A partir de la entrevista a Annette Flynn publicada en el número anterior, donde se refiere largamente a la obra de Jorge Luis Borges y señala también su admiración por João Guimarães Rosa, ahora Santiago Kovadloff escribe sobre el autor brasileño. kovadloff-guimaraes20rosa204Cada vez que me acerco a Guimarães con la intención de traducirlo, me parece oír, venida de sus textos, la misma advertencia, en rigor un ultimátum, cuya severidad aparece atenuada bajo la forma cordial de una pregunta: “Como é, compadre: você veio disposto a brincar com a sua língua?” ¡Jugar con el idioma! ¿Pero quién soy yo para conocer el evasivo límite que separa al juego verbal del palabrerío, la libertad creadora del caos expresivo?

Ni Rimbaud ni Girondo, claro; ni Guimarães ni Macedonio. Kovadloff y a duras penas y, sin embargo, todos nosotros alguna vez atravesamos por lo menos uno de esos brevísimos instantes de gracia y certidumbre que enseñan a distinguir, sin vacilaciones, al genio del charlatán. De modo que esa es la advertencia de Guimarães, su razonable exigencia. Nos hace, además, dos recomendaciones (pude entreverlas mientras lo leía y trabajaba). Pide Rosa, por un lado, cierta imaginación verbal; la pide por igual a lectores y traductores. Por otro, una aclaración de estos últimos a los primeros en la que sugiere asentar, lealmente, que las torpezas del traductor no tienen por qué ser las del poeta.

Por lo demás, y esto ya es cosecha de mi propia experiencia, con Guimarães siempre se corre el riesgo de plagiarlo en lugar de traducirlo; riesgo solapado y constante a que da lugar la propia libertad interpretativa que impone su prosa. Decía Heidegger, sagazmente, que traducir no es verter sino “hablar el idioma del asunto”. De eso se trata con Guimarães, no cabe duda. De nadie como de él corresponde asegurar –en el ámbito de la actual narrativa en lengua portuguesa– que es un estilista, un hombre que revolucionó los recursos literarios de su lengua y que, parafraseando a John Locke, bien podría haber dicho que si las palabras no coinciden con lo que se siente, peor para las palabras.

Por eso, por todo eso, es en cierta medida imposible traducir a Guimarães Rosa. No hay a qué traducirlo. A menos que el trabajo del traductor sea ascendido al grado de labor semicreadora y se decida entonces correr la aventura (la desventura del título) de hacer con él, en castellano, lo que a su turno hizo Guimarães con el portugués: reinventarlo; tratar de hablar el idioma del asunto. Seguir, como un discípulo afanoso, su ejemplo magistral.

De allí los neologismos que abundan en mi versión de Tutameia; los barbarismos, quizás; las licencias sintácticas, tal vez abusivas, la aparente indisciplina verbal y el cariz caprichoso de ciertas formas sustantivas. Pero de allí también –y éste es el esperanzado consuelo– la mínima ráfaga de esa gran poesía de Guimarães Rosa que, por momentos, me parece ver correr por las páginas de la traducción que sigue.

 

Contraperiplo, de João Guimarães Rosa

 

¿Y usted quiere llevarme, distante, a las ciudades? Despacio. Todo para mí es viaje de vuelta. Y no en cualquier oficio ¿eh? El que tuve yo hasta hoy, que me gusta y del que algo entiendo, es el de guía de ciegos: esfuerzo destino que me place. ¿Y me dejarán ir? Desde que mi ciego don Tomé pasó, me maltratan, golpean, murmuran desconfiados. Tierra de injusticias.

Aquí paramos, meses, a causa de mujer, por cuenta del fallecido. Detengan, entonces, a la mujer, apriétenla, al marido rufián, que expliquen ellos, claramente, lo que no llegó a ocurrir. Terrible, la mujer. ¡Comisario, contenga, si puede, el alma de mi señor Tomé ciego! Se amancebaba oculto con la mujer, Ña Justa ¿alguien lo supo? Yo preveía y gobernaba.

Lo que no me cabe es cómo rodó barranca abajo, cómo fue a rendir el alma. Decidir yo no decido; divulgo, apenas: que las cosas comienzan de veras por detrás de lo que ocurre, en contracurso; cuando el remate sucede, ya están desaparecidas. Suspiros. Declaro, ahora, defino apenas. Usted nada me preguntó. Yo sólo respondo a lo que no me preguntan. Las mujeres locas por él, que era un Jesús, con su barba. Pero él, primero, me preguntaba: “¿Es linda?”. Le informaba que sí, siempre. Para mí cada mujer vive hermosa: las rojas, las pardas, las blancas, en los caminos. ¿Gustaban de él, ciego completo, porque de ellas no podía descubrir formas ni facciones? Don Tomé se encrestaba, lavaba con jabón su cuerpo, mendigaba ropas. Yo bebía.

Deambulábamos, sitio tras sitio, sin prevenir que ya estábamos en rumbo hacia aquí. Traigo culpas sepultadas. Uno en la calle, arrastrando ciegos, suele afligirse como el que avanza, al revés de todos, contra corriente.

No era así con mi patrón. Yo dirigía, él me secundaba, tomado cada uno a una punta del bastón labrado en plomo. ¿Beberé para imponerme amores de otros? Me renegaban diciendo que no andaba ya en edad de guía de ciegos, vieja la mano, maltrecho, y además, cabezón y jorobado. El pueblo sabe las faltas. ¿Y no ha de ser que yo, para no ver, vengo a evocar lo ajeno? Bebo. Tomo hasta apagarme, veo otras cosas. El sabía esperarme, cuando yo, borracho, terminaba en el suelo. Me aconsejaba. Súplica de ciego: que vea más de lo que ve quien pueda.

Me envidiaba: no veía que yo era defectuoso, feazo. ¡Odio era lo que sentía porque yo sólo veía enteras las mujeres que de él gustaban! Conducir ciegos, ¿es como arrastrar al condenado, al de ningún poder, al que, sin embargo, adivina más que nosotros? El harapiento sólo puede reírse del andrajoso. Sentía ganas suaves de montarlo, sin freno, sin espuela…

Y acá estamos, así es. La mujer miró al ciego, con modos de quien entrega, con fuerza toda guardada. Esa era la distinta, la muy fulana: fea, fea a pesar de los poderes de Dios. Pero quería, era fatal. Se arrodilló para pedirme, deseaba que yo, a mi señor ciego, mintiese. Procedí: “¡Esta es hermosa, la más!”, le dije, di seguridades. El ciego acarició su barba, paseó su mano por los brazos de ella, el gesto osado. Suspiró, ardiendo como ojo de brasa. No tuve remordimientos. Jadearon los dos, lloraron, enternecidos, airosos.

Se encontraban, cada noche, después de que yo, con lo mejor, con lo oportuno, ambientaba y luego, a la distancia, me quedaba vigilando. La desdeñaba el marido, seco el hombre, extravagante, no asomaba jamás por su casa. ¿Alguien sospechó? Nadie como un ciego para esconder logros. ¿Y quién vigila como yo? Ella me daba aguardiente, comida. También él me complacía. Ponía la feria en mis manos. Me cuidaban. ¿Qué podía durar de ese modo, en tan colmada estima?

No se aquieta la vida. Hasta que el ciego se despeñó en lo oscuro del barranco, en lo mortal. Había que verlo venirse en delicias. La mujer perseveraba –que maullara a perros, que ladrase a gatos. ¿Qué tengo que ver yo en el asunto? Todos se empecinan en llamarme ladrón. ¿Acaso no era ciego el que murió?

Los dos necesitándome, en las pausas. La mujer, loca, instándome a que a él le reprodujese sus presumidas bellezas. Don Tomé, de esas nuestras no contrariadas charlas a solas, extraía celo, porfías, enojos. Pero yo le informaba falsamente leal: que los ojos de ella despedían fulgores, que el resplandor de sus dientes, aquellas chispas, el sumo color de las mejillas. Don Tomé, frotando barbas, sorbía también el deleite de describirme lo que el amor le daba. Su pasión no decaía. ¿Sólo es posible no ver siendo ciego? El marido, inmoral, bebía conmigo, quería mi complicidad, apoderarse del dinero de la bolsa… Yo, borracho y frágil, diminuto ¿debo enmendar ceguera y locura de todos? Yo si me dejaran, debelaba y concertaba. Pero no hay quien espere a la esperanza. Todos siguen, a tontas y locas, hasta hacerse estallar. Entiéndame.

Aquí, donde él halló el desastre, otros especulan, me afrentan, y, desde el final al principio, me encuentro sin río ni puente.

Día que dio en mala noche. El se extravió, bordeando el precipicio; y en lo muy oscuro, cayendo, fue a morir. ¿No habrá sido puro azar, racha negra? Cosa de solitario desafiar, celoso, buey bufando, y, ay, resbaló, roto, ensangrentado, terrible, de la tierra.

¿O el marido, ardiendo por matar y robar, empujó al otro hoyo abajo? Es en noches alunadas cuando más son los peligros para el ciego… Y don Tomé, hasta el final, desvariaba. ¡Decía que estaba volviendo a ver! Delirios de pasión, desmesuras del deseo, querer cueste lo que cueste, avistar a la mujer –sus trazos– aquella hermosura que, nosotros tres, desfeando, tanto hubimos inventado. Entreviendo que ella era de real mala figura, ¿no pudo él, desilusionado de dolor, haber llegado al suicidio, despeñarse? No hay peor ciego que el que quiere ver… Dio en la muerte. ¿O que ella, viendo que él habría de ver, haya querido, ante todo, destrozar lo asombroso, empujándolo, cuesta abajo, al visionario? Carácter de mujer es cáscara y carozos. Ella, hacia lo último, ya se estremecía, de pavores de amor, siempre que él, palpador, con fuertes ansias, manoseaba su cara, la que él oyó decir, dedeando. Así debió ser…

Si en el momento yo estaba embriagado, borracho cuando él se despeñó, ¿qué puedo saber? ¡No me entiendan! Dios ve. Dios aturde y mata. Lo que cabe aguardar son sólo restos de vida. Dice la mujer que me acusará del crimen, sin pena, si no me atrevo con ella… El marido, terrible, gemidor, dice que fui yo el denunciante… Feroces, los otros, amenazan, me injurian… Usted no me dice nada. Tengo y no tengo. ¡Préndanme! ¡Lárguenme! La mujer ya anda casi preñada. Me llamo Prudenciano. Ahora el ciego ya no ve más… ¿La culpa será siempre del lazarillo?

Sólo he de recomenzar si hay otras cosas por proseguir. ¿O es que Dios no es mundial? Temo que sea yo el terrible. Y usted, amistoso, ¿todavía quiere llevarme a sus ciudades? Decido. Pregunto por dónde ando. Acepto, sabiendo, en este lento ir hacia lejos. Volver hacia el final de la ida. Repienso, no pienso. Me escucho maldecir a mi fallecido cuando las nostalgias se me dan. Ciudad grande, allá el pueblo es infinito. Voy, como guía de ciegos, siervo de dueño ciego, iluminante, usual en lo inusual, con usted, don Desconocido.

 

João Guimarães Rosa nació en Gordisburgo, Minas Gerais, en 1908. Médico y diplomático, residió durante varios años en Europa. En 1946 publicó su primer libro de cuentos, Sagarana, y diez años más tarde el segundo, Corpo de baile y también su novela Grande Sertão Veredas. En 1962 apareció Primeiras estorias y en 1967, año de su muerte, Tutameia terceiras estorias (Menudencia), piedra angular de su excepcional y deslumbrante mundo narrativo. De él proviene “Contraperiplo”, el cuento que hoy publica Criterio en traducción de Santiago Kovadloff.

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