todos-eran-mis-hijosde Arthur Miller – Teatro Apolo

Como todos los grandes autores, Miller logra plantear interrogantes éticos de proyección universal, indagando en la problemática del norteamericano medio. Tal es el caso de esta obra de la posguerra donde el autor, haciéndose eco de la preocupación social por las derivaciones morales de la contienda, pone el foco de su mirada en la conducta poco escrupulosa de un industrial que –alegando su preocupación por el bienestar familiar– vende repuestos defectuosos, destinados a los aviones del ejército en el que están enrolados sus propios hijos, e inculpa luego a su socio, vecino y futuro yerno, de la acción que provocó la muerte de veintiún pilotos.

A este pasado conflictivo en la vida de Joe Keller –oculto para algunos y tácitamente aceptado por la propia esposa y los vecinos– se le suma un presente tensionado por la desaparición en combate de uno de sus hijos, la resistencia por parte de la madre a aceptarlo y la decisión del otro hijo de casarse con la novia del hermano muerto. La llegada de la joven a la casa pone en movimiento la acción dramática en la que gradualmente, a la manera del teatro de Ibsen –uno de los declarados modelos del autor–, irrumpe el pasado que termina enfrentando a Joe con ignoradas consecuencias de su acto, con la propia culpa que le cuesta asumir y con su hijo que le exige el reconocimiento público de la misma. En el desenlace la abrupta decisión de Joe y la recomendación de la madre a su hijo –“Ahora tienes que olvidar y vivir.”– parece restarle cierta fuerza transformadora a todo lo sucedido, pero no por ello deja de apelar en forma incisiva a la reflexión. A diferencia de la tragedia clásica, donde queda enunciado el pensamiento rector que se desprende de la anécdota, en esta tragedia contemporánea le cabe al espectador articular el postulado moral que ésta contiene: la urgencia por la realización personal y los logros materiales no pueden nunca justificar la falta de responsabilidad frente al otro o frente a la sociedad. Pero además, como bien lo señaló el autor a propósito de este texto en el prólogo a sus Obras (1958), “la consecuencia posible de un acto es tan importante como el acto mismo” y ésta es otra cuestión, no menor, que surge al evaluar la actitud del protagonista y su esposa. Por ser ésta una obra primeriza de Miller pueden quizás objetarse en lo formal algunos puntos débiles, como los simbolismos demasiado explícitos con que se abre la acción –el árbol del hijo desaparecido que se quiebra y las rosas que se acaban en el mes de su cumpleaños–, pero el análisis de los variados perfiles humanos está plasmado con fuerza dramática y la concentración que exige el respeto de las tres unidades clásicas propias de la tragedia. Resulta casi inevitable optar por una puesta realista para abordar el teatro de Miller y así lo entendió Claudio Tolcachir. Un esmerado diseño de vestuario y peinados, así como la música, remiten a la época de la posguerra, mientras que el diseño escenográfico resulta funcional para el variado movimiento escénico que exige el texto y que el director pautó eficazmente. En el plano de la interpretación el trabajo fue homogéneo y de buen nivel, con algunos trabajos notables entre el elenco más joven: Esteban Meloni como Chris Keller, y en roles secundarios, Lydia Lubey y Adriana Ferrer como dos vecinas.

Ana María Picchio como Kate Keller compone con matizada expresividad un personaje siempre pronto al desborde, encerrada como está en una egoísta y manipuladora ceguera que adormece su conciencia frente a la culpabilidad de la que se ha hecho cómplice. El experimentado Lito Cruz como Joe Keller –un héroe trágico moderno– decepciona un tanto ya que no logra dotar a su personaje del creciente dramatismo al que los acontecimientos lo van arrastrando; por momentos el grito reiterado reemplaza la

expresividad y su composición pierde profundidad.

 

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