A propósito de la publicación de Una vida de Pierre Menard, de Michel Lafon, con traducción de César Aira.
Hace tiempo que sospecho que cada libro tiene su propio contexto de lectura. Había reservado para el verano la obra monumental de Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, publicada por el gran pensador francés a los 87 años, cinco antes de su muerte. Pero también había separado la notable traducción y el chispeante estudio preliminar del De cive de Thomas Hobbes, recién aparecido, todo el conjunto una gema de inteligencia urdida por Andrés Rosler.
Como me pareció que debía pagar algún tributo a la ficción, compré al tanteo una novela de Michel Lafon, Una vida de Pierre Menard, en la estela de Borges y de su cuento tan citado, sobre todo por los que no lo han leído. Hecho esto, me mudé temporariamente a una casa de San Isidro, muy cerca del río “de sueñera y de barro”.
Hay lecturas trepidantes –Céline– y las hay hipnóticas. El libro de Lafon promueve este último ejercicio de subyugación. Quedé sometido al texto inmediatamente. Un estilo luminoso y casi alquímico narra la imaginada vida de Pierre Menard, de manera sobria, contenida y plena de rasgos sugeridos y de repliegues irónicos, que le hubieran encantado a Borges. Todo el libro es una celebración del ingenio y la inventiva; una alternativa, al fin, de tanta literatura sexópata y efectista que abunda en nuestros días.
No he estado nunca en Montpellier –en cuya universidad estudiaron Ramon Llull y François Rabelais– ni he transitado los azarosos senderos del Jardin des Plantes en busca de sus soterrados secretos, pero he leído el pequeño libro de Joseph Roth acerca de las “ciudades blancas”, entre ellas Nimes, donde también transcurre la novela.
Cuando concluya este comentario –ya la luna riela sobre el río–, Iara mi joven amiga sabia y rubia, que me ha visto cerrar el libro, me someterá a preguntas esenciales que desafiarían a un filósofo, con sus grandes ojos grises, su imperiosa espontaneidad y una taza de té con limón para cada uno. Ella tiene siete años y yo 74 y me adensa el alma el espesor del tiempo, pero somos camaradas de algunas emociones compartidas.
Como escribe Claudio Magris en Alfabetos, su último libro traducido a nuestro idioma, “Un personaje de Borges que pinta paisajes se da cuenta al final de que ha pintado su propio rostro y así sucede a quien habla de libros”. Me parece que Iara ha terminado por saber quién soy, intérprete precoz de aletheia, aquella verdad profunda que hay que develar y que me remite con premura a Mt 18, 1-5. Gracias a Dios, traje la Biblia.