturalismo o en un rígido legalismo. Es, por el contrario, una enseñanza que, desde el amor y el respeto hacia las personas homosexuales, busca ayudarlas a liberarse de falsas ilusiones y a abrazar su situación con realismo, el cual es un presupuesto indispensable para alcanzar la felicidad, no sólo la eterna, sino aquella siempre limitada e imperfecta que puede lograrse en este mundo.

Finalmente, y en referencia a las personas creyentes que viven en uniones del mismo sexo, sería importante recordarles, así como se hace con los divorciados y vueltos a casar, que no están excluidos de la Iglesia, y exhortarlas a la escucha de la Palabra de Dios, a la participación en la Misa, a perseverar en la oración y en las obras de caridad y de justicia, “para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios”, según palabras de Juan Pablo II en su exhortación apostólica Familiaris consortio, referidas a los divorciados y vueltos a casar.

Las precedentes afirmaciones, aunque pertenecen al plano de la ética personal, no dejan de tener relevancia para el debate sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. En efecto, aquéllas pueden ayudarnos a superar un modo de argumentación algo abstracto, así como un tono y un lenguaje agresivos que trasuntan una falta de sensibilidad hacia las personas de cuyas vidas se está tratando. Nada impide reconocer, por ejemplo, que las personas homosexuales tienen derecho a buscar la felicidad según su conciencia dentro de los límites razonables del orden público, aunque tienen el deber correlativo de hacerlo buscando la verdad. La Iglesia, por su parte, tiene el derecho de hacer pública su enseñanza, sin pretender imponerla.

También es posible expresar comprensión hacia aquellas personas que consideran como parte de la felicidad anhelada el acceso al matrimonio, en tanto reconocimiento institucional para un vínculo personal que muchas veces está animado por afecto sincero, la solidaridad y muchos otros valores humanos. Sin embargo, el fin de las instituciones no se limita a la satisfacción de aspiraciones individuales, por comprensibles que sean. No es razonable pretender que las opciones que uno considera adecuadas para su vida personal sean, sólo por ello, normativas para toda la sociedad, al menos en el sentido de que ésta no pueda preferir y considerar como modélica otra forma de sexualidad, por entenderla íntimamente ligada a su continuidad física y espiritual.

Esto último es lo que sucede con la unión heterosexual estable que por su naturaleza (aunque no necesariamente en cada caso concreto) permite la fecundidad y la educación de los hijos, razón por la cual se le atribuye un estatuto jurídico propio que llamamos matrimonio. No existen, por el contrario, exigencias del bien común que justifiquen tratar del mismo modo otros tipos de unión sexual, sin que ello implique desprecio o discriminación alguna a las personas involucradas.

Ahora bien, dado que la discusión pública gira en torno de proyectos de ley y sentencias judiciales, cabe hacer algunas breves consideraciones de tipo jurídico, sin pretender agotar el tema. La primera tiene que ver con las vías elegidas: no es lo mismo una decisión tomada por el Congreso luego de un debate amplio y franco, que una decisión inconsulta de un juez en la soledad de su despacho. Un tema de este calibre no debería quedar librado a decisiones judiciales sorpresivas, y menos aún por parte de jueces dudosamente competentes en la materia. En ese sentido, ha sido una grave irresponsabilidad que el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, no cumpliera con su deber de defender la legalidad e impidiera que el fiscal lo hiciera, con el argumento inconsistente de su sensibilidad personal por el amor individual. Pero ni siquiera la Corte Suprema debería avanzar en esta materia, dado que es claro que no hay agravio alguno a la Constitución en sostener que el matrimonio es la unión entre un varón y una mujer.

Los planteos judiciales en curso giran en torno de la supuesta discriminación que sufrirían las personas homosexuales al no poder contraer matrimonio. Es falso. Ellos pueden casarse exactamente igual que las personas heterosexuales, así como éstas no pueden hacerlo con personas de su mismo sexo. No hay discriminación: hay una definición legal según la cual el matrimonio es la unión estable entre un varón y una mujer. Por otra parte, es función de la ley establecer límites y  diferencias, que no implican “discriminación” (en sentido peyorativo) cuando tienen una razón lógica. La ley no discrimina a los inquilinos llamándolos así y otorgándoles derechos diversos de los que atañen a los propietarios, por más que aquellos sientan la vocación subjetiva de hacerse dueños de las casas que alquilan. En el ámbito mismo del matrimonio, no es discriminación sino una pauta de orden social impedir el incesto o la poligamia.

Aquella definición legal tampoco es imposición de un dogma religioso, como se alega erradamente. De hecho, el concepto de matrimonio en cuestión es previo al cristianismo. En la antigüedad existió la homosexualidad, pero a nadie se le ocurrió llamar matrimonio a una unión homosexual. La convicción de que la heterosexualidad es un requisito esencial de la unión matrimonial, es, además, compartida por otras iglesias y religiones, que muchas veces son bastante menos amables que la Iglesia Católica en relación a las personas homosexuales.

La definición que contiene el artículo 172 del Código Civil, según la cual es indispensable para la existencia de un matrimonio el consentimiento pleno y libre prestado por varón y mujer, fue así explicitada en 1987 por la ley 23.515, al pasar su proyecto por el Senado (porque la sanción original de la Cámara de Diputados, que luego aprobó la del Senado, sólo mencionaba a “los contrayentes”). Fue por lo tanto una decisión deliberada del legislador democrático, que quiso explicitar lo que estaba implícito en toda la legislación anterior.

Ese requisito fluye además con toda claridad de los tratados internacionales de derechos humanos, que tienen jerarquía constitucional. En ellos, cuando se habla del derecho a contraer matrimonio, o de las obligaciones y derechos que derivan de él, siempre se habla de “hombres y mujeres”. Todos los demás derechos que allí se enumeran son reconocidos a “las personas”, genéricamente. La mención diferenciada, que se da únicamente en relación al matrimonio, tiene el claro y evidente sentido de requerir la heterosexualidad para esa unión.

Lo visto y oído semanas atrás muestra patentemente que lo que algunos activistas buscan no es ni siquiera garantizarse determinados derechos, sino afirmar una reivindicación que iguale lo que es notoriamente distinto: las relaciones heterosexuales a las homosexuales. Los derechos de orden patrimonial o asistencial que reclaman pueden alcanzarse sin necesidad de denominar matrimonio a las uniones homosexuales. La cuestión no es meramente semántica.

Volviendo al comienzo de estas páginas, tiene que ver con lo que se considere el “bien común”. Lo que la Constitución, los tratados internacionales, las leyes y, en última instancia, ese bien común mandan proteger, promover y tutelar, es la familia. Tiene sentido que se promueva el matrimonio, entendido como unión estable y fecunda entre un hombre y una mujer. Tiene menos sentido que se quiera equiparar otras uniones a esa relación fundante, más allá del valor subjetivo que pueda tener para sus integrantes. No todo vínculo, aun valioso (como la amistad) debe ser dotado de efectos jurídicos. No hay interés público en ese sentido, como tampoco lo hay en las relaciones sexuales homo o hétero que se desarrollan en la intimidad para la satisfacción de deseos subjetivos individuales.

7 Readers Commented

Join discussion
  1. Horacio Castro on 1 enero, 2010

    Los católicos aprendemos a “separar el pecado del pecador”. Así, entender que la actividad homosexual es un desorden compulsivo no justifica ningún argumento para apartar de la vida de la Iglesia a los católicos homosexuales. Jesucristo es salvador de todos los seres humanos.

    El sinsentido del matrimonio entre personas del mismo sexo resulta más evidente ante la posibilidad que ya se llama unión civil, que les aseguraría la constitución de sociedades patrimoniales, el reconocimiento de su relación afectiva y la intervención del Estado en la manera en que el vínculo objeto de la unión (distinta del matrimonio heterosexual en el que se funda la familia) se podría resolver jurídicamente cuando fuera necesario.

    Esto lleva a la siguiente reflexión.

    La mayoría de los medios de comunicación difunden una triste futurología sobre la relativización de la caridad y de principios morales; la desaparición de creencias religiosas; la generalización de la homosexualidad como ideología; la transexualidad bioquímica y quirúrgica y el remedo de maternidad en varones; los matrimonios homosexuales con derecho a la adopción de menores; las técnicas que alteran la identidad genética humana; el aborto; el control discriminatorio y abusivo de la natalidad; el homicidio de embriones descartados o con fines terapéuticos, de eugenesia y experimentación; la combinación de genes humanos con los de otras especies; etc.
    Esta realidad mundana, junto a una parcial indiferencia pública, contrasta con algunas condiciones (no referidas a la homosexualidad) impuestas por el Magisterio que pueden limitar vocaciones auténticas, desalentar la participación de fieles en la Eucaristía y dificultar significativamente el camino hacia la verdadera perfección espiritual de católicos, aun para su felicidad temporal posible.

  2. Graciela Moranchel on 5 enero, 2010

    Jesús vino a anunciar el Reino de Dios justamente a aquellos que la ley tenía por lacra social por no poder cumplir con sus prescripciones: los marginados, las prostitutas, los publicanos, y tantos otros que quedaban fuera de las puertas del templo por su situación de impureza legal.
    No dejemos fuera de nuestras comunidades ni de la mesa de la Eucaristía, con nuestras puntillosidades legalistas y distinciones conceptuales, a tantos y tantas que necesitan de Dios: los que sufren, los que son diferentes, los que la ley deja afuera.
    La misión de la Iglesia no pasa por regular la sexualidad de las personas, o por indicar cuáles conductas morales deben practicar para formar el ejército de lo que podría llamarse la «gente normal».
    La misión de la Iglesia pasa por ser como una antorcha en el mundo, que muestra que existe un Dios que es amor para todos, y en el que aún los más pequeños y despreciados pueden sentirse hijos muy queridos.
    Dejemos que estas personas homosexuales que quieren casarse sean felices como puedan, y que luchen por lo que creen son sus derechos. Gracias a estas iniciativas personales se van produciendo innumerables cambios sociales que responden a las modificaciones en las situaciones históricas que tienen que ver con el concepto de familia, del matrimonio y de los derechos humanos, de los cuales no debemos olvidar que la Iglesia tardó mucho en reconocer y aceptar.
    En los países más civilizados, de estos temas personales, como la sexualidad, el divorcio, etc., ya no se habla más. Son asuntos aceptados plenamente, porque se respeta la conciencia y la libertad individual. Ojalá estemos cerca nosotros, en estas latitudes, de poder imitarlos.
    Mientras tanto, la Iglesia debe seguir anunciando el Evangelio de la Vida, sin confundir el mensaje de Jesús con las moralinas que durante siglos ocuparon un lugar equivocado en la pastoral de la Iglesia, poniendo en el centro de la predicación temas de moral sexual y derivados.
    La bondad de los actos morales nunca son la causa, sino sólo la consecuencia de la unión de la persona con Dios.
    Saludos cordiales.

  3. Horacio Castro on 7 enero, 2010

    Extiendo mi comentario anterior.
    “Consecuencia de la ideología de género, según la cual lo masculino y lo femenino, el ser varón y el ser mujer, no surge de una diferencia biológica y mucho menos se identifica con ella, sino que procede de la evolución de la cultura y es, por lo tanto, cambiante.” (Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata, citado en ‘La educación sexual en las escuelas’, Revista Criterio Nº 2353 Octubre de 2009).

    A la deformación ideológica se suma que la insensatez jurídica- del matrimonio homosexual- no decide la adjudicación judicial de roles de varón y de mujer, porque lisa y llanamente pretende constituir como cónyuges a contrayentes del mismo sexo.

    Especialmente cuando se trata de menores, aun en su adolescencia, limitar la educación o información sobre sexualidad a la no discriminación de personas homosexuales, travestidas, etc. y a la prevención de embarazos no deseados, abortos, y enfermedades de transmisión sexual, sería inmoral y reduccionista con un objetivo exclusivamente hedonista. Esta convicción no atenta contra los derechos de los niños sino que es una realización del cuidado que se les debe brindar para su formación íntegra.

    En adultos es conveniente tratar, los métodos para planificación familiar y aquellos que disminuyen el contagio de enfermedades sexuales, como tema distinto del que corresponde a la tragedia del aborto provocado. El aborto no es un problema exclusivamente religioso (tampoco el matrimonio entre personas del mismo sexo) y se puede resolver con justicia- acerca de seres humanos en desarrollo (ya no en potencia)- conjuntamente con personas con principios morales aunque no sean teístas. Es de especial estudio el caso de mujer violada que, de quedar embarazada, muestra otra forma de esclavitud como reproductora sexual del victimario sin siquiera mediar el consentimiento de un ‘alquiler de vientre’.

    No se vislumbra que la Iglesia vaya a autorizar a los católicos el empleo de anticonceptivos no abortivos ni de barreras físicas o químicas para la prevención de enfermedades de transmisión sexual. Sabemos del amor del Magisterio que debe asumir decisiones frecuentemente controversiales en defensa de nuestra fe. Pero un gran número de católicos seguimos sin comprender los fundamentos teológicos definitorios que condenarían esos modos de planificación familiar o para la prevención de enfermedades.
    También angustia a muchos fieles que el Magisterio de por cerrado el tratamiento de la inclusión- sin las actuales restricciones- de divorciados en la vida de la Iglesia y el de la ordenación de mujeres (en este último asunto, supongo que las católicas superarán discursos de teólogas ‘feministas’ como Christine Gudorf).

    No quiero incurrir en una simplificación excesiva, pero otro tema de gran importancia es el celibato sacerdotal (que el celibato de religiosos y religiosas llegue a ser optativo, obviamente presentará problemas de implementación) aunque es conveniente señalar que- de hecho pese a la tradición reciente- la Iglesia Católica acepta como sacerdotes a aquellos provenientes de la Iglesia Anglicana aun casados.

    Por encima de mi comentario opinable, creo como expresa la Lic. Moranchel que, lo esencial de “la misión de la Iglesia pasa por ser como una antorcha en el mundo, que muestra que existe un Dios que es amor para todos, y en el que aún los más pequeños y despreciados (Jesús anuncia el advenimiento del Reino de Dios también a ‘los marginados, las prostitutas, los publicanos, y tantos otros que quedaban fuera de las puertas del templo por su situación de impureza legal’) pueden sentirse hijos muy queridos.”

  4. Amalia Carriquiriborde on 3 febrero, 2010

    «ese bien común mandan proteger, promover y tutelar, es la familia. Tiene sentido que se promueva el matrimonio, entendido como unión estable y fecunda entre un hombre y una mujer. Tiene menos sentido que se quiera equiparar otras uniones a esa relación fundante, más allá del valor subjetivo que pueda tener para sus integrantes.»………………¿ACASO YO NO DEBERÍA CASARME YA QUE NO VOY A TENER HIJOS? ¿ACASO MI MATRIMONIO NO PODRÁ CONTRIBUIR AL BIEN COMÚN?TENGO 50 AÑOS. SOY VIUDA. EN 30 DÍAS VOY A CASARME POR IGLESIA Y POR CIVIL. ¿DEBERÍA SUSPENDERLO?….Y ¿DESDE CUÁNDO LA IGLESIA NECESITA APOYARSE EN LEYES MUNDANAS PARA EXPRESARSE?
    Amalia

  5. Emir Amado on 26 junio, 2010

    Citando textualmente a Amalia: «[…]¿DESDE CUÁNDO LA IGLESIA NECESITA APOYARSE EN LEYES MUNDANAS PARA EXPRESARSE?[…]» Ampliaré este enunciado.. ¿desde cuándo una legislación justa debe apoyarse en una entidad religiosa para ser realmente justa? Partamos de que no todas las personas en el suelo de nuestra preciosa Argentina pertenecen a la fe católica, y sinceramente me parece una tontería (por no usar otros adjetivos que calificarían mejor la situación) que sólo una religión se entrometa en cosas que son de Estado… un Estado conformado por personas de diferentes religiones (o que prefieren no estar en ninguna). En mi opinión, muchas personas tienen mucho que aprender, tengo 17 años, pronto cumpliré 18 y realmente me da lastima ver que vivo en un país lleno de intolerancia y que las personas dejan que la Iglesia influya de tal manera en sus vidas que les dice cómo actuar y qué hacer.. Realmente es una lástima ver que vivimos en un país dominado, donde muchos están programados para seguir las ideas que les metieron en la cabeza… Yo prefiero tener mis ojos abiertos y pensar por mí mismo, lamentablemente hay muchas personas a las que les hace falta despertar… Dios no está adentro de un edificio al que se va a rezar, está dentro del corazón de cada persona a las que SU intolerancia les dice que NO… Piénsenlo y ojalá que Dios los bendiga y les abra los ojos.

  6. mary on 1 agosto, 2010

    vivamos y dejemos vivir.
    Sáquense de la boca la palabra Dios, que les queda muy muy grande.

  7. ¿Génesis 18-19 es un relato sin sentido del Antiguo Testamento?

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?