Las protestas en países árabes continúan desde hace cuatro meses, con cambios políticos y resistencias de los regímenes y con intervención de coaliciones militares externas en Libia y en Bahrein. Escenarios actuales y posibles. La muerte de Bin Laden y el día después.¿A dónde se llegó a mediados de mayo? Aunque se constatan elementos comunes en los diversos escenarios de conflicto en los países árabes, éstos no son los que prevalecen. No se trata de un fenómeno común a todos, una ola o tendencia general. Tampoco se trata de “revoluciones”.

Túnez. Es un caso clásico de cambio político en una sociedad que ya tuvo avances en las últimas dos décadas, a pesar del régimen que predominó. La reacción sorpresiva ante evidentes injusticias, disparador del tumulto popular que terminó con la cabeza del régimen, Ben Alí, indica que esa sociedad estaba madura para que ocurriera. La cercanía geográfica, social, cultural y económica con Europa, que se refleja en los emigrantes, mayoritariamente jóvenes que huyen del desempleo, y las frustraciones de un régimen político impropio para una sociedad más madura de lo que parecía, dieron una pauta a favor del progreso. Los cerca de 30 mil tunecinos que se embarcaron para cruzar a Lampedusa y a Italia continental para intentar luego el paso a Francia, llegaron a poner en discusión el Tratado de Schengen, uno de los logros institucionales más importantes de la Unión Europea. Esto demuestra que el régimen tunecino necesitaba un profundo cambio, instituciones republicanas sólidas, similares a las conocidas en la otra orilla del Mediterráneo. Está por verse si logrará alcanzar su objetivo, ya que todo proceso suele experimentar altibajos, pero es predecible y posible un régimen democrático más  equitativo.

Egipto. Es un caso distinto: más de 80 millones de personas padecen graves dramas. En primer lugar, sufren grandes carencias materiales, incluido el hambre y la desnutrición, además de mortalidad y morbilidad elevadas. En cuanto a la política, viven con alta conflictividad, una oposición hasta ahora silenciada, un régimen inflexible, con alta  corrupción y un predominio de las fuerzas armadas, cuyos miembros más destacados se cuentan entre quienes detentan resortes económicos. Además, si bien Egipto ha sido cuna de personalidades que se destacaron universalmente, incluidos dos premios Nobel (Mafuz, de Literatura; El Baradei, de la Paz), contrasta con el régimen que se mantuvo en el poder.

Si bien la expulsión del poder de Mubarak ha sido un paso trascendental –quizá el de mayor importancia, hasta ahora, de todo lo sucedido– el futuro es menos predecible que en el caso precedente. Las apuestas en juego son mayúsculas, incluidas las internacionales. Todos están atentos al desarrollo político interno y las perspectivas actuales no lucen transparentes, dado que las incógnitas son muchas. Por ejemplo: ¿Cómo evolucionará la posición de Egipto en relación a Israel, a Irán, al resto de los países árabes y al resto de la comunidad internacional? O también: ¿Se estabilizará la situación política interna, encontrando un nuevo sistema que supere las deficiencias del precedente? ¿Se mantendrá la moderación del movimiento islámico interno? ¿O veremos nuevos enfrentamientos agravados por un componente de tipo religioso entre musulmanes y cristianos? Además de la preponderancia muy activa de los jóvenes en las revueltas, así como el uso de los más modernos y sofisticados medios de comunicación, es notable la abstención de culpar a factores externos, que fue una marca ideológica clásica, para concentrarse en lo relevante: la responsabilidad de los propios regímenes.

Otros tres países entraron en zona de riesgo: Bahrein y Yemen primero, y Siria luego. En el primer caso la rebelión contra el gobierno radica en la confrontación entre la mayoría de la población shiita y el régimen político y económico predominante, que es sunnita. Se trata de una diferencia más ideológica que religiosa. El país ostenta un alto nivel de vida no por el petróleo o el gas sino por ser un centro financiero destacado. La protesta allí es ideológica y, sobre todo, política. En el caso bahreiní, la resistencia contra un cambio de régimen no es sólo de quienes lo detentan, la dinastía gobernante y el establishment sunita, sino también de los países vecinos y socios en el Consejo de Cooperación del Golfo, quienes a solicitud del gobierno bahreiní intervinieron para imponer la calma. Detrás de la protesta reiterada se sospecha la presencia tácita de Irán, considerado la gran amenaza.

Yemen. Es el único país de la región del Golfo cuyo régimen es republicano, no  monárquico; cuya población es casi toda local y padece un nivel de pobreza superior al de Egipto; donde escasean el petróleo y el gas y donde predomina el poder tribal.

Es considerado un estado fallido por su incapacidad de imponer el poder estatal sobre toda la población y el territorio. Las protestas, los enfrentamientos militares entre el gobierno y las tribus, el conflicto político exacerbado, el desempleo y la pobreza son endémicos. Sumado a una geografía difícil, se han concentrado, en los últimos diez años, elementos terroristas procedentes de muchos lugares pero que allí pueden protegerse y entrenarse. Se torna evidente que una desestabilización política mayor que la que ya prevalece es una fórmula ideal para crear un foco de conflicto muy grave, justo en el flanco de los mayores países productores y exportadores de petróleo y gas, con el peligro adicional de la lucha por el control de uno de los estrechos estratégicos del mundo: Aden (conexión entre el océano Indico y el mar Rojo), escenario de piratería apoyada en las costas africanas, en particular en Somalía.

Si el presidente Saleh abandona el poder, el sucesor difícilmente se incline hacia una mayor democratización que pueda dar lugar a una radicalización ideológica más dramática que la ya existente. El panorama yemenita está entre los más oscuros y peligrosos de la región y las implicancias para sus vecinos son parte indisoluble de esa ecuación.

Siria es un caso de aún mayor gravedad. A pesar de la insistencia de los manifestantes, que han arriesgado sus vidas (los caídos suman casi 600), el régimen no parece dispuesto a ceder. Pero su debilitamiento político interno e internacional es evidente. La opinión pública occidental se pregunta si el caso sirio no es equiparable al libio en cuanto a la conducta represiva cruel del régimen; y por qué recibe un tratamiento distinto. Siria es un país equiparable –salvo por su carencia de petróleo– a Irak, respecto de su capacidad militar e importancia estratégica. Pero la intervención de la comunidad internacional, excepto por las protestas diplomáticas y las ineficientes sanciones, luce tibia.

El caso de Libia es dramático. Al entusiasmo intervencionista inicial, que contó con el respaldo del Consejo de Seguridad de la ONU –la resolución 1973 es explícita– siguieron acciones militares que han sido confusas y hasta mediados de mayo, ineficientes. Rusia, China, Alemania y Brasil tuvieron y tienen serias dudas sobre lo que se debe hacer. Mientras tanto, el régimen del coronel Kaddafi recurre a medios crueles con tal de mantenerse, y la caída no parece evidente ni inmediata. La coalición, comandada por la OTAN y no por el Consejo de Seguridad o los Estados Unidos, ha actuado de manera confusa. Sostener desde el aire una oposición interna al régimen que no es coherente, homogénea o sólida no parece arrojar el resultado pretendido: el cambio de régimen, con el apartamiento del poder del coronel y sus adláteres.

Una situación militar incierta no puede mantenerse indefinidamente sin ahondar las dudas y las críticas. Si la coalición de la OTAN no logra resultados concretos y si llega a encontrarse ante la necesidad de otra estrategia (por ejemplo, una intervención militar en tierra) con la presencia de los Estados Unidos, la cuestión líbica pasará a ser otro frente más, esta vez dentro del Mediterráneo, que se sumará a Irak y a Afganistán.

En este contexto existen otros temas en los que se podría avanzar. ¿Cuál será, desde la actual perspectiva, el rol de Irán, y también el de Turquía, en el futuro mediato? ¿Podrán las revueltas interesar también a las monarquías del Golfo, especialmente a la saudita, la más importante y trascendente? ¿Cómo juzgar las actitudes hasta ahora prescindentes de Rusia y de China? ¿Cuál es el futuro posible de la provisión global de insumos energéticos (petróleo y gas) y el obvio golpe sobre los costos si se extiende la inestabilidad a los países productores de petróleo?

La muerte de Ossama Bin Laden

Para cuando el lector lea estas líneas, el hecho puede estar ya en los oscuros meandros de lo mediático superado o haber sido arrastrado por algún hecho no menos sensacional, por ejemplo, un atentado de Al Qaeda como vendetta por su muerte, tal lo prometido por los terroristas. En realidad, ni Bin Laden representaba ya un claro peligro debido a que su liderazgo no era esencial, salvo como figura mítica, ni la organización sigue siendo la grave amenaza que se percibió hasta hace un tiempo. El terrorismo jihadista es más extenso, complejo y contradictorio de lo que luce a simple vista. Eliminar a Bin Laden es percibido como una acción exitosa desde un análisis político militar de realpolitik, que influenciará la política interna de los Estados Unidos en vistas a la reelección del presidente Barack Obama, y también como una necesidad –si se quiere, una “razón de Estado”– para la seguridad internacional. Pero es ineludible señalar las dudas que destacadas personalidades en países occidentales notaron acerca de la legitimidad jurídica y ética de una acción semejante que, practicada por los Estados Unidos, referente hegemónico, no tiene el mismo peso y significado que acciones semejantes en manos de otros estados. Las evidencias de torturas en Guantánamo, las masivas muertes de civiles durante los peores momentos de la guerra en Irak o una operación militar de este tipo, ejecutadas por cualquier otro Estado (y varios lo han hecho) no suele despertar la misma reacción ni las mismas dudas filosóficas y éticas. La conducción de la política exterior de los Estados Unidos debe asumir internacionalmente, a alto costo para la opinión pública interna, la responsabilidad que le endilgan los demás, que pretenden colocarlo en otra categoría, por encima de los intereses propios o de la “razón de Estado”. Se trata de una especie de reconocimiento de su liderazgo y su hegemonía, lo que supone, siempre según esta pretensión, una escala de valores superior, una especie de “modelo”.

Según ese criterio, no puede actuar como lo hace o lo haría el resto. Por ende, si se pretende rector de la conducta política y militar, debería asumir también la observación del derecho internacional y la justicia. Sería una pesada y onerosa carga, pero quizá digna de ser asumida. Creo que podría recuperar los niveles de prestigio y respeto que mantuvo durante buena parte del siglo XX, cuando lideró y definió lo que entonces se consideraban guerras justas.

3 Readers Commented

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  1. Osvaldo on 7 junio, 2011

    Esclarecedor análisis(para mí).

  2. Osvaldo on 28 junio, 2011

    Como ya lo dije,este autor es muy claro y habla de posibilidades que aprecen como muy ciertas, en el campo de la política de los países árabes, sus relaciones entre ellas y la posición, aveces no clara de los EEUU. en todoa esta coyuntura

  3. fide on 29 junio, 2011

    El análisis profundo, completo existe mucho oficio y mucha congruencia muy acertado sus comentarios reafirma el rompimiento y relación de los países árabes con la ambigüedad de los EEUU en aspectos bilaterales y la lucha por el terrorismo , como de blindar la seguridad nacional en américa.

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