El reciente estreno de El padre de mis hijos y de Las playas de Agnès, junto con la llegada de London River a las carteleras demuestran la vigencia y la alta calidad del cine francés contemporáneo. Se trata de historias narrativamente disímiles pero unidas por el sentimiento de pérdida. Los films de Mia Hansen-Løve, Agnès Varda y Rachid Bouchareb, reflexionan sobre el lazo roto de las relaciones familiares cuando, en virtud del drama, los vínculos de padres e hijos y entre cónyuges pasa a convertirse solamente en recuerdo.
El padre de mis hijos presenta la historia de Gregoire (interpretado por Louis-Do de Lencquesaing) que es un emprendedor productor de cine de arte y ensayo. Si bien no deja de trabajar y su teléfono celular suena en forma constante, Gregoire siempre tiene tiempo para el cuidado de su mujer y sus tres hijas. Pero su empresa atraviesa graves problemas financieros y, angustiado, se suicida. “Esa era la apuesta: construir una película con un protagonista que no permanece en la pantalla todo el relato –nos confía su protagonista Louis-Do de Lencquesaing–. Eso provoca una fractura muy violenta en la identificación del espectador con la historia. Sin embargo, ese rol referencial es retomado por una de las hijas en un complejo proceso porque lo aborda en plena adolescencia, momento fundamental en la reafirmación de la propia identidad”. La ficción se basa en el caso real del empresario francés Humbert Balsam que, acosado por las deudas, se suicidó en 2005. “Cuando leí el guión por primera vez me puse a llorar como un chico. Estaba muy bien escrito, con nada destacado ni subrayado en exceso, y a través de las mismas palabras uno podía sentir que el corazón palpitaba”, cuenta el actor, que también trabajó para directores de la talla de Michael Haneke y Jean-Luc Godard.
Películas coronadas de premios, Las playas de Agnès obtuvo el César al Mejor Documental y El padre de mis hijos el galardón especial del jurado de la sección “Una cierta mirada” del Festival de Cannes. London River también tuvo un promisorio paso por la Berlinale 2009, donde conquistó el premio ecuménico y el Oso de Plata al Mejor Actor para el recientemente fallecido Sotigui Kouyaté. El relato hace foco en qué ocurre cuando dos civilizaciones se encuentran ante la tragedia y, aun en el espanto, permiten reconocerse. El escenario elegido por el notable director franco-argelino Rachid Bouchareb es el de los atentados en Londres del 7 de julio de 2005. La historia sobre un padre musulmán residente en Francia, una madre cristiana que vive en una isla sobre el Canal de la Mancha (una magistral Brenda Blethyn, protagonista de la recordada Secretos y mentiras) y dos hijos desaparecidos en la gran ciudad luego de las explosiones lleva a reflexionar sobre el verdadero valor de la vida sin buscar culpabilidades. Brenda Blethyn, en conferencia de prensa en el Festival de San Sebastián, señaló: “Los dos personajes no son solitarios aunque tienen vidas solitarias: él por elección; y ella, no por propia elección, pero está contenta de que su hija esté estudiando en Londres, tiene una vida muy feliz en la granja. Los dos están preocupados en nutrir el crecimiento y el florecer, y es triste que sus vidas se hayan reunido por la destrucción”.
Invariablemente, el sentimiento de pérdida se encuentra en gran parte de la historia del relato cinematográfico y sirve aún hoy como uno de los “dorados” principios al que se aferran los guionistas para construir y dar estructura épica a sus escritos. Muchas imágenes de los grandes clásicos del cine nos remiten a climas cargados de ese sentimiento de orfandad. ¿Qué musitaba Charles Foster Kane en la piel de Orson Welles al morir solo en su impactante palacio? Rosebud, el nombre de un trineo de la infancia
de El Ciudadano. A este ejemplo pueden añadirse centenares, desde la bicicleta robada del gran clásico de Vittorio de Sica, fundamental obra del neorrealismo (Ladrones de bicicletas), hasta los bracitos extendidos de un Jackie Coogan que no quiere despegarse de Chaplin en El Pibe; o incluso el cochecito de bebé que cae por las escalinatas de Odessa en El Acorazado Potemkin como síntesis de la masacre. Pero la pérdida es también una reflexión sobre el tiempo, en particular con el pasado desde donde se produce la ruptura del orden ideal y del cual sólo permanecen sus esquirlas. Fracciones que pueden reconstruirse imaginariamente por medio de fotografías. “Varda se ha dedicado mucho a la relación ficción-ensayo sumado a la fotografía –explica la investigadora alemana Christa Blümlinger–. Sin embargo, uno puede establecer desde esa relación la preferencia de Varda por la tarjeta postal, un recuerdo que también borra la alusión original, dado que el cine de su marido Jacques Demy ha tenido una preferencia por la abundancia, el exceso y los colores, por la irrealidad del paisaje. Agnès Varda ha reflejado en sus instalaciones en la Fundación Cartier de París, con los juegos de colores, las formas visuales y la composición, un paralelo con la obra de Demy interesándose también por el kitsch que considera una reflexión productiva. De alguna manera ella enmarca el momento fotográfico dentro del cine mismo”. Los testimonios y el balance de una vida en la excelente Las playas de Agnès se estructuran desde una autobiografía como introspección de la cineasta al cumplir ochenta años, metaforizando un “puente” fotográfico que restaura permanentemente la presencia del que ya no está. Jacques Demy, desde luego; pero también la falta de Philippe Noiret, Gerard Philippe y de un universo que sólo existe capturado en imágenes en blanco y negro. Blümlinger, que es profesora del Instituto de Investigación sobre Cine y Medios Audiovisuales de la Universidad París III, señala: “Podemos afirmar que Agnès Varda entiende al cine concebido como pensamiento. También la comprensión de que éste existe, dada esa definición, entre la imagen estática y la imagen en movimiento”.
¿Qué los convierte en films diferentes y significativos? No sólo la delicada construcción del relato sino también el arriesgado ejercicio de no evocar ese pasado desde la nostalgia, sino como una forma viva de construir la identidad a partir de la ausencia.