El pasado 28 de enero murió el escritor estadounidense J. D. Salinger, a los 91 años. El cazador oculto, su primera novela, fue best-seller e influyó en toda una generación gracias a su protagonista, un adolescente que huía de un internado para abrirse paso, torpemente, en Nueva York.
Al escritor estadounidense J.D. Salinger le bastó publicar una obra relativamente breve (alguna novela corta y un puñado de cuentos) para instalarse definitivamente como un autor de culto y un clásico de las letras norteamericanas. Algo análogo a lo que pasó en la literatura latinoamericana con el mexicano Juan Rulfo, autor de Pedro Páramo y los relatos de El llano en llamas. Los dos narradores, cada uno a su manera, se retiraron muy tempranamente de la escena pública y dieron pié a varias leyendas sobre qué nuevas obras tendrían entre manos en la soledad.
Si bien Nueve cuentos (1953) y Fanny y Zooey (1961) son referentes obligados e importantísimos para entender al autor, puede decirse que todo Salinger ya está en su pequeño libro The Catcher in the Rye, traducido al castellano como El cazador oculto o El guardián entre el centeno. La obra fue publicada por primera vez en 1951. En uno de los capítulos finales, Holden Caulfield –el adolescente protagonista y narrador– mientras habla con su hermana menor y recuerda a su hermano muerto, dice que sólo algunas cosas lo hacen feliz (a él que es un chico melancólico, rebelde e irónico): estar con su hermanita Phoebe, “conversar” con su desaparecido hermano Allie (“no sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se haya muerto”) …
o imaginarse como un guardián que cuida que los chicos que juegan entre el centeno no caigan en el precipicio cercano al campo. De allí el título de la obra, que se inspira libremente en una balada del escritor escocés del siglo XVIII, Robert Burns.
Jerome David Salinger había nacido el 1º de enero de 1919 en Nueva York y acaba de morir a los 91 años, después de más de medio siglo de empecinado silencio. No concedía entrevistas ni permitía ser fotografiado. Era hijo de Sol Salinger, un comerciante hebreo de origen polaco, y de Marie Jillich, de ascendencia escocesa e irlandesa. Al contraer matrimonio, la madre cambió su nombre por el de Miriam y se convirtió al judaísmo.
Salinger fue un frustrado estudiante universitario, soldado voluntario en la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, exitoso escritor. Se lo considera el padre de la literatura centrada en la adolescencia. En efecto, su alter ego es un adolescente que aborrece el orden establecido, que sufre inseguridades, que no acierta su camino y deambula durante tres días por una Nueva York familiar y ajena al mismo tiempo.
Por rebeldía y por debilidad, este a veces insoportable joven termina tratando de adaptarse con fantasía y cierto histrionismo al contexto de los adultos que dice despreciar. Así, cuando va a visitar a su ex profesor Spenser y señora, después de ser expulsado de la escuela por su falta de dedicación al estudio, les da la razón: “Claro que siento remordimientos. Pero muchos no. Por lo menos todavía. Creo que aun no lo he asimilado. Tardo mucho en asimilar las cosas. Por ahora sólo pienso en que me voy a casa el miércoles. Soy un tarado”.
Su despiste es tan grande como su sinceridad a la hora de contárselo al lector, lo cual hace que sintamos pena por su condición y, por momentos, entrañable simpatía. Escribe: “Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adónde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria. Así que eso que le dije a Spencer de que tenía que ir a recoger mi equipo era pura mentira. Ni siquiera lo dejo en el gimnasio”.
El protagonista no ama el cine, a pesar de que su hermano mayor es guionista. Lo suyo es la literatura. Declara su aprecio por el libro Memorias de Africa de Isak Dinesen, pseudónimo de la exquisita escritora danesa Karen Blixen, que muchos años después sería llevada al cine con el título de África mía (Out of Africa) y magníficamente interpretada por Meryl Streep. Una paradoja para la sensibilidad de Salinger, probablemente.
Sí le gusta, en cambio, recordar a Somerset Maugham, a su admirado Herman Melville, o referir el argumento de una pieza teatral de su compatriota Ring Lardner sobre un policía interesado en una muchacha: “Se enamora de una chica muy mona –cuenta– a la que siempre está poniéndole multas por pasarse del límite de velocidad. Sólo que el guardia no puede casarse con ella porque ya está casado. Luego la chica tiene un accidente y se mata. Es una historia estupenda”.
Son varias las temáticas que afronta el libro desde una sensibilidad adolescente a flor de piel. El capítulo del casto encuentro con la joven prostituta es todo un texto dentro del texto. Además: la violencia entre estudiantes, el lenguaje vulgar en contraste con el académico, la salud mental, la hipocondría…Los temas de Dios y del catolicismo aparecen tratados con ánimo crítico y con conocimiento de causa. Un rico sponsor del colegio dice unas palabras en la capilla. Aflora allí todo la ironía de Salinger: “Nos dijo que debíamos considerar a Dios como un amigo y que él le hablaba todo el tiempo, hasta cuando iba conduciendo”. La anécdota termina con la irreverente ocurrencia de un compañero grosero, que hoy suena nada grave pero que para la mentalidad puritana de entonces era una verdadera provocación.
Y una noche, ya en la cama: “Tenía ganas de rezar o algo así, pero no pude hacerlo. Nunca puedo rezar cuando quiero. En primer lugar porque soy un poco ateo. Jesucristo me cae bien, pero con el resto de la Biblia no puedo”. El chico admira más a los endemoniados que Jesús sanará que a los discípulos. Los enajenados son personajes “góticos”, dignos de atención; los discípulos, algo aburridos. Y, además, no se portaron bien en vida del Maestro, según el joven Holden.
Con los sacerdotes es particularmente severo: “Si quieren que les diga la verdad, no aguanto a los curas. Todos los capellanes de los colegios donde he estudiado sacaban unas vocecitas de lo más hipócritas cuando nos echaban un sermón. No veo por qué no pueden predicar con una voz corriente y normal. Suena de lo más falso”. Pero, curiosamente, resulta conmovedor y auténtico su encuentro con dos monjas en el café de la estación de trenes, una mañana: “Como les iba diciendo, las dos monjas se sentaron a desayunar en la barra y charlamos un rato”. A una le pregunta si están haciendo una colecta para alguna causa, pero ella le aclara que simplemente están cambiando de colegio. Las describe con cierta distancia pero inmediatamente advierte que son sinceras y le caen simpáticas, para colmo una es profesora de letras y la otra de historia. Conversan de buena gana y coinciden en autores y libros. El insiste en ofrecer una colaboración de diez dólares y ellas le dicen que no, que es demasiado. Finalmente aceptan y quedan muy agradecidas. Cuando una se despide y le comenta que
ha pasado un rato muy agradable, él se emociona un poco: “Le contesté que yo también lo había pasado muy bien y era verdad. Y lo habría pasado mucho mejor si no hubiera estado temiendo todo el rato que de pronto me preguntaran si era católico. Los católicos siempre quieren enterarse de si los demás lo son también o no. No crean que los critico. Estoy casi seguro de que si yo fuera católico haría exactamente lo mismo”. Las religiosas no le preguntan nada de eso y se despiden con una sonrisa. Él, el adolescente inquieto y bohemio, el que quiere demostrarse adulto y autosuficiente, se abatata un poco: “Cuando las dos monjas se levantaron, hice algo muy estúpido que después me dio vergüenza. Como estaba fumando, me confundí y les eché el humo en la cara. No fue a propósito, claro, pero el caso es que lo hice. Me disculpé muchas veces y ellas estuvieron simpatiquísimas, pero aún así no se imaginan la vergüenza que pasé”.
Hay ciertas inquietudes recurrentes en el muchacho. Una es la pregunta que se hace sobre los patos del Central Park: ¿qué harán durante el invierno?, ¿emigran o mueren de frío? Eso lo preocupa. Al respecto, nadie lo entiende. Como también lo preocupan los niños, por los que siente ternura y una especial responsibilidad: “Pasé por un rincón del parque en el que había juegos para niños…”. Se detiene a mirar a dos en un subibaja. Uno es gordo y el otro pequeño.
Quiere ayudarlos a equilibrar el peso, pero finalmente “como noté que nos les hacía ninguna gracia, me fui y los dejé en paz”. Una vez más, el adolescente queda en ridículo. El tono de la narración de Salinger es el de una anticipada rebeldía de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial –tan traumática para él que había participado del desembarco en Normandía y visto morir a millares de soldados– por considerar hipócrita a la sociedad burguesa estadounidense.
Para algunos críticos, el personaje es un enfermo y un egoísta (lo cual quedaría confirmado con la internación final); para otros, todo lo contrario. Sin embargo, el libro es un clásico que sigue siendo admirado y amado por diferentes generaciones. Lo cierto es que en esta estupenda novela conviven momentos de exasperación y agudo pesimismo con una marcada y auténtica bondad. El vagabundo y susceptible adolescente de Nueva York sabe odiar y amar con intensidad, aunque al final termine, de alguna manera, perdonando a todos con el recuerdo y cierta añoranza. En efecto, concluye rememorando al portero de hotel y proxeneta que lo había golpeado brutalmente: “Creo que hasta al cerdo de Maurice lo extraño un poco”.