En julio pasado se realizó la segunda Conferencia mundial sobre ética teológica católica en la histórica ciudad italiana. A la par del profundo malestar de muchos teólogos, también se esboza la esperanza de una nueva forma de gobierno en la Iglesia. ¿Es posible que en pleno siglo XXI un acontecimiento con características únicas en la historia de la Iglesia, por sus dimensiones y su significación, pueda pasar inadvertido no sólo para la prensa internacional en general, sino incluso para la mayoría de los medios de comunicación católicos, y de los comentaristas especializados en temas religiosos?
Por curioso que parezca, la respuesta es: “Sí”. Más aún, es lo que acaba de suceder. En efecto, la ciudad de Trento, donde tuviera lugar el célebre Concilio Ecuménico (1545-
1563) fue sede, entre el 24 y 27 de julio pasado, de la segunda Conferencia mundial sobre ética teológica católica, bajo el lema “En las corrientes de la Historia: Desde Trento hacia el futuro”.
Asistieron alrededor de 700 participantes, en su mayoría teólogos eticistas y cientistas sociales católicos de todo el mundo, superando así las dimensiones de la edición anterior (Padua, 2006). Se contaron representaciones de más de 73 países –entre ellos la Argentina1– de los cinco continentes, unidas en la preocupación por buscar y ofrecer nuevas respuestas a los problemas y desafíos que enfrentan la Iglesia y el mundo.
Quienes estén familiarizados con la materia posiblemente reconozcan nombres como los de James Keenan y Antonio Autiero (organizadores del evento), y de otros destacados participantes como Kenneth Himes, Werner Wolbert, Lisa Sowle Cahill, Daniel Finn, Raphael Gallagher, Thomas Shannon, Joseph Selling, Todd Salzmann, Terence Kennedy, Regina Ammicht-Quinn, Marianne Heimbach-Steins, Julio Martínez, Stephen Pope, Margaret Farley, Benezet Bujo, Brian Johnstone, Christine Gudorf, David Hollenbach, Johan De Tavernier, Tony Mifsoud, Alberto Bondolfi, Roger Burggraeve, Kevin Kelly, Marciano Vidal y Sergio Bastianel, entre otros. También se hicieron presentes, en diferentes momentos, grandes referentes de la moral postconciliar como Charles Curran, Klaus Demmer y Enrico Chiavacci.
La elección de Trento tiene un sentido altamente simbólico. Evoca un Concilio decisivo para la historia de la Iglesia que, a lo largo de 18 años, fue un verdadero ejemplo de diálogo amplio y plural, cuya fecundidad, más allá de los inevitables límites históricos, es imposible negar: de allí surgieron las líneas directrices del pensamiento, la disciplina, la enseñanza y la pastoral para los cuatro siglos siguientes. Además, Trento ha sido siempre, a causa de su situación geográfica, una encrucijada de culturas, donde confluyeron el mundo germánico y el latino, y por lo tanto es un recordatorio permanente de la importancia, hoy plenamente actual, de la comunicación intercultural.
Como expresa el lema del Congreso, su objetivo ha sido el de situarse en las corrientes de la historia, en particular de la tradición eclesial, para apropiarse lúcidamente de sus riquezas, interpretándolas y actualizándolas en orden a encarar los desafíos del futuro.
Con este fin, a través de reuniones plenarias y paneles simultáneos de ética aplicada, se abordó una amplísima gama de temas que van desde los problemas de la globalización
hasta las cuestiones más candentes y complejas de bioética y moral sexual, en un clima de apertura y diálogo respetuoso.
La primera constatación que surge de este despliegue de actividad es la de un amplio consenso, no tanto en los contenidos cuanto en las motivaciones e ideales inspiradores. En este sentido, primó perceptiblemente en el modo de encarar los temas una actitud de compasión, un esfuerzo leal por entender a las personas en toda la complejidad y tensión existencial de sus situaciones concretas, privilegiando la perspectiva de los más pobres y vulnerables. Así se expresa una concepción de la función del teólogo moralista, que no es en primer lugar la de juzgar, sino la de servir a sus hermanos, proponiendo valores y criterios capaces de responder a sus necesidades y de guiarlos sensatamente en sus decisiones.
Frente a esto, la preocupación por la ortodoxia de las propuestas ocupó un puesto claramente subordinado. Ello se debe en parte al rechazo consciente de una idea rígida e incluso ideológica de la ortodoxia, que tiende a sacrificar el bien de las personas en aras de una monolítica continuidad con el pasado (que no es necesariamente sinónimo de Tradición). Pero, sobre todo, pone de manifiesto una sana confianza en el hecho de que cuando las ideas se confrontan en un ambiente de diálogo y la discusión libres, las posiciones extremas tienden a moderarse, las formulaciones se refinan, y el éxito o fracaso de las ideas termina decidiéndose por la fuerza intrínseca de su verdad, y no por intervención imperativa de una autoridad exterior.
Esto nos lleva a una segunda y dolorosa constatación: el profundo malestar que embarga a una parte no desdeñable de la comunidad teológica, que ve comprometida recientemente su libertad académica frente al avance de los mecanismos de control formales e informales de la Santa Sede. El intento de tutelar la unidad doctrinal de la Iglesia por la vía de una autoridad invasiva y omnipresente sólo consigue salvar una apariencia de armonía, pagando el altísimo costo de un desgarramiento interior silencioso y progresivo del tejido eclesial, y estimulando fenómenos negativos como la radicalización, la falta de transparencia fruto del temor (por ejemplo, la distancia entre lo que se declara y lo que se piensa, se escribe y se practica en la vida pastoral), y el predominio de la lógica del poder.
En este contexto, un congreso internacional como el que comentamos cobra una particular importancia. Hoy las nuevas tecnologías permiten un trabajo en red, el intercambio de ideas y materiales virtualmente ilimitado, que puede organizarse con relativa facilidad y economía de recursos, e incluso sin necesidad de un encuentro físico entre sus participantes. No es aventurado esperar que este modo de interacción permita en un futuro muy cercano modos de reflexión teológica comunitaria de alcances inéditos, con capacidad creciente para influir dentro y fuera de la Iglesia.
El hecho de que este evento haya sido deliberadamente ignorado por la Santa Sede no es un signo alentador. Pero la presencia siempre afable del arzobispo de Trento, Luigi Bressan, a lo largo de todas las sesiones, incluso en momentos seguramente incómodos para alguien de su investidura, nos invita a la esperanza de que en el futuro un nuevo estilo de gobierno haga posible la reconciliación en el interior de la Iglesia, y permita canalizar mejor sus energías al servicio de todos los hombres.
1. La delegación argentina estuvo integrada por la religiosa María Martha Cúneo HMR (“Vulnerabilidad y prematuridad”); los sacerdotes diocesanos Augusto Zampini (“Desarrollo humano y opción por los pobres”) y Gustavo Irrazábal (“Gradualidad en la ley moral”); los sacerdotes religiosos Juan Francisco Tomás SDB (“Diálogo interdisciplinar en bioética”), Hugo A. Elías CDsR y Aldo M. Cáceres OSA (“Misión social de la Iglesia, ética y globalización”); y los laicos cientistas sociales Emilce Cuda (“La relevancia del catolicismo en el nuevo marco político latinoamericano”) y Pablo A. Blanco (“Santo Tomás Moro: Fundamento para una ética política”).