Mi encuentro con Scannone

Publicamos el homenaje a Juan Carlos Scannone, a pocas semanas de su fallecimiento, escrito por Carlos Hoevel, profesor de Filosofía e investigador, divulgado en el marco de la Organización de Universidades Católicas de América Latina (ODUCAL).

¿Qué cosa más grande y misteriosa existe en la vida que el encuentro con otro ser humano? ¿Quién podría anticipar, con todo lo limitada que es nuestra mirada, el significado que este encuentro terminará teniendo en la trama sinuosa y aparentemente caótica de nuestra vida? ¿Y cómo imaginar, sobre todo, qué nos deparará el destino cuando algún día, pasado el tiempo de esta vida y de esta historia, nos reencontremos por fin con quienes hemos respetado, admirado y querido?
Corría el año 2000 cuando, casi por casualidad, fui invitado por el filósofo Santiago Kovadloff a participar de un seminario de un grupo de intelectuales –de los que tenía poca o casi nada de idea– que se reunía un sábado por mes en un sótano del antiguo barrio porteño de San Telmo. El seminario, denominado Canoa (en homenaje a una de las primeras palabras de los aborígenes aprendidas por los conquistadores), estaba dedicado oficialmente a la “filosofía latinoamericana y las ciencias sociales”, pero su objetivo era en realidad el de reflexionar sobre la posible reactualización de la filosofía de la liberación casi treinta años después de su nacimiento. Lo presidía Mario Casalla, un brillante y apasionado filósofo latinoamericanista, junto con un núcleo de intelectuales de su generación, como Ricardo Gómez, Roberto Doberti, María Cristina Reigadas y Gabriela Rebok, quienes, con otros intelectuales, habían protagonizado el surgimiento de esa corriente de pensamiento en la Argentina. El seminario también incluía a intelectuales liberacionistas o latinoamericanistas de la nueva generación como Ricardo Forster, Enrique Del Percio, Alejandra Valente, María Casalla e Isabel Pemuy. Creo que Kovadloff era en ese grupo el único representante de una filosofía situada en América latina, pero con una importante toma de distancia del liberacionismo en su versión setentista. Yo, por mi parte, no tenía nada que ver ni con el latinoamericanismo ni con el liberacionismo. Venía de un pensamiento filosófico clásico-cristiano y de un social-cristianismo de tendencia personalista más bien europea, que había recibido en la Universidad Católica, con influencias del pensamiento político y económico anglosajón, que había estudiado en los Estados Unidos. Aunque siempre estuve abierto al pensamiento argentino, me encontraba bastante perdido en aquel ambiente. Si tenía que elegir, me sentía mucho más identificado con el personalismo judío de Kovadloff que con el liberacionismo para mí un poco utópico del resto de aquellos colegas. En medio de ese torbellino de caras e ideas nuevas, mientras todavía me preguntaba qué estaba haciendo allí, apareció, para mi sorpresa, el rostro de un sacerdote: era el padre Juan Carlos Scannone.
Desde el primer minuto en que vi a Juan Carlos, sentado frente a aquella amplia mesa del sótano de San Telmo, me impactaron tres cosas: su impresionante bagaje de conocimientos, su calma absoluta para explicarlo todo con lujo de detalles y la ausencia completa en su hablar de toda afectación destinada a impactar a sus interlocutores con algo que no fuera la presentación lisa y llana de sus ideas. Rodeado de aquellos intelectuales brillantes, habituados a usar el énfasis y el preciosismo en el lenguaje con el objeto de convencer, el austero, sencillo y ajustadísimo Scannone transmitía su punto de vista apoyándose sólo en la objetividad de su saber. Pero existía un aspecto adicional, moral y humano, que fui descubriendo con el tiempo, y que era una base fundamental que explicaba su capacidad de entrega a su misión intelectual: su asombrosa austeridad y pobreza de vida. De hecho, por estos y muchos otros motivos, la voz de Juan Carlos era probablemente la más respetada y venerada del grupo.
El encuentro con Scannone –alguien venido de mi misma raíz cristiana– no sólo me permitió sentirme un poco más en casa en aquel seminario. A partir de entonces él se convirtió para mí en un referente indispensable. Esto no significó, sin embargo, transformarme en un discípulo ni en un adherente a todas sus ideas. Si bien me entusiasmaba su veta personalista y su valoración del don como bases de la vida social –en la que seguía a sus maestros Levinas, Ricoeur, Marion o Henry, entre otros–, su visión del rol teológico del pueblo y, últimamente, su convicción sobre el papel de los movimientos populares como protagonistas de un cambio global, me parecieron siempre algo acríticas y utópicas. Así, nunca me convertí tampoco en un filósofo de la liberación o del pueblo ni en un “scannoneano”. Sin embargo, creo que el magisterio particularísimo que Juan Carlos ejerció sobre mí transformó mi manera de pensar. Si quería mirar la realidad de verdad, sin recortar nada de lo que me había ofrecido mi experiencia, se tornaba imprescindible prestar atención a sus ideas y a su testimonio. Él ofició sobre todo de puerta de entrada al pensamiento social cristiano de cuño latinoamericano que yo prácticamente desconocía. Gracias a su influencia, los procesos y debates sociales de la Iglesia y la sociedad latinoamericanas ya nunca más me resultaron ajenos. Pero no sólo me ayudó a conocerlos. También me ayudó a sentirlos. Siguiendo su huella, la necesidad de responder a las realidades dolorosas de nuestro continente se fue poco a poco encarnando en mí como parte esencial de mi misión y mi pasión como intelectual.
Pero quizás fue sobre todo a través de las diferencias que tuve con el pensamiento de Juan Carlos como mejor pude descubrir el motivo profundo que animaba su vida intelectual y personal: un espíritu de libertad, apertura y búsqueda de la verdad. Un episodio sucedido en las postrimerías de mi participación en el seminario Canoa –que fue una primera señal que marcó la división política que existía en el grupo que terminó con la salida de Kovadloff y de otros miembros, incluido yo mismo, en medio de la batalla política que se desató en la Argentina con la llegada del kirchnerismo– me hizo para siempre patente qué tipo de pensador y de persona era Juan Carlos. Junto con otro colega habíamos escrito un texto muy crítico a un documento que un grupo de intelectuales y científicos sociales destacados, entre los cuales estaba Scannone, habían presentado como propuesta para un diálogo nacional. Mi colega y yo no sólo discutíamos algunas opiniones particulares sobre los problemas del país, sino incluso varios de los principios contenidos en el documento. Todavía recuerdo la mañana fría de un sábado en la que, caminando por el pasillo por el que se accedía al sótano de San Telmo, escuché casualmente la voz de Juan Carlos comentando al resto de los miembros de Canoa las cosas tan duras que nosotros habíamos dicho sobre su texto. Enseguida pensé: “Este es mi fin, no sólo con este grupo sino también con Scannone”. Bastante avergonzado por haberme atrevido a criticar a tan destacada personalidad, intenté dar explicaciones a Juan Carlos sobre las razones de nuestras divergencias con aquel texto. Su respuesta a esta crítica de un joven un poco insolente fue sorprendente: no sólo nunca me dijo una palabra de reproche, sino que, a partir de ese momento, volvió recurrentemente a convocarme en distintas situaciones y proyectos, sin el más mínimo reparo incluso por otras nuevas divergencias que le expresé en los años sucesivos. Por esa generosa apertura de su mente y de su corazón, que me llevó también a abrir mi propio espíritu, le estaré siempre agradecido.
Quisiera culminar con un agradecimiento por todo lo que recibí de Juan Carlos con ocasión del proyecto al que me convocó en el último tramo de su vida. Hace unos tres años, en medio de su entusiasmo con la oportunidad de dar a conocer muchas de sus ideas que le había posibilitado el pontificado del papa Francisco, Juan Carlos me propuso un proyecto doble. Por un lado, integrarme en el grupo de estudios del pensamiento social de la Iglesia perteneciente a la ODUCAL. Por otro, colaborar en la organización de una gran conferencia en el Vaticano, con el apoyo del Papa, dedicada a la discusión del paradigma de la economía con la asistencia de economistas, científicos sociales, filósofos y teólogos de todas las corrientes y de distintas partes del mundo. Ambos proyectos estaban relacionados, dado que sería el grupo de pensamiento social de la Iglesia de la ODUCAL –junto con la Academia Pontificia de Ciencias Sociales– el encargado de organizar el evento. Para alguien que, como yo, había dedicado buena parte de su vida a la filosofía y la ética de la economía, formar parte de la organización de un evento así fue casi como tocar el cielo con las manos. Podríamos ofrecer un escenario de prestigio internacional a una discusión abierta, sin prejuicios ideológicos o de escuela y sin exclusiones de ningún tipo, sobre los principios fundamentales de la economía.
Sabiendo que yo estaba en contacto con el mundo de los economistas y conocía bastante el ámbito anglosajón, Juan Carlos me pidió que elaborara una lista de los economistas y científicos sociales de todas las corrientes y países que pudiéramos invitar con el aval del Vaticano. Aunque los siempre presentes condicionamientos políticos e influencia de peculiaridades personales que rodean las decisiones y acciones en Roma limitaron en mucho las ambiciones del proyecto original, este evento fue también una ocasión extraordinaria para recibir otro regalo de Juan Carlos: acompañarlo, tanto en la Argentina como en el exterior, en la presentación del libro colectivo con todas las ponencias de la conferencia, que se editó gracias a su inagotable insistencia. El último don que me dejó, asociado a este proyecto, fue todavía más grande: descubrir a varios de sus seguidores de América latina y España en el grupo de estudio de pensamiento social de la Iglesia: Patricio Miranda, Víctor Chávez, Ildefonso Camacho, Humberto Ortiz, Jorge Chaves, Luis Razeto, Élio Gasda y Fernando Fuentes, entre otros. Gracias a la sensibilidad humana, seriedad intelectual y capacidad de don que encontré en ellos, pude conocer un poco más, justo al final de su larga y fructífera vida, quién era también Juan Carlos. Por los frutos se conoce el árbol.
Scannone fue un hombre apasionado por sus ideales. Pero siempre fue también un convencido de que el camino para llevarlos adelante no podía ser jamás el de la imposición o la violencia. Creía ante todo en el poder insistente pero pacífico de la libre exposición y discusión de las ideas. Además, como ya dije, fue un hombre de una austeridad increíble, que le sirvió para entregarse de un modo completo a su misión. Todavía recuerdo el frío glacial de la habitación en que se disponía a dormir una noche helada de invierno en una casa de retiros de Santiago, sin presentar la más mínima queja, hasta que lo rescatamos ofreciéndole otra habitación un poco más caldeada. También soy testigo de cómo, siendo ya un hombre de más de 80 años, iba de una punta a la otra de la ciudad, atendiendo a las necesidades y pedidos de todos, utilizando el transporte público. Portador de esta gran virtud, tal vez soñó con que todos podíamos ser capaces de vivir de ese modo para dedicar la vida a cosas más importantes que el propio bienestar o el consumo, como la solidaridad con el prójimo, especialmente con los pobres y excluidos. Sin embargo –como sus amados maestros Levinas y Ricoeur– también se daba cuenta de la importancia de integrar de modo realista la lógica del don con los intereses demasiado humanos de la economía. Scannone fue, finalmente, un prodigio de memoria, de vitalidad y de entrega al trabajo hasta el último minuto. Y, sobre todo, creo que el núcleo de la fuerza que tenía su personalidad radicaba en un punto esencial: no dudaba un segundo de la certeza del amor de Cristo. Gracias, Juan Carlos, por tu libertad de espíritu, tu apertura y tu generosidad. El regalo que sale del corazón jamás se olvida. Hasta siempre, querido maestro y amigo.

1 Readers Commented

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  1. Octavio on 9 febrero, 2020

    Hermosa y veraz semblanza de Juan Carlos Scannone. Gracias, Carlos

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