Sobre el ejercicio de la libertad de opinión en la Iglesia. espeche-ilustracion0001 Desde que tengo memoria, la historia y su interpretación han sido motivo de división entre los argentinos, división que no se reduce a una polémica de carácter académico sino que es de naturaleza política. Con frecuencia los argentinos hemos acudido a la historia como quien hurga en la baulera para rescatar algo útil en el presente.

Hoy día nos encontramos otra vez mirando hacia atrás, con relación a un periodo particularmente violento, el de un gobierno democráticamente elegido que fue derrocado por el ultimo régimen militar, en los años ‘70 del siglo pasado. Parte importante de esa polémica es la actuación de parte de la jerarquía de la Iglesia de aquellos años. Se trata de un tema llamado a permanecer en el debate público como un foco de atención, toda vez que los mismos obispos han manifestado su disposición favorable a la profundización de las investigaciones sobre el tema.
Desde distintos ámbitos de la Iglesia han surgido manifestaciones y opiniones de diferente signo en cuanto a los hechos y su interpretación. Entre otros aspectos, se ha planteado la responsabilidad, por comisión u omisión, de quienes por entonces ocupaban grados de responsabilidad en el gobierno de la Iglesia, la docencia o la militancia, fuera como fuese entendida.
La cuestión se plantea hoy con rasgos novedosos o al menos poco frecuentes. Habitualmente se espera de los obispos juicios, afirmaciones e interpretaciones auténticas que reflejen la visión de la Iglesia sobre las cuestiones planteadas en el tapete público. En este caso, hay también sacerdotes y fieles laicos que han hecho conocer su visión, no exenta de tonalidades críticas respecto de la actuación de miembros de la jerarquía.

Sin embargo, no es mi propósito en estas líneas abordar el tema del que la actual polémica se ocupa. Más bien deseo tratar la cuestión de la opinión pública dentro de la Iglesia.

La noción de opinión pública está asociada al concepto de libertad de expresión. Si bien suele hablarse de opinión pública en singular, a lo que en realidad se alude es a la posibilidad y al hecho de que existan opiniones en plural respecto de todo lo que es materia opinable. En una sociedad donde el Estado es legítimo y actúa con legitimidad y respeto por los derechos de las personas, éstas expresan sus opiniones libremente. ¿Es posible aplicar estas nociones, por analogía, al campo de la Iglesia?

Se trata de una cuestión que forma parte de los profundos cambios sociales y culturales producidos en el mundo y en nuestro país, cambios que afectan a los católicos como a todos los habitantes, cambios sobre los que es preciso reflexionar y a los que hay que responder con lucidez.

Con el Consejo Ecuménico Vaticano II la Iglesia universal no sólo tomó conciencia de los profundos cambios que se habían producido en el mundo y su historia, sino que se planteó la forma en que debía responder a ellos. Entre los cambios registrados se contó el de la existencia de un mayor acceso a la comunicación, a la información y a la educación por buena parte de la población del mundo. Junto con estos fenómenos, se dio el crecimiento inusitado de una red de medios que ensancharon los márgenes del acceso al conocimiento y a la posibilidad de emitir opiniones por parte de distintos sectores dentro de las poblaciones y dentro de la Iglesia.

¿Qué es aquello sobre lo que un católico no puede opinar? ¿Cuáles son los límites que no se pueden transgredir sin poner en riesgo la fidelidad debida a la Iglesia? Para responder a estas preguntas, un cristiano debe considerar tanto criterios de razonabilidad y sentido común como los propios del Evangelio. Entre los primeros, por ejemplo, toda opinión debería expresarse en un espíritu de diálogo y en busca de la verdad. Las opiniones deberían ser emitidas sin ánimo de polemizar, sino para compartir una convicción, tratando de hacerla explícita para que, en el marco del diálogo, se encuentren nuevos consensos siempre que ello sea posible.

En cuanto a los criterios evangélicos, lo que no es opinable es lo que involucra materia dogmática que emana del magisterio extraordinario, cuando el Papa se pronuncia ex chatedra sobre materias de fe y es, por lo tanto, infalible. Se trata de cuestiones muy específicas y acotadas. El margen de infalibilidad es muy estrecho y, por lo tanto, el terreno de lo opinable suele ser más amplio de lo que generalmente se cree.

En la vida cotidiana del creyente, sin embargo, las cuestiones de fe no representan un obstáculo sino más bien una ayuda. El resto, el gran resto que pertenece al orden de la prudencia, es terreno propio del ejercicio de la libertad de los hijos de Dios. Allí el criterio principal es el amor por la Iglesia.

Cuando hay que decir una verdad, solía decir el cardenal Eduardo F. Pironio, “hay que decirla como pidiendo perdón”. Cuando sea necesario decir o actuar en el marco de la corrección fraterna, es preciso en todo momento ser conscientes de que podemos ser parte de los que no están en condiciones de tirar la primera piedra. La sabiduría evangélica también nos trae la parábola de la viga en el propio ojo que ignoramos al ocuparnos de la paja en el ajeno.

La cuestión de la opinión pública dentro de la Iglesia está vinculada a la necesidad de pensar el tipo y modo de relación institucional más adecuada con las personas que conforman toda la sociedad, a cuyo servicio la Iglesia quiere estar.

Bueno es recordar en este contexto algunos pasajes de Gaudium et Spes: “Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida los inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia.

Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común” (43). Y agrega: “…para que puedan llevar a buen término su tarea debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los campos que son de su competencia”(62).

“El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver” (75). Y en el numero 50 de Octogésima Adveniens: “En las situaciones concretas, y habida cuenta de las solidaridades que cada uno vive; es necesario reconocer una legítima variedad de opciones posibles. Una misma fe cristiana puede conducir a compromisos diferentes” (35).

La Iglesia invita a todos los cristianos a la doble tarea de animar y renovar el mundo con el espíritu cristiano, a fin de perfeccionar las estructuras y acomodarlas mejor a las verdaderas necesidades actuales. A los cristianos que a primera vista parecen oponerse partiendo de opciones diversas, pide la Iglesia un esfuerzo de recíproca comprensión benévola de las posiciones y de los motivos de los demás; un examen leal de su comportamiento y de su rectitud sugerirá a cada cual una actitud de caridad más profunda que, aun reconociendo las diferencias, les permitirá confiar en las posibilidades de convergencia y de unidad. “Lo que une, en efecto, a los fieles es más fuerte que lo que los separa. Es cierto que muchos, implicados en las estructuras y en las condiciones actuales de vida, se sienten fuertemente predeterminados por sus hábitos de pensamiento y su posición, cuando no lo son también por la defensa de los intereses privados. Otros, en cambio, sienten tan profundamente la solidaridad de las clases y de las culturas profanas, que llegan a compartir sin reservas todos los juicios y todas las opciones de su medio ambiente. Cada cual deberá probarse y deberá hacer surgir aquella verdadera libertad en Cristo que abre el espíritu del hombre a lo universal en el seno de las condiciones más particularizadas”.

Finalmente, quien habla en nombre de la Iglesia es la jerarquía, que tiene la autoridad que para los creyentes deviene de un mandato divino. Ello no quita que los fieles pueden y deben hablar, ya no en nombre de toda la Iglesia, pero sin duda desde la Iglesia y los valores que ella predica y práctica.
Puede ocurrir que todavía lo que dicen los documentos sobre el rol de los laicos en la Iglesia no se haya traducido cabalmente en los hechos. El defecto del clericalismo no es patrimonio de algunos clérigos, sino que supone la contraparte de un cierto clericalismo por déficit laical. Creo que las cosas pueden cambiar en este terreno y de hecho están cambiando en la dirección correcta.

3 Readers Commented

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  1. Pedro Gorondi on 8 enero, 2013

    Comparto totalmente las opiniones vertidas por Vicente Espeche Gil sobre la importancia del diálogo entre los católicos que tienen diversas opiniones sobre temas religiosos, especialmente referidos a la propia Iglesia Católica. Todavía el Vaticano está muy lejos del espíritu dialoguista del Concilio Vaticano II. Felicitaciones a la revista Criterio.

  2. FERNANDO YUNES on 15 enero, 2013

    Conforme a mi experiencia, que ciertamente no tiene pretensión de certeza universal, existe una disociación ente aquello que la jerarquía proclama y procura enseñar, tanto a nivel interno de la comunidad eclesial, como en el escenario de la convivencia civil e internacional, con lo que realmente propicia, permite, alienta, gestiona, en la vida interior de la iglesia, referente a la participación del laicado y a la libertad de expresión, sobre todo en temas controversiales de doctrina y cuestiones pastorales. Tengo la impresión que la formación en los seminarios continúa siendo verticalista y esto se traduce posteriormente en la organización y gobierno de la institución. El laico sigue subvalorado como sujeto y esto desalienta el compromiso.

  3. Juan Carlos Hourcade on 16 enero, 2013

    El comentario del Embajador Espeche Gil es correcto y en realidad se trata de un tema ya resuelto por el magisterio pontificio hace tiempo. En un discurso que no pudo pronunciar públicamente, pero fue publicado luego en L’Osservatore Romano, Pío XII habló sobre la opinión pública dentro de la Iglesia en estos términos: «22. Finalmente, Nos querríamos todavía añadir una palabra referente a la opinión pública en el seno mismo de la Iglesia (naturalmente, en las materias dejadas a la libre discusión). Se extrañarán de esto solamente quienes no conocen a la Iglesia o quienes la conocen mal. Porque la Iglesia, después de todo, es un cuerpo vivo y le faltaría algo a su vida si la opinión pública le faltase; falta cuya censura recaería sobre los pastores y sobre los fieles». El texto fue dirigido a los participantes del I Congreso Internacional de la Prensa Católica, el 17 de febrero de 1950. Puede ser leido en su totalidad en la página web del Vaticano: http://www.vatican.va/holy_father/pius_xii/speeches/1950/documents/hf_p-xii_spe_19500217_la-presse_sp.html

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