La vida de Emilio Mignone. Justicia, catolicismo y derechos humanos, de Mario del Carril (Emecé, 2011, 391 páginas) permite conocer de cerca y con gran fidelidad la trayectoria del fundador del CELS.Hilda Sabato, que “a modo de prólogo” abre con sensibilidad y hondura el portal a la vida de Emilio Mignone, lo define como “un hombre virtuoso”. Al terminar el itinerario que Mario del Carril nos lleva a recorrer, no cabe sino asentir. A través de la virtud, como ejercicio y lucha de quien “vive de la fe”, como fue su caso, Mignone logró la felicidad, pero entendida en el sentido que del Carril toma de una de los conceptos griegos de eudaimonia: “el concretado con la vida y todas las actividades del hombre ejercidas de acuerdo con las excelencias más amplias de la virtud moral y la razón práctica”.
Mario del Carril, periodista y profesor universitario radicado en los Estados Unidos, ha logrado una obra de rara excelencia, rigurosa en la documentación, con una mirada profunda sobre la Argentina del siglo XX y de los procesos políticos atravesados aquí como en los Estados Unidos, la compleja, fascinante y dolorosa vida de la Iglesia en los años posteriores al Concilio Vaticano II. Del Carril es yerno de Emilio Mignone, dato que hace valorar más, si cabe, su obra. Hay una cantera de información que proviene de conversaciones entre ellos y en el seno de la familia que hace posible trazar el retrato desde la intimidad diaria y en base a escritos del propio Mignone. Es un privilegio, pero también la cercanía tiene un riesgo, que se elude gallardamente. En efecto, no hay panegírico ni complacencia, no hay disimulo de las fallas y de las incoherencias, ni siquiera omite consignar algún silencio sobre opciones políticas de su juventud de las que posiblemente prefería no acordarse.
En la vida de Mignone hay un antes y un después. El punto de inflexión se da en la noche del 14 de mayo de 1976, cuando un grupo militar ingresa a su departamento y secuestra a una de las hijas, Mónica. El “antes” se desenvuelve en el hogar de inmigrantes y las aulas maristas en Luján, la militancia fervorosa en la Juventud de Acción Católica y las opciones que a partir de ella hará en lo ideológico y político, el periodismo, alguna candidatura, la abogacía más mal que bien, el desembarco en la Dirección General de Enseñanza de la provincia de Buenos Aires de la mano de Arturo Sampay en 1946 y con ello el crecimiento de su vocación por la educación que, atravesando su existencia, culminará en la Academia Nacional de Educación. Actuó en la resistencia contra Perón en 1955 y, trascendiendo su origen en el nacionalismo, abogó por el acercamiento de los católicos con políticos de otras vertientes. En 1962 fue el traslado del grupo familiar a Washington, donde llevó a cabo su labor en el Departamento de Educación en la OEA. Se adaptó al país y vivió los años kennedyanos, la lucha por los derechos civiles, los ecos del Concilio. Esta etapa fecunda no sólo influirá en su pensamiento sino que le hará sellar amistades duraderas, invalorables cuando llegue el “después”.
Mignone regresó a la Argentina para ocupar funciones en el gobierno de Onganía, de quien fue al principio muy crítico, como asesor de Educación del CONADE, y luego subsecretario técnico de Educación. De ahí, como por otra parte más de un colaborador de la llamada Revolución Argentina, pasó al peronismo. Es que el país entero parecía hacerlo. Ahondó en los temas universitarios, como leemos en Criterio, donde publica “La vuelta a la escuela normal” (1972). En 1973 fue nombrado rector interventor de la Universidad de Luján, experiencia que caracterizó como momento fundacional de esa casa de estudios.
Del Carril nos guía por los caminos cada vez más escarpados de la Argentina de entonces, con la violencia guerrillera, que encontró en ámbitos católicos más de uno que la justificara, y la represión con su perversa metodología de la desaparición forzada de personas.
En el compromiso religioso y social de jóvenes como Mónica Mignone, se tendió a identificar la opción por los pobres con el peronismo, en una versión, que descubrirían, no era la del anciano líder y menos de su esposa. Tras el 24 de marzo de 1976, la represión puso bajo el mismo manto de sospecha a cuantos trabajaban, como Mónica, en villas de emergencia, y su sentencia de muerte fue decretada, por quién ni por qué razones jamás sabremos. Emilio y Chela Mignone, como tantos, hicieron averiguaciones, movieron contactos, se esperanzaban de que su hija estuviera presa pero viva, aún a costa del “absoluto silencio y discreción” con tal de saber de ella y poco a poco comprendieron que ya no había esperanza. El horror de ese “después” lo presenta del Carril a partir de un pasaje de la Odisea. A diferencia de Príamo en la guerra de Troya, a quien Aquiles entrega el cadáver destrozado de Héctor, los Mignone no pudieron dar sepultura a su hija. Cuando se lee el calvario de estos padres se comprende la herida infligida a través de ellos al país entero.
En este “después”, la vida de Mignone entra en una nueva dimensión: su lucha por recuperar a Mónica se extenderá a la denuncia de las violaciones de los derechos humanos de un modo organizado, fundamentalmente a través del CELS. Fue la manera en que Mignone supo encontrar, siempre en la acepción de la palabra que hemos puesto al principio y por paradójico que parezca, su nueva forma de felicidad. El libro que comentamos es del mayor interés en sus referencias a la labor de los diplomáticos norteamericanos, así como, cuando se restaura la democracia, sobre la ardua cuestión de cómo hacer justicia.
La mirada, fuertemente crítica pero de un cristiano, sobre la actuación de la Iglesia en esos años la plasmó en 1986 en Iglesia y dictadura, con juicios severos con respecto a algunos (Tortolo, Bonamín, entre otros) y destacando su empeño, como Zazpe y Hesayne. Del Carril no omite algunos de los serios reparos que suscitó esa obra, en especial por la falta del cuadro completo de los ´70 con el ataque subversivo y la represión comenzada bajo el gobierno constitucional, así como de la actitud de la sociedad frente a todo ello, como señaló José L. Cantini en un comentario inédito.
Mignone sufrió la incomprensión y la sospecha de algunos de sus amigos y de personalidades eclesiásticas. Según recuerda del Carril, monseñor Gerardo Farrell dijo en el velatorio: “A este hombre la Iglesia jerárquica tiene que pedirle perdón. Amaba a la Iglesia, por eso la criticó”.
La suya fue la tragedia de un hombre virtuoso, o sencillamente, de un hombre bueno. Eso no garantiza el acierto de las diversas elecciones que hizo ni requiere que las compartamos. Nos queda un profundo respeto por este cristiano, padre y educador. Mignone, que falleció en 1998, quiso encarar sobre el final de sus días una obra autobiográfica. No pudo ser, así que confió a Mario del Carril plasmar ese testimonio, cumplido con creces en este libro de lectura necesaria.