La 60° edición de la Berlinale permite rendir tributo a Fritz Lang y su recuperada Metropolis, al tiempo que reseñar tendencias.
En la Berlinale el tiempo inclemente no enfrió los ánimos del siempre entusiasta público que colmó los cines afiliados al festival. Sin embargo, los festejos por los sesenta años del Festival de Cine de Berlín –acompañados en Buenos Aires por la excelente programación homenaje de Cinemateca en la sala Lugones del Centro Cultural San Martín– no resultaron espectaculares. Quizás lo impidieron las temperaturas inhóspitas o, a lo mejor, las expectativas de esta cronista están moldeadas por su lugar habitual de residencia, contiguo a Hollywood. La celebración pública más visible fue la colocación de una pantalla gigante en la Puerta de Brandenburgo, para trasmitir en directo la última restauración del todavía espectacular filme de ciencia ficción Metrópolis (1927), dirigido por Fritz Lang –el Steven Spielberg de su época. Fue la noche del 12 de febrero, durante una nevisca fenomenal, frente a peatones corajudos. La proyección de 147 minutos, en una función de gala, con orquesta, se desarrolló en el renovado teatro Friedrichstadtpalast, en Friedrichstrasse, muy cerca de su intersección con Unter den Linden, no lejos de la Puerta.
Como es sabido, la historia de cómo se llegó a esta restauración conecta a Buenos Aires con Berlín. Los historiadores de cine –especialmente los alemanes– se quedaron estupefactos con la noticia de que en el Museo de Cine Pablo Ducrós Hicken unas latas viajeras, prolijamente caratuladas “Metrópolis”, contenían una copia en 16 mm, más larga que las habituales, incluida la restauración del filme en 2001. Invitada por el festival, Paula Félix-Didier, directora del Museo, contó en una mesa redonda la saga que empezó en 2008 y culminó cuando los restauradores de la Deutsche Kinemathek y la Fundación Murnau incorporaron unos veinte minutos extra de la copia argentina a la versión presentada en el Friedrichstadtpalast.
La pesquisa detectivesca, la labor de reconstrucción y la historia de la película desde su concepción visual en 1924 durante un viaje de Lang a Nueva York hasta la flamante restauración de 2010, son el objeto de una exposición interesantísima organizada por la Deutsche Kinemathek en su museo, ubicado en Postdamer Platz.
Para “The Complete Metropolis” (título original en inglés), la cinemateca berlinesa reunió documentación muy rica (memos, cartas, guiones, partituras, fotos), diseños y maquetas, elementos de utilería y aparatos cinematográficos. La muestra resulta amena e informativa, y se completa con dos documentales.
El primero, Die Reise nach Metropolis (El viaje a Metropolis), financiado por varios canales de televisión, cuenta la trayectoria desde la idea de Lang, secundado por su mujer Thea von Harbou, que escribió la novela sobre la que se basó el film, hasta su ejecución en los estudios de la UFA –el Hollywood de Berlín, al suroeste de la ciudad. El segundo documental es argentino, Metropolis Refound (Metropolis reencontrada), y narra el descubrimiento efectuado por Fernando Martín Peña en 2008. El crítico e historiador argentino había oído decir a un viejo proyectorista en 1988 que Metropolis duraba dos horas y media –las versiones circulantes en Europa y en los Estados Unidos eran de dos horas. Esa copia, en 16 mm, provenía de un original en 35 mm adquirido por el distribuidor Adolfo Z. Wilson, que había visto el estreno en Berlín en 1927. La copia que trajo a Buenos Aires provenía de uno de los tres negativos de la película, el llamado ‘internacional’, con la duración original de 153 minutos. Esta copia resultó ser más larga que la alemana, acortada poco tiempo después del estreno, y la preparada por Paramount Pictures para los Estados Unidos, que estrenó una versión ya acortada. Estos datos –perdidos en el remolino del tiempo– resultaron claves para aquilatar el valor del hallazgo porteño.
El coleccionista Manuel Peña Rodríguez adquirió el film después de su explotación comercial, y esa fue la copia usada en cineclubs hasta los años sesenta (la recordada por el memorioso proyectorista). El Fondo Nacional de las Artes recibió la colección Peña Rodríguez, que terminó en 1992 alojada en el Museo del Cine. Peña pudo finalmente comprobar que su sospecha inicial era un descubrimiento sensacional, como quien desempolva un manuscrito traspapelado en la biblioteca de un palacio provincial europeo… La verificación del hallazgo, el viaje a Alemania para consultar con Enno Patalas, el historiador más identificado con Metropolis; y el asombro de los expertos alemanes es el tema del documental argentino, bien armado y con momentos francamente cómicos.
El Museo del Cine merecería albergar esta exposición, que cuenta no sólo la historia de un film clave en el plano estético y técnico, sino el funcionamiento de la industria cinematográfica en la época de oro del cine mudo. Apenas transcurridas tres décadas de la invención del cinematógrafo de los hermanos Lumière, Metropolis marcó una cima artística; todavía hoy es un “artefacto” que asombra y entretiene.
Retomando la distinción introducida por Jean-Luc Godard acerca de las dos vertientes del cine, espectáculo –la línea representada por Georges Méliès– e investigación –los hermanos Lumière– bien puede argüirse que los filmes seleccionados para la competencia oficial se encuadraron sin ambages en uno u otro campo. En el costado espectáculo se lucieron el estilo barroco de Martin
Scorsese con un thriller desmadrado que se imagina hitchcockiano, Shutter Island (lo mejor su banda sonora, un repertorio de compositores serios contemporáneos como John Adams, John Cage, György Ligeti), el pintoresquismo preciosista de Zhang Yimou, A Woman, a Gun and a Noodle Shop (una adaptación delirante del primer film de los hermanos Coen, Blood Simple – Sangre fácil), y la paranoia visual de Roman Polanski The Ghostwriter (Hitchcock pasado por la estética cínico-existencialista del director polaco). A la hora de otorgar los premios, el jurado internacional, presidido por Werner Herzog, prefirió dejar de lado el ‘espectáculo’ y premiar ‘investigaciones’ sobre aspectos concretos del duro vivir.
El Oso de Oro al mejor film distinguió al largometraje turco Bal (Miel), de Semih Kaplanoglu: la descripción pausada de la vida de una familia de apicultores en una zona remota, rodada con luz natural, utilizando los sonidos reales del bosque y la cotidianidad doméstica. La perspectiva se ajusta a las percepciones imaginativas e imaginarias del hijo de seis años, inmerso en un mundo entre mágico y de terror. Piénsese en el cine de Ermanno Olmi, pausado, meticuloso y profundamente humano para calibrar el premio mayor del festival. El jurado ecuménico, integrado por católicos y protestantes, también le entregó su premio.
Otras dos temáticas marcadas se perfilaron en la competencia: por un lado, retratos de personajes masculinos alienados, vulnerables, desnortados o insatisfechos (algunos protagonistas gozan de todas estas envidiables características), aislados por diferentes razones del mundo sanador femenino. En ese sentido resultó emblemático el poderoso drama carcelario rumano Si quiero silbar, silbo, de Florin Serban, que traza una pintura minuciosa de un individuo particular para lograr al final un cuadro generacional. Su joven director recibió el premio Alfred Bauer a una obra de particular innovación, y también el oso de plata del jurado.
La segunda temática –heredera moderna de la tradición polémica y política del festival– es la pintura del Islam en Europa. Realizadas por directores que conocen íntimamente la religión y cultura musulmanas, por familia o convivencia, se destacaron dos películas: Shahada (Fe), de Burhan Qurbani, un joven director afgano criado en Alemania, y No Patu (El camino), de Jasmila Zbanic, oso de oro en 2006 por Grbavica. Ambas se preguntan tácita o explícitamente qué significa ser un buen musulmán.
Ni las tres historias entrecruzadas de Shahada, ni la radiografía de una ruptura matrimonial cuando el marido se fundamentaliza, contestan la pregunta, prefiriendo el final abierto. Los dos largometrajes abordan una temática puramente sexual; y no sé si a sabiendas o inconscientemente, sus directores terminan presentando un cuadro pavoroso de la mujer como instrumento del demonio para la perdición del hombre. El Talibán y las burkas no andan lejos cuando se abrazan estas distorsiones, o se las impone por la fuerza. Como un mago, esta participante feliz de la Berlinale puede seguir sacando de la galera mil y un temas… a cuatro o cinco películas por día, durante diez… hay música para rato. Pero la prudencia pide poner fin a una crónica que puede volverse desgarbada. Sólo queda decir hasta el año que viene y… ¡viva el cine!