El debate en torno a los fines de la Universidad –su misión, para evocar el divulgado título de Ortega y Gasset– reconoce valiosos antecedentes y se mantiene abierto generando posiciones no siempre fáciles de conciliar. En alguna medida, el debate gira en torno a las diferencias existentes entre una concepción “académica” de la universidad y otra mayormente “profesional” que se distinguen, entre otros aspectos, por las intenciones que respectivamente las guían, la enseñanza que procuran trasmitir y el perfil preponderante de directivos y profesores: dos modelos cuya posible integración ha sido en los hechos y con desigual suerte sobradamente explorada.

Con referencia en particular a las universidades de gestión privada, la cuestión se revela más compleja cuanto más se especifican sus alcances. Por ejemplo, ¿qué lugar deberían ocupar las artes y las humanidades en el espectro de las carreras ofrecidas y los diferentes diseños curriculares? La respuesta será distinta según se atienda tan sólo a la cualificación profesional del estudiante y a su preparación para el mercado laboral, o se promueva en cambio una educación interdisciplinaria orientada prioritariamente a incentivar su capacidad de reflexión y juicio crítico como condición indispensable para el desarrollo de la persona y para el ejercicio, además (como ha insistido Martha Nussbaum) de una ciudadanía responsable. En este sentido, no parece desacertado señalar que del sostenimiento o la erradicación de las artes y humanidades dependerá en gran medida el tipo de graduado prevaleciente en cada universidad y aun su propio reconocimiento como institución que no desatiende el diálogo con la cultura para dedicarse de modo exclusivo a la capacitación científica y técnica.

Por otro lado es motivo de preocupación el avance de un modelo empresarial de universidad supeditado por definición a las expectativas del mercado y la lógica de los negocios. Búsqueda de resultados rápidos, evaluación cuantitativa de la producción intelectual, preferencia por la investigación aplicada, supresión del núcleo humanístico que es visto como un ornamento inútil cuando se trata de maximizar el rendimiento económico; costosa ampliación de los estratos gerenciales y administrativos, con injerencia creciente en el gobierno de la universidad; centralización no menos creciente de las decisiones, que se vuelven por lo mismo uniformes y niveladoras… He ahí otros rasgos visibles de este modelo universitario que parece extenderse sin distinción de fronteras mientras se diversifican al mismo tiempo metas y actividades que, inconexas entre sí, amenazan con fragmentar la universidad y desbordarla en menoscabo de su propia identidad y de los mentados ideales de excelencia académica.

Ciertamente, como ha expresado el ex presidente de Harvard Derek Bok en su obra Beyond the Ivory Tower, una universidad “enclaustrada”, dedicada por entero al aprendizaje que se justifica por sí mismo e inmune al contacto con la sociedad a la que pertenece, no constituye un modelo ni deseable ni factible en contextos que requieren de profesionales especializados para dar respuesta a necesidades concretas e importantes. Sin embargo, como el propio autor reconoce, no parece que la inmoderada dispersión contribuya a cimentar un proyecto universitario ni mucho menos a garantizar su seriedad y su coherencia, sobre todo si en el afán por responder a las continuas demandas de la sociedad emprende acciones que no le son privativas y que otras organizaciones o agencias especializadas estarían en mejores condiciones de promover.

Entre otras dimensiones del tema que nos ocupa, referidas al significado de la universidad y los complejos desafíos que hoy la interpelan, cabe mencionar el auge de los procesos de acreditación y evaluación que, si han redundado en beneficios evidentes en materia de titulación de los cuerpos docentes y en el mejoramiento de las ofertas de grado y posgrado, ponen potencialmente en riesgo (según se cuestiona) la autonomía universitaria. Asimismo, el financiamiento de la investigación, el bajo índice de investigadores que algunas universidades presentan, la gratuidad de la universidad pública, la preservación de la libertad académica, la intromisión de la política en los claustros y el afianzamiento de Internet como fuente de información y de los cursos on line que, más que complementar, amenazan a veces con desplazar a la educación tradicional, son problemas que ocupan, justificadamente, la agenda del debate universitario, a los que debería sumarse la deficiente formación de muchos egresados del nivel medio que coloca a las universidades ante la disyuntiva de tener que adaptarse a esta realidad reduciendo por ello sus exigencias.

Con todo, la universidad perdería su norte y su razón de ser si, frente a tantos desafíos o en sus diversos intentos de reinventarse a sí misma, olvidara lo que nunca debería dejar de ser: una comunidad de profesores y alumnos dedicados, en relación activa y mancomunada, a la búsqueda de la verdad. Puesto en otros términos, un espacio de encuentro intergeneracional que es al mismo tiempo depositario, trasmisor y creador de conocimientos. Sólo la sinergia entre docencia e investigación vuelve realizables estos fines, al punto de confundirse con ellos. Quizá la principal responsabilidad social de las universidades, su principal servicio a la comunidad, sea dar cumplimiento, de la mejor manera, a estos que son sus fines específicos.

2 Readers Commented

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  1. Como alguien que ha estudiado en cuatro universidades y ha tenido la experiencia de ser docente en dos de ellas, felicito a Criterio por abordar un tema de tanta trascendencia.

  2. Roberto O'Connor on 21 junio, 2013

    Creo que cuesta pensar «la Unversidad» si no re-pensamos los modos en que hoy se producen conocimientos. Pareciera (y lo digo de un modo muy simplista) que mayoritariamente hoy se impone un modo de «industria cultural» al cual no son ajenas las casas de altos estudios. Donde los conocimientos no responden a necesidades (materiales o espirituales, simplificando otra vez), sino que se generan necesidades para vender productos culturales. Creo que si no podemos discutir ese núcleo, tampoco podremos discutir para qué están las universidades.
    Los mecannismos que se les han impuesto de «capacitación» y competencia, de exigencias de producción de conocimientos, son en gran medida artiiciales, regulaciones más económicas que epistemológicas. ¿No es eso lo que tenemos que discutir?
    Las carreras de sus profesores son cada vez más largas, con aparición de «categorías académicas» – que indican nuevas exigencias, pero no indican una mejor lectura o un mayor acercamiento a la realidad.
    Es por ello mismo que no creo que sea posible abordar este tema si no las vemos como un fenómenos más de lo que el captalismo le está pidiendo a la cultura: producir para la sub industria cultural. Y por ello no creo que sea posible hablarlo tampoco si no tenemos en cuenta que de política sí se debe hablar cuando se habla de la universidad, ya que esa «aproximación a la verdad» de la que habla como un deseo el artículo, no puede dejar de lado al menos la filosofía política, no como «teoría abstracta» sino como obra de conocimiento y de intervención sobre la realidad, discutiendo el núcleo del capitalismo, que se niega a ser discutido.

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