Las diferencias culturales son fundamentales en la vida de los individuos y, por ende, en la realidad de los pueblos.
«El absoluto en manos humanas se convierte en relativo”. “La verdad es una relación”. Panikkar
El 26 de agosto falleció, a los 91 años, en su casa de Tavertet, Barcelona, el filósofo y teólogo indio catalán Raimon Panikkar (hijo de padre indio y madre catalana). Tuve oportunidad de conocerlo en el Colegio Máximo de San Miguel, al que había sido invitado por el padre Ismael Quiles s.j., para exponer sobre uno de los temas fundamentales de su pensamiento. En su obra Paz e interculturalidad1, Panikkar señala la necesidad de superar el carácter hegemónico del pensamiento europeo. Propone para ello ampliar la noción de filosofía, situar el pensamiento en su contexto y evitar las abstracciones universalizadoras.
Su riquísima formación académica, con doctorados en Química, Filosofía y Teología; su muy larga trayectoria en el diálogo intercultural y abundante bibliografía dan serio basamento a sus afirmaciones en la búsqueda de esta superación: “La cultura dominante actual, de origen europeo, ha penetrado de una manera tan amplia (…) en la atmósfera planetaria que con frecuencia el llamado extranjero es ya una persona colonizada por esta cultura dominante”.
La cultura europea se presenta como universal, como “la” cultura, y se impone, silenciando o degradando a otras culturas que pasan a medirse con una sola escala de valoración, la de la misma cultura europea. Panikkar señala “la necesidad de superar las dicotomías que el genio clasificador de Occidente parece exigir para aclarar cualquier tipo de problemática”, ya que no existe una “perspectiva” global, pues siempre cualquier perspectiva de por sí es limitada. Sin embargo, el límite que lleva consigo la perspectiva no es algo estático que determine la mirada de modo definitivo. Existe siempre la posibilidad de intercambio y por ende de ampliación de perspectivas, de miradas más amplias. Es en la valoración de la perspectiva del otro en la que se da “el comienzo de la superación de la dicotomía entre conocimiento y amor”. El amor es presentado como parte necesaria del conocimiento. En efecto, amor y conocimiento no son dos aspectos distintos sino dos caras de una misma realidad: conozco si amo. La dicotomía entre conocimiento y amor del genio de Occidente, que parecería una verdad absoluta, es superada por el pensamiento intercultural de Panikkar, y tiene relación directa con el complejo tema de la paz.
El conocimiento hegemónico, al silenciar, no apreciar y en cambio sí imponer lo que en realidad es un punto de vista de la vida como un absoluto, siendo siempre relativo, es imposición violenta porque vulnera la posibilidad de expresión de valores, pensamientos, creencias y experiencias profundas de pueblos y culturas diferentes.
En el tema de la paz no basta la buena voluntad, afirma Panikkar. Es necesario “valorar positivamente” el punto de vista del otro; y esto no puede llevarse a cabo sin el conocimiento de su cultura, que lo enmarca y lo nutre. Tampoco se puede conocer la cultura ajena si no se la ama, si se
la considera inferior desde la primera aproximación, si se la “objetiva” desde una determinada mirada; si, en definitiva, se la cosifica. Con la superación de este “círculo vicioso”, círculo cerrado sobre sí que reproduce lo mismo siempre, se da lo que Panikkar llama el “círculo vital”. El círculo vicioso seca, mata la creatividad, impide que fluya la vida diferente y empobrece la propia, evitando los riesgos necesarios del propio vivir.
La vida es riesgo y coraje; y no se rige por la lógica nacida de una cultura determinada. Además, junto al “logos” existe también el “espíritu”, que no está subordinado a él. Por eso en todas las culturas se insiste de diversas maneras en la “pureza del corazón que lleva al hombre a una acción justa”. Para conocer al otro, para trabajar la paz, son necesarios el logos y el espíritu juntos, y superar el punto de partida del conocimiento que siempre será sólo un punto, como lo señala Leonardo Boff. La comprensión del otro es indispensable para la paz. “La paz, dice Panikkar, requiere algo más que buena voluntad; requiere también comprensión del otro, lo cual no es posible sin trascender el propio punto de vista, sin interculturalidad”.
La comprensión no es algo dado, ni objetivo. Es camino, a veces difícil pero necesario, que como dice el poeta Antonio Machado, “se hace al andar”. Supone amor y conocimiento, riesgo y comunicación. Para comprender se requiere un alma grande, mahatma. El hombre es persona y no sólo individuo, lo cual supone “un nudo de relaciones que se extienden hasta los límites alcanzables por su alma”. En efecto, la paz no es sólo buena voluntad: “La paz es interrelación armónica en la cual el alma del hombre juega un papel capital (…) Cada uno es una persona, es decir, un nudo único en la red de relaciones que constituye la realidad. Cuando ese nudo se rompe (…) nace el individualismo que perturba la armonía y lleva a la muerte de la persona haciéndole perder su identidad que sólo es relacional”.
Ante la independencia de una concepción individualista, Panikkar propone lo que llama la inter-in-dependencia entre nudo y nudo que es la persona, manojo de relaciones constituyentes. Cuando se rompe esta armonía nace el individualismo que lleva a su muerte, haciéndole perder su identidad, que es relacional. He aquí su concepción antropológica de la persona humana, superadora del individualismo occidental moderno, basado en el cogito, en el individuo “indiviso en sí y dividido de todo lo demás”. Esta concepción abre posibilidades enormes para la paz.
En este contexto, las diferencias humanas no sólo son “idiosincráticas” sino también “culturales”, lo que se hace efectivo en distintos modos de vida y formas de pensar y de vivir, creando una “cosmovisión en un tiempo y un espacio determinados”. Por eso las diferencias culturales son mucho más que accidentes y aspectos superficiales de los hombres, son un elemento fundamental en la realidad humana y, por ende, de la realidad de los pueblos. La cultura, de este modo, incide sobre la naturaleza humana y las diferencias culturales son así diferencias humanas, a secas. Por ello, cuando se tratan los problemas humanos, principalmente lo de la paz en lo macro y en lo micro, ad intra y ad extra de las culturas, y en los procesos educativos, no se pueden dejar de lado
estas diferencias. No reconocerlo ni practicarlo lleva a una profunda violencia que no por silenciosa deja de ser tal con mayúscula, aunque en apariencia se mantenga cierta paz (¿la de los cementerios?). Su permanencia se debe a la fuerza y a la naturalización de un tipo de razón –no de “la” razón– y de cultura hegemónicas. Instaurar un “pensamiento único” o una “civilización única”2 es un pecado de lesa humanidad que deriva en la confusión de identificar pensamiento con abstracción, dice el autor. Los esfuerzos bélicos sin precedentes de comienzos del siglo XXI por parte de Occidente para instaurar la democracia “abstracta” en países de otras culturas es un pecado de lesa humanidad; más grave que los intereses petroleros ocultos, agrego en primera persona. El concepto de hombre no agota lo que el hombre “es”, y pretender hacerlo deriva en violencia fundamentada en una abstracción. Lo mismo podríamos decir con respecto a los conceptos de democracia, de libertad, y tantos otros. Las diferencias entre culturas son también diferencias antropológicas, y por eso la exigencia de respeto a toda cultura tendrá que ver con el respeto a hombres y mujeres concretos, en su historia real y concreta, porque “existen invariantes humanos, pero no existen universales culturales”. Por otra parte, la interculturalidad no significa relativismo cultural, multiculturalismo o fragmentación de la naturaleza humana. Es fundamentalmente una propuesta de
respeto, de conocimiento y amor que permite la comprensión y la valoración.
Promueve también el crecimiento de todas las culturas en la ampliación de la mirada, de la perspectiva de la que se parte, dejando de lado la tentación tan común de poner la propia cultura como modelo, con valores y costumbres, y así juzgar y condenar, reducir y hasta asesinar, asentándose en la fuerza. Aunque suene paradójico, la interculturalidad también es crecimiento para la cultura hegemónica, que se enriquece con las otras. Porque “la cultura dominante (…) no carece tanto de buena voluntad como de conocimiento”. Para Panikkar, “la paz de la humanidad depende de la paz de las culturas”. Nada más ni nada menos. El lenguaje de la paz, en la interculturalidad y en el trabajo para una paz profunda, no puede reducirse sólo a una forma de pensamiento y “necesariamente debe ser comprensible en la lengua que se usa para comunicar”.
Interculturalidad y paz no son cuestiones solamente morales. Son mucho más profundas; son antropológicas, metafísicas y también religiosas dado que religión y cultura no son divisibles si se tiene en cuenta una amplia mirada sobre los tipos de experiencia humana de los pueblos. Una de las ideas de Panikkar, fecunda para el tema de la paz, es lo que llama el “diálogo dialogal”. El escuchar y comprender, preguntar y no imponer, implica una trascendencia del propio yo que ofrece un terreno común para el diálogo, a partir del cual hace una distinción importante entre el “diálogo dialéctico” y el “diálogo dialogal”. Diferentes radicalmente, tienen consecuencias en la vida de las culturas y de los pueblos. Y serias implicancias para la construcción de la paz. El diálogo al que estamos acostumbrados en la cultura occidental moderna es el dialéctico. Presupone la racionalidad de una lógica aceptada recíprocamente como juez del diálogo, y que debe estar por encima de las partes implicadas. La diosa Razón es la gran jueza inapelable. Este tipo de diálogo significa la confrontación de razones, de los logoi. Sin embargo, hay otra alternativa, no ya de confrontación sino de encuentro, de legein, de dialogantes que se escuchan recíprocamente y lo hacen procurando entender, comprender lo que el otro dice. Este es el diálogo dialogal.
En el encuentro, en el diálogo, existen fronteras, límites, y de dos tipos: las fronteras horizontales, que son propias de las culturas; y las verticales, que no están establecidas por los otros sino que provienen de la propia condición humana. Por eso es necesario el respeto de la frontera vertical, de donde surgirá la verdadera posibilidad de diálogo dialogal, y no la derrota del otro ante el tribunal inapelable de la razón.
Para la interculturalidad, entenderse con el otro o con la otra cultura no tiene que ver con una traducción sino con la comunicación y la fecundación mutua y sorpresiva. La comunicación “no es un lenguaje en una sola dirección” sino un permanente ida y vuelta de enriquecimiento mutuo.
La propuesta de Panikkar, desde la filosofía intercultural, que no es ni pretende ser una doctrina sino un camino, da un paso más a lo que estamos acostumbrados cuando se habla de educación para la paz, ya sea a través de la superación del conflicto por técnicas de “resolución alternativa de conflictos” o el reconocimiento del otro desde la propia cultura o desde la ciencia.
No se trata de lograr la paz superando la violencia, ni de alcanzar cierto grado de armonía ad intra, o de la previsión de los problemas. Se trata de crecer humanamente, de enriquecimiento en el diálogo dialógico, primero de personas y luego de culturas. Así, todas las partes crecerán enriqueciéndose y, a la vez, estarán echando fundamentos para una paz duradera. Es una ardua tarea; habrá que trabajar siempre. Este enfoque es de suma importancia para pensar una ciudadanía inclusiva, una democracia con “alma grande”, para una “ciudadanía con justicia, igualdad y democracia”. No se nos escapan las dificultades. En primer lugar porque es complejo y llevará mucho tiempo. Pero además porque nunca es definitivo: no basta “enseñar”, ni los aprendices son solamente los alumnos. Por eso, quizás, más que hablar de la educación para la paz tendríamos que hablar del aprendizaje para la paz, e incluirnos todos.
1. Raimon Panikkar (2006), Paz e interculturalidad. Una reflexión filosófica. Barcelona. Herder.
2. Siempre hay resistencias que conservan, aunque escondida, la diferencia. Pensemos en el extraordinario bilingüismo de nuestros hermanos paraguayos, a pesar de tanto tiempo de descalificación del guaraní.
El autor es licenciado en Filosofía.