Hace ya tiempo que la reflexión filosófica ha advertido que para ella finalmente no se trata de tales o cuales objetos y sus “partes” −mundo de las cosas que nos rodean, el hombre, la cultura, los saberes, Dios…−, sino del acontecer total de cuanto como un único fenómeno acontece, aunque el paso a paso del pensamiento deba ocuparse cada vez de una u otra cosa. Y el centro en torno al cual en principio gravita todo cuanto es, sin perder lo suyo propio, el hombre: aquí está el centro de la reflexión en nuestro tiempo.
Mandrioni ha sido un claro representante de esta edad de la razón; y entre nosotros, un adelantado de tal momento histórico del pensamiento. Precisamente ello le significó, a veces, no pocas incomprensiones; pero en mayor medida el amplio reconocimiento
de nuestra comunidad intelectual, reconocimiento que se ha prolongado en sus numerosos amigos y ex alumnos. Y aquí importa señalar algo poco común: Mandrioni no quiso nunca ser seguido como un pensador cuya exégesis fuera tarea de quienes lo escuchaban o leían su abundante bibliografía. Siempre pensó −y quien escribe estas líneas lo escuchó de su boca− que lo mejor para cada uno era, habiendo visto algo a través de él −no a él−, que emprendiera desde allí su propio camino.
Si gozó permanentemente de la compañía de colegas y ex alumnos, ello se debió, precisamente, a que esa libertad que siempre alentó hacía que cada persona lo sintiera
cercano, sin ser por ello su seguidor o imitador; y ello fundaba, justamente, una profunda amistad.
Mandrioni entendía que para el hombre, para cada hombre, ser, existir era hacerse cargo de sí y a la vez de todo cuanto es y sin lo cual no somos: los otros, las cosas… Supo también que así, nada de todo cuanto es nos es ajeno, y esto significa que nada es sin llegar a nosotros, sin afectarnos, sin “tocarnos”, antes de que pronunciemos palabra teórica alguna, científica o filosófica, interior o exterior. Así, en su discurso hablado y escrito no podía estar ausente el arte en general y la poesía en modo especialísimo. Basta pensar para ello en sus libros Rilke y la búsqueda del fundamento, Hombre y poesía. Su discurso fue de este modo el fecundísimo discurso mixto, en vaivén interminable, propio del hombre como tal: raigalmente poético y, a la vez, en inevitable aspiración especulativa. Sus inspiradores en esta tarea de verdadera madurez espiritual fueron, entre otros: Kierkegaard, Husserl, Scheler, Marcel, Heidegger, Gadamer, Lévinas, M. Ponty, M. Henry; los grandes escritores y poetas: Dostoievski, Kafka, Claudel, Rimbaud, Baudelaide, Hölderlin, St. George, Rilke…
Precisamente en este ámbito y en esta atmósfera de despliegue espiritual hubo algo que Mandrioni logró de modo admirable: nunca olvidó el diálogo con la gran tradición de pensamiento filosófico y teológico occidental judeo-cristiano. Logró él también aquello que Ricoeur practicó incesantemente: desplegar, en el encuentro con el otro y también con lo otro: lo no filosófico, lo suyo propio allí presente implícitamente; y desplegar en sí mismo, esto es, en su línea de pensamiento recién señalada, lo que, dado en la otra parte de modo explícito, descubría como presente implícitamente en él mismo. Tal es el verdadero diálogo: el encontrarse con el otro en la explicitación de un sentido que, ya dado de manera latente, convoca misteriosamente a que se le de palabra y así se
lo despliegue en la historia.
Pero la generosidad de Mandrioni en el hacer ver, su prudente retirarse para que el otro crezca, su diálogo espiritual incesante provenía de un corazón sacerdotal sostenido antes
desde más allá de todo pensamiento humano y de toda palabra. Eso era en realidad lo que lo alcanzaba, lo que afectaba a Mandrioni: la vida del hombre-Dios desplegada en Jesús, hecha su vida personal. Quien tuvo la fortuna de vivir muy cerca de él sabe bien de esto.
Esa Vida que era su vida siempre asomaba; pero precisamente asomaba, no alzaba la voz, no se apresuraba a cortar con autoridad el discurso humano. Mandrioni vivía con
lucidez esa vida y por ello sabía que ella era don de Alguien que lo da a quien lo quiere porque, al menos, y aún sin saberlo, lo espera. De allí el pudor de Mandrioni para hablar de su Dios: sólo dejaba que el oído de quien lo escuchaba quedara eventualmente abierto para oír −oír, vale decir, ser afectado el propio corazón− algo que viene de más lejos. El pudor de Mandrioni era así respeto por el otro.
Este pudor estaba presente en otro sentido, aunque emparentado con el anterior, en sus homilías. Mandrioni sabía que hoy una fe madura no soporta ya las fáciles palabras que se han vuelto monedas sin relieve. Sabía que hoy hablar de las cosas de Dios no puede prescindir de hablar de las cosas del hombre, de nuestro hombre de hoy y en el lenguaje que manifiesta a ese hombre de hoy: ese hablar debe dejar que resuene en lo humano, en la desde siempre implícita divinidad humana, la humanidad de Dios. En esto fue Mandrioni fiel al hombre de nuestro tiempo y fiel al Dios que quiere ser hombre en cada distinto tiempo histórico.
Como no podía ser de otra manera, para quien piensa lo más propiamente humano, esto es: el amor y la muerte, los extremos más misteriosos y a la vez más prometedores de la
existencia fueron temas amados de Mandrioni. Allí, donde todo excede a la palabra filosófica, especialmente a la que ve sólo objetos a analizar, es donde mejor se puede apreciar el centro y la “otra manera” de pensar −y de esperar− de nuestro filósofo.
En ese pensar esperanzado −y gozoso para quien como él vivió la vida de Cristo− la palabra filosófica es superada y curada por el decir poético bíblico que se supera finalmente a sí mismo en alabanza, como una flecha que nunca alcanza de lleno un blanco que no deja de atraerla como el principio de su movimiento. Tal fue la convicción y la vida de Héctor D. Mandrioni.