perales-berlangaEl emblemático director español fue el representante de un cine obligado a convivir con la censura franquista y capaz de ofrecer una mirada crítica desdehistorias y gestos aparentemente ingenuos y convencionales.

Moros y cristianos (1987)

Moros y cristianos (1987)

A principios de los 50, la economía española comenzaba a recuperarse de una etapa dominada por la depresión financiera que venía soportando desde los comienzos de la Guerra Civil. Se buscaban nuevos horizontes, se introdujeron mejoras sociales, desapareció la cartilla de racionamiento, se solucionaron carencias en gran parte del territorio español donde aún no llegaba el agua o la electricidad y se produjo un gran impulso sobre las viviendas protegidas. La restauración modernista se intentó también llevar al sector cinematográfico y el neorrealismo parecía ser el modelo ideal para modificar las estructuras fílmicas, tanto estilística como temáticamente; como ejemplo, se destaca el filme de José Antonio Nieves Conde, Surcos (1951).

Sin embargo, aún era demasiado pronto para introducir nuevas corrientes en el tratamiento audiovisual y en las tramas argumentales; sobre todo, haría falta una nueva generación formada en ambientes más intelectuales y con las inquietudes de realizar proyectos que reflejaran la realidad de un país hasta entonces no mostrado en la pantalla. Aún así, y a pesar del modelo impuesto, aparecieron algunos títulos de variado contenido temático y narrativo que abrieron la veda hacia un nuevo recorrido por el que podría transitar el cine español, entre ellos Brigada criminal (1950) de Ignacio F. Iquino, El último caballo (1950) de Edgar Neville, Cielo negro (1951) de Manuel Mur Oti, y la ya mencionada Surcos.

Títulos aislados que habrían de librar una fatigosa batalla para compartir un espacio comercial en las salas de exhibición. Los años 50 estuvieron dominados por temáticas religiosas y folklóricas, donde películas como La señora de Fátima (1951) y El Judas (1952), o las protagonizadas por Lola Flores y Carmen Sevilla, destinadas a un público fácil, dominaban el mercado; la intención era evadir en menoscabo de la reflexión. En este contexto aparecen dos cineastas procedentes de la primera promoción del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas: Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga. De este modo, en los años cincuenta convivieron dos generaciones de cineastas: aquellos que venían trabajando en la industria desde hacía décadas y otra con marcada formación intelectual y espíritu crítico. Surgen así dos modelos diferentes en la construcción de la obra fílmica y se produce un enfrentamiento estilístico que va más allá de lo estrictamente generacional. Por un lado, estaba el cine artificial, con una escenografía

que descansaba sobre los decorados acartonados, y por otro se iniciaba una apuesta orientada hacia un modelo realista donde era posible reflejar una sociedad enmascarada en las cintas de la época. Los nuevos directores pretendían huir del falso cine histórico y del folklore malentendido, para convertirlo en un testimonio de la sociedad española.

A mediados del siglo XX aparecen Berlanga y Bardem, colocándose inmediatamente a la cabeza de esta generación con una comedia amable y de cierta ingenuidad pero sin abandonar el espíritu crítico y de denuncia iniciado en Surcos. Aunque la obra inicial de Berlanga suele ser clasificada de neorrealista, lo cierto es que jamás tuvo esa intención, y si nos detenemos a contemplarla descubriremos que sólo lo es en apariencia, estilística y visualmente, pero no desde la narrativa. Sus películas muestran la realidad social de un

país que todavía padece los efectos de una guerra devastadora, aunque las tramas oscilen entre esa situación lamentable y el absurdo; un absurdo ubicado en un realismo popular que potenciaba la tristeza y la desesperanza de unos españoles incapaces de escapar de situaciones hostiles. Desde Esa pareja feliz (1951) hasta Los jueves, milagro (1957), y salvo la excepcional Novio a la vista (1954), el cineasta no se despega de la visión de una España crepuscular donde sus ciudadanos luchan por sobrevivir a los infortunios del día al día.

Esa pareja feliz, con dirección compartida por Berlanga y Bardem, refleja las penurias de un joven matrimonio en el Madrid de los ‘50. El filme, aparentemente una comedia intrascendente, ofrecía una cascada de lecturas que enriquecían el texto fílmico. La inocencia, fantasías e ilusiones de sus protagonistas disparaban la imaginación y los alejaba de una realidad aciaga, pero esos sueños, surgidos desde la puerilidad, se esfumarían en el desenlace para aterrizar en una realidad despiadada de la que no podrían escapar. Posteriormente emprenderían una carrera en solitario, con trayectorias muy diferentes. Sin embargo la crítica y reflexiva mirada de uno y otro permanecerían en sus películas. Bienvenido Mr. Marshall (1952), de Berlanga, inicia esta etapa estableciendo el perfil y el estilo de un autor capaz de expresar con un argumento aparentemente comercial y convencional las miserias de un pueblo que venía a ser una metáfora de la España de la época. Con esta historia, inspirada en la célebre comedia de Jacques Feyder La kermesse heroica (1939), Berlanga asienta algunos de los rasgos más personales de su obra: “el tratamiento coral” de la historia y lo que se ha denominado el “arco berlanguiano”; dos características que han estado presentes hasta París Tumbuctú (1999), último título de su filmografía. Aunque este tratamiento coral aparece de un modo desdibujado en algunas de sus películas, como Esa pareja feliz, El verdugo (1963), La boutique (1967) y Tamaño natural (1974), el resto de su obra se encuentra impregnada por este rasgo de modo protagónico, aunque sus tramas estuvieron centradas en las peripecias de un personaje que ejercía la función de hilo conductor para concluir por perderse en una comunidad ajena. Sin embargo, existe una evolución en su concepción, puesto que en sus primeras películas. El grupo que sustituye al protagonista florece como fruto de un sentimiento solidario que aglutina tras una situación de crisis. Sin embargo, a partir de Los jueves, milagro, fin de esta etapa inicial, los motivos responden a intereses menos nobles. Existe una evolución que transcurre en paralelo con la madurez de un autor que alcanzará su plenitud cuando encuentre a Rafael Azcona, guionista de sus películas hasta La vaquilla (1985).

El “arco berlanguiano” es definido por Antonio Gómez Rufo como “un arranque en donde se expone una situación y un problema, un momento de euforia a lo largo de la película, donde parece que el problema va a ser resuelto de manera favorable, y una caída final hacia una situación igual o inferior a la del arranque”. La evolución dramática comienza por un grupo de personajes en una situación difícil de la que pretenden escapar; la posibilidad se cruza ante su horizonte y comienza una lucha por superar la crisis inicial. En la primera parte de la lucha, las posibilidades y la esperanza de mejora se acrecientan y las circunstancias parecen favorables, pero el desenlace siempre será doloroso e inesperado, agravándose aún más la situación. Los norteamericanos cruzarán Villar del Río sin detenerse, Plácido no conseguirá saldar su crédito con el banco y José Luis se convertirá en un ejecutor de la pena de muerte. La obra berlanguiana está protagonizada por perdedores, por hombres y mujeres alejados de los arquetipos a los que nos tiene acostumbrados el cine norteamericano y el cine español de los años 40, 50 y 60. Berlanga siempre prefirió personajes anónimos, individuos característicos de la sociedad española, y nunca temió en presentar a estafadores aficionados, pedigüeños o seres desafortunados como protagonistas-antihéroes.

Se negó a centrar sus tramas en individuos moralmente intachables, respetados por una sociedad hipócrita; le parecía más interesante contar con el otro sector de la sociedad, aquel cuya conducta no se ajustaba a lo políticamente correcto y estaba marginado para ser utilizado como una marioneta. Cuando aparece un triunfador, un galán o un personaje distinguido, Berlanga lo despojará de sus vestiduras y nos mostrará la veracidad de sus sentimientos y necesidades, descubriendo así que no son más ni menos felices o desgraciados que el resto. Seres como Plácido, el José Luis de El verdugo, el marqués de Leguineche y su pintoresca familia o los Planchadel de Moros y cristianos (1987) componen un mosaico completo de los individuos que habitaron sus películas.

A través del humor, Berlanga supo reflejar la realidad de la sociedad española, sobre todo la del ciudadano de la segunda mitad del siglo XX, destacando sus virtudes y sus miserias, riéndose con él y ubicándolo en situaciones ridículas y esperpénticas, pero siempre desde una mirada comprensiva, porque él también era uno de ellos.

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