El 12 de marzo murió Miguel Delibes. Después de una producción intensa –“un hijo y un libro por año”, declaró en uno de sus momentos más fértiles–, la enfermedad lo fue aislando. Hacía más de diez años que no publicaba; no obstante, su obra se mantuvo vigente y se lo considera “el último gran referente de las letras castellanas del siglo XX”.
Una evocación de Miguel Delibes corre el riesgo de convertirse en un catálogo desmesurado si se atiende a su “prolífica carrera”, con más de medio centenar de obras y múltiples premios de importancia, desde el Nadal que recibió su primera novela hasta el Príncipe de Asturias y el Cervantes. Podrían sumarse, además, la reiterada mención como candidato al Nobel de Literatura y su condición de miembro de la Real Academia Española desde 1975: quizás esa lista extensa podría generar una imagen distorsionada del escritor. Sin negar la importancia de las distinciones como reconocimiento a una trayectoria destacada, extendida a lo largo de medio siglo, rescatar lo nuclear en Delibes es recordar que nos acercó, con una pasión ceñida por su parquedad, una reflexión sobre lo humano que excede el marco concreto de Castilla donde se desarrolla la mayor parte de su obra. Algunas de las preguntas que se hacía al presentar la versión teatral de Las guerras de nuestros antepasados, extensa reflexión sobre la violencia y la libertad humana, dan cuenta de los problemas alrededor de los que desarrolla su escritura: “¿Es libre el hombre? ¿Hasta dónde llega su responsabilidad? ¿Está el progreso moral a la altura del progreso técnico? ¿Es el sexo el amor? ¿Puede el hombre llegar a ser solidario?”
Las lentas horas de la muerte
¿Qué significa la muerte para el hombre? Si bien la pregunta no está formulada entre las anteriores, es otro interrogante que se plantea con insistencia a lo largo de la obra de Delibes. Desde ópticas diversas, de modos diferentes, tres novelas encaran especialmente del problema. Señora de rojo sobre fondo gris (1991) tiene un referente real: la muerte de su mujer, Ángeles, ocurrida en 1971, que afectó profundamente al escritor. Como ella, la protagonista, Ana, es madre de siete hijos y esposa de un artista; también son coincidentes los datos referidos a la edad y causa de la muerte. El extenso monólogo del marido –una evocación en franco tono de elegía– tiene una destinataria: otra Ana, la hija recién salida de la cárcel donde estuvo por razones políticas. Es ella, cuya voz no lo interrumpe en ningún momento, la que oye en silencio el relato de su padre que construye, a través de los recuerdos, la imagen de esa mujer “que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”.
Otra mujer es la protagonista de la novela formalmente más arriesgada de Delibes, Cinco horas con Mario (1966). A lo largo de veintisiete capítulos Carmen, la viuda, es la que decide ajustar cuentas con el muerto en el monólogo interior torrencial que da cuenta de los reproches que le hace en esas horas, las últimas que pasa sola, velándolo, después de su muerte repentina. Cada uno de los capítulos está encabezado por una cita de la Biblia, su única compañía en esa noche y que le servirá como punto de arranque para analizar distintos aspectos de su vida matrimonial.
Como en un espejo que invirtiera el reservorio de elogios que el marido le dedica a Ana, la “señora de rojo”, Carmen saca a relucir cada uno de los defectos que le achaca a su marido. Encorsetada no solamente por el saco ajustado que se ha puesto de apuro para el luto, sino por las rígidas convenciones de la clase media española de la época franquista, sus reclamos al muerto van esbozando ante los ojos del lector una figura cada vez más grata: un hombre apartado de los prejuicios, comprometido con los menos favorecidos, con una mente abierta a intereses muy distantes de la figuración con la que sueña Carmen.
En la antesala
¿Cuánto puede vivir un hombre? “El viejo Eloy sabía que el hombre es un animal de corta vida por larga que sea la que se le conceda”. Y a él, junto con la jubilación a la que accede después de cincuenta y tres años ininterrumpidos como funcionario municipal, se le hace firme la certeza de que no le queda mucho por delante: quizás “le restaban por vivir 1220 días… Muy poca cosa en el mejor de los casos”. Sobre esta certeza giran las reflexiones del personaje de La hoja roja (1959). Tiene en claro que, como en los libritos de papel para envolver tabaco, en los que la marca de color indica que están por terminarse, falta poco para que llegue su hora. El tiempo que empieza a correr para Eloy desde el día de la jubilación, que es “la antesala de la muerte”, es el punto de partida para que Delibes escriba una de sus novelas más hermosas, una reflexión recurrente acerca de la vejez, la memoria y la cercanía de la muerte. Eloy viene marcado desde su nacimiento. Llegó a la vida “como un fruto tardío” y “precisamente vino a nacer el mismo día que enterraron a su padre”. Ahora, no es mucho lo que le queda, como repite cada vez que pasa frente al cementerio: “Tengo más conocidos ahí que” afuera. “Esto nos pasa siempre a los viejos”. De sus afectos, su mujer –pocas veces recordada, “siempre en guardia”– ha muerto; uno de sus hijos, Goyito, el menor, se fue “sin guardar antesala”. El otro, León, por el que hizo enormes sacrificios para que tuviera una carrera, y del que está sumamente orgulloso, vive en Madrid y casi no tiene contacto con él. Desde que está jubilado, “con el tiempo que le sobraba por todos lados”, cada mañana espera inútilmente la llegada de una carta con sus noticias. Así que en su departamento están solo él y la Desi, una “muchacha cerril”, su empleada doméstica, que le guarda un afecto diferente del que siente por otras personas: es “un impulso difusamente protector”. El viejo también se encarga de ella; cuando se entera de que no sabe leer ni escribir se ocupa de enseñarle con mucho esfuerzo, porque ella “era roma y de lento discurso”. Cada vez más ajustados por las imposiciones de la jubilación magra, cada vez más cercanos en sus soledades, comparten el espacio de la cocina y sus vidas mínimas. Con Isaías, al que conoció en el primario, son los sobrevivientes del cuarteto que formaban en la juventud con otros dos amigos. Entre Eloy e Isaías se va a dirimir la cuestión que planteaba uno de los integrantes del grupo, tiempo atrás: “¿Quién de los cuatro sobrevivirá a los demás?” Los dos viejos, como vienen haciendo desde muchos años antes, salen todas las tardes a caminar, a pasos cortos, el mismo recorrido mientras desgranan las mismas conversaciones repetidas. Isaías está solamente preocupado por algunas cuestiones mínimas: llegar a los cien años, “el sol, las muchachas, su vientre perezoso”. Más allá de estas nimiedades y de que, “a estas alturas, uno y otro caminaban despacito, como con desgana, y la conversación fluía asimismo despacito, como con desgana”, en Isaías se resumen todos los recuerdos que, aunque distantes en el tiempo, siguen presentes con fuerza en él: “madame Catroux y su colegio de párvulos,…y Poldo Pombo y sus biciclos,…y estaban la Antonia y su primer calor… y andando el tiempo… incluso… Goyito, su hijo menor, que se marchó a los 22 sin hacer antesala, y toda una vida”. Pero a Isaías le llega el turno antes que a él. Una profunda aflicción invade a Eloy, que se agudiza al dejar a su amigo en el cementerio donde ve que las lápidas mencionan solamente los datos fríos de una frase y unas fechas. Las registra minuciosamente, para concluir que de ninguna manera expresan los detalles que guarda la memoria, en la que se encierran todos aquellos datos pequeños que constituyen lo central de cada persona.
La muerte de Isaías, el fracaso estruendoso de la visita a su hijo a Madrid agudizan la soledad de Eloy. Queda, entonces, para el poco tiempo que falta, garantizar la compañía de la Desi, con la que mantener el calor que el hombre necesita, el que consiguió una vez que inventó el fuego. “… Y una vez inventado todo iba bien, y los hombres se reunían en torno y apareció una intimidad que provenía de las llamas e iba a las llamas después porque aquello era un doble calor, un extraño calor de ida y vuelta”. La tersura de la novela esconde, en su aparente sencillez, un tramado perfecto. Con una prosa que tiene la misma lentitud del tiempo último, sus repeticiones, sus vueltas en círculo, sus preocupaciones mínimas, Delibes trama un texto con la permanencia de los clásicos.
El viejo Eloy, uno de los personajes inolvidables que nos lega, nos interpela con la pregunta que formuló el escritor en su discurso al asumir como miembro de la Real Academia: “¿qué será de un paisaje sin hombres que en él habiten de continuo y que son l
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Join discussionUsted escribe novelas. La biblia(66 libros escritos durante 1600 años, por diferentes autores y diferentes posiciones sociales) explica claramente que la muerte es un sueño. Leo la Biblia en forma crítica, no desde una religión. Para mí es un libro cientifico, con datos historicos-geográficos comprobables con muchas estadísticas y cronologías. La muerte es un sueño. Despertaremos cuando el CREADOR lo crea conveniente. No tengo miedo a la muerte. Le tengo miedo a los mentirosos, egoístas y perversos que por un peso matan, roban y mienten.