por Juana Bignozzi. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2010, 88 páginas.
Juana Bignozzi, una de las voces poéticas emblemáticas en el panorama literario argentino (junto a Diana Bellesi y Juan Gelman, entre otros), no ofrece en su último libro el ingreso más fácil para quien no esté familiarizado con la poesía contemporánea. Pero, sin embargo, todo lector sensible al arte de la palabra no dejará de sorprenderse con emoción en más de una de sus páginas, independientemente de la muy libre puntuación y sintaxis.
Nacida en Buenos Aires en 1937, creció en un hogar humilde, izquierdista militante e ideológicamente inquieto. Su padre, obrero y anarquista, marcó profundamente la manera con que la escritora piensa la existencia y mira el mundo desde su infancia (“me amó mi único padre”; “está muerta Renata Tebaldi / está muerto mi padre / yo debo estar muerta / pero no renunciaré a la voz de ella / al mandato de él”). Siempre se sintió orgullosa de pertenecer a la “aristocracia obrera”.
Como relata en una reciente entrevista en la revista Ñ, de Clarín: “En el barrio, más pobres que nosotros sólo eran los mendigos. En cambio, otras cosas no faltaban; en casa había muchos libros y una vez por mes íbamos al Teatro Colón”. De allí su filiación comunista, su doloroso distanciamiento de la mediocridad del barrio (prefiere hablar de pertenencia de clase, no de barrio), su crítica visión de la historia argentina y del peronismo en particular; y, al mismo tiempo, su irrenunciable compromiso social. Todo ello, de manera increíblemente transparente y maravillosa, está en su poesía: “sin las imágenes complacientes de la teoría / las interrelaciones brillantes de los ideólogos / ustedes son / los desnudos iconos de la historia / el brigadier y sus colorados del monte / el pozo de Vargas / siempre las armas desiguales / hasta los cielos de abril de Molina Campos / y los folletos de la Unidad Básica de la calle Leiva / ustedes son los sordos ruidos que nos fundan / los derrotados vigías de mi patria”.
Además aclara: “Ser comunista desde la más tierna infancia o educarse con los jesuitas son cosas que nos marcan a fuego, condicionando nuestra manera de concebir el mundo y la política. Hay una moral distinta, hay una visión jerárquica que, al menos en mi caso, me ha impedido acercarme al peronismo”. Entre 1974 y 2004 vivió en Barcelona y hoy, tan distante siempre del peronismo como de la Iglesia, afirma: “Mi padre siempre decía que todo nacionalismo es de derecha. Sumemos la parte cristiana y qué tenemos: oscurantismo. Así que, ante la perspectiva de un país montonero, mi marido y yo nos fuimos a España. Y treinta años después volvimos y, fíjese qué desgracia, algunos de ellos están en el gobierno”.
Para conocerla mejor en su ideario político y literario se puede buscar en internet la página “El intérprete” de Inés de Mendoça, Santiago Llach y Juan Diego Incardona, donde mantiene con sus entrevistadores una larga y provechosa conversación (marzo de 2007).
Al tiempo que rescata del olvido a un gran poeta porteño como Mario Morales, muerto joven, o se lamenta de algunas conocidas compañeras de ruta que perdieron el norte, también analiza con admirable lucidez a autores franceses e italianos (idiomas de los que traduce al castellano) o de lengua inglesa.
En el libro que reseñamos gana mayor espacio la reflexión serena y melancólica de la vida vivida, de los recuerdos de infancia, de los que ya no están: “el viento del final del verano tarde en el amanecer / nadie sabe que una mujer que ha entrado en la vejez / vuelve a sentir vuelve a recibir el ramalazo del viento en la alta noche”.
Y puede preguntarse: “¿sirvieron las normas para la felicidad? / ¿sirvieron las normas contra el aburrimiento? / ¿crearon la ilusión de la utilidad en las inútiles? / ¿el sueño del trabajo en las desocupadas?”. O imagina: “si hubiera sabido pintar flores (…) habría ofrecido al mundo un sueño de alegría”. Y confiesa: “la gente de bien entierra a sus muertos / no tengo muertos para enterrar”.
Esta mujer que militó en juventud con el escritor Andrés Rivera, el poeta Juan Gelman y con el sociólogo Juan Carlos Portantiero, nunca deja de decir lo que piensa sobre política o sobre poesía; para ella la verdad tal como la percibe está por encima de amistades o convenciones. Sigue siendo la poeta de “los límites” (libro de l960) y la “mujer de cierto orden” (libro de 1990), aunque ahora escriba: “debo decirles / aprendí hace mucho / que no hay nada más patético / que la canción del verano la canción del momento / pasado ese verano pasado ese momento”.