La cuestión del celibato sacerdotal se mantiene como un debate siempre abierto en la Iglesia católica.  ¿Es posible considerar que es tiempo de que vuelva a ser opcional?

La renuncia de Benedicto XVI produjo un mosaico de sentimientos: asombro y perplejidad, pena, orfandad, admiración, incertidumbre. Y encendió la expectativa, y por qué no la esperanza, de que en la historia de nuestra Iglesia comenzara a soplar una bocanada de aire fresco. En marzo, de manera tan sorpresiva como la dimisión del papa Benedicto XVI, se difundía la noticia del nombramiento de monseñor Jorge Bergoglio como Francisco, el nuevo Papa.

Inevitablemente volvió entonces a mi mente una pregunta que desde hace tiempo da vueltas en mi interior sin encontrar todavía la respuesta esperada: ¿no habrá llegado el momento en que la Iglesia se plantee la posibilidad de volver al celibato sacerdotal opcional? ¿Cuáles son los argumentos a los que habitualmente se recurre para contestar de manera negativa y contundente el interrogante? En primer lugar, se argumentan cuestiones evangélicas en cuanto a que Jesús fue célibe, y lo fue. Sin embargo, cuando el Maestro tuvo que elegir a sus apóstoles enfrentó tres posibilidades: que todos fueran célibes, que todos estuvieran casados o bien que algunos fueran célibes y el resto casados. Él optó por la última, ya que según cuentan la tradición y los evangelios entre los doce hubo quienes eran célibes, como Juan, y quienes estaban casados, como Pedro, distinguido también por Jesús de una manera especial al constituirlo en piedra fundamental de su Iglesia: “a mí vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte  no prevalecerá contra ella” (Mt 13,18).

No pocos papas casados siguieron a Pedro en la historia de la Iglesia, algunos también canonizados: san Félix III (483-492), san Silverio (536-537), Clemente IV (1265-1268) y Félix V (1439-1449) son algunos ejemplos. Todos ellos ejercieron el cargo sin alterar su legítima vida matrimonial e inclusive – y esto en general está poco difundido – hubo papas hijos de otros papas o clérigos: Juan XI (931-935) era hijo del papa Sergio III (904-911).

Otro argumento sostiene que no se puede dedicar a la vez el tiempo a Dios, a las cosas de Dios, y a una familia. Sin embargo, ¿no existen personas que con una familia a cargo y de manera abnegada y sin fatiga están permanentemente al servicio de otros? Por ejemplo, los médicos obstetras: para ellos, en el pleno ejercicio de su profesión, no existen domingos, navidades, feriados ni horarios dentro de esos días; hoy –gracias a la tecnología pero durante muchísimo tiempo sin ella– tienen sus teléfonos celulares disponibles aguardando el posible llamado de sus pacientes. ¿Es posible afirmar que en estos casos que o cumplen responsable y cabalmente con el juramento hipocrático o se dedican a su familia?

Cuántos hombres por amor a Dios y como acto de servicio y entrega a sus hermanos estarían decididos a “partir” su vida entre su familia (mujer e hijos), su trabajo y el amor a Dios hecho obras en el servicio concreto a sus hermanos más necesitados de una comunidad, o mediante la administración de los sacramentos, la predicación de la Palabra, etcétera.

Hoy hay ya en nuestro país y en distintas diócesis (no en todas) unos cuantos diáconos permanentes que engarzan con éxito la triple responsabilidad compuesta por una familia, su oficio o profesión y el Ministerio del Diaconado. Pero no es suficiente: los diáconos permanentes no pueden consagrar ni administrar la Santa Unción a los moribundos o enfermos terminales, entre otras cosas.

Un elemento contundente en la declaración de ley celibataria fue evitar los inconvenientes que suscitaba el dilema de la herencia, cuando un sacerdote fallecido y su familia ocupaban propiedades o tierras que pertenecían a la Iglesia. Hoy, el derecho y todo lo concerniente a la actividad notarial han adquirido tal desarrollo que no habría inconveniente en encontrar una solución al problema, velada para la sociedad del siglo XVI.

Y siguiendo el factor económico, en 2008 Martín G. De Biase publicó un artículo en el diario La Nación titulado “Celibato, una cuestión de economía”, donde analiza el costo que podría tener para la Iglesia contar con sacerdotes que tienen una familia. Sin pretender profundizar el tema, digamos que es un punto que llegado el caso deberá tratarse con la ayuda de expertos, con seriedad y escrupulosamente; sin embargo, seguramente existe más de una alternativa y en ningún caso transforma la cuestión en una tarea inviable.

Las estadísticas no hacen ley. La Iglesia católica no reduce ni somete sus dogmas ni sus mandamientos a un plebiscito, tampoco a una votación democrática, y es lo correcto. En efecto, ninguna de las verdades de Fe que tenga que ver con la conducta humana deja de serlo porque la mayoría no se ajuste a ellas. Los profetas han sido la conciencia del Pueblo de Dios y la acción de aquéllos se ha constituido en parte esencial de la misión y postura de la Iglesia a través de los siglos y eso consistió con frecuencia en hablar en contra de lo que le gusta a la mayoría; no obstante, lo que esas voces expresaron no dejaba de ser auténtico, verdadero y hasta necesario.

Si bien los números no hacen ley, no es menos cierto que ignorarlos nos expone a alejarnos de la realidad, lo cual puede fomentar la triste divergencia entre lo que se dice desde cierto lugar y lo que se hace en el llano. Hay que hablar los temas, conocer la situación y el estado de las cosas y, a su vez, darlo a conocer. Esto constituye una premisa fundamental a la hora de tomar decisiones, aunque duela.

Definitivamente el celibato sacerdotal no es un mandato evangélico. En cuanto “mandato del Espíritu”, es probable que lo haya sido cuando se instauró la obligación del celibato sacerdotal en ocasión del Concilio de Trento. No puede negarse que haya dado abundantes frutos, pero tampoco pueden dejarse de lado que durante 1550 años la Iglesia había subsistido sin el celibato obligatorio para los sacerdotes; y que ya han transcurrido más de 450 años desde que se impuso la ley celibataria y la realidad del mundo cambió. ¿No podemos comenzar a plantearnos la posibilidad de rever el tema, sin que eso provoque enojo ni indignación? ¿Es verdaderamente imposible pensar que el Espíritu pueda querer inspirarnos un aire nuevo en la realidad que hoy viven la Iglesia y la humanidad toda?

Encorsetar al celibato obligatorio la causa de la falta de vocaciones sacerdotales sería sobre-simplificar el tema, pero también sería necio pensar que no hay relación entre ambas cuestiones. Nos estamos quedando sin sacerdotes y esto es una realidad que puede constatarse: prácticamente no entran jóvenes al Seminario, muchos han decidido dejar el ministerio para casarse y, al menos en la diócesis de San Isidro, desde hace varios años los aspirantes al diaconado permanente superan considerablemente en número a los seminaristas. Muy probablemente en un futuro no muy lejano se habrá dejado de lado el celibato sacerdotal, pero es muy triste –con todo el significado profundo de la palabra tristeza– reducir temas de santidad sacramental a cálculos de necesidad numérica. Sería muy triste –insisto– que la Iglesia optara por ordenar hombres casados sólo porque no le dan los números.

El sacerdote español José María Lorenzo Ameribia cuenta que una vez, hablando con un médico de 40 años, soltero, le dijo que por amor a Dios y para una total entrega a sus hermanos había decidido, desde su adolescencia, vivir en virginidad. Su director espiritual le había hecho ver la necesidad de sacerdotes que tiene la Iglesia, pero el médico se decidió por el ejercicio de la medicina en castidad perfecta porque entendió que ese era su carisma y así lo dictaba su conciencia. ¿No debería ser así el celibato voluntario de todo cristiano, independiente de si es o no ministro del altar? Quien piensa así, con grandeza y entrega, da lo mismo que sea médico, visitador social, monje o enfermero. ¿Por qué unir entonces indefectiblemente sacerdocio y celibato?

El santo padre Juan XXIII, al nombre su encíclica Mater et Magistra, realzó con plena conciencia un calificativo que identifica más aún desde entonces el carácter propio de la Iglesia: “madre y maestra”. Hoy nos cabe a todos nosotros, como parte de la Iglesia de Cristo, preguntarnos si al menos en estos últimos tiempos no hemos contribuido a que la Iglesia fuera mucho “maestra” y muy poco “madre”. Hagamos todos juntos de la Iglesia una santa madre generosa y esposa amante. Dejemos de lado un poco, aunque solamente sea un poco, lo de “maestra”. Al muy querido e inolvidable monseño Carlo María Martini se le atribuye haber afirmado hace un par de años que la Iglesia atrasa unos doscientos años.

Hagamos votos para que en esta nueva etapa de la Iglesia no falten los espacios ni la voluntad para tratar y rever cuestiones como el celibato sacerdotal optativo, que en sí mismas no hacen a un dogma y que pueden cambiar –y es sano que eso ocurra–, abriendo la posibilidad de enriquecer a la Iglesia y contribuyendo a difundir la Buena Noticia.

2 Readers Commented

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  1. martha maidana on 11 octubre, 2013

    coincido con la propuesta de la nota y hace mucho tiempo que debiera haber sido tenida en cuenta a partir del verdadero concepto de libertad . Ojalá que seamos capaces de vencer la inseguridad , que seamos capaces de superar el prejuicio y sobre todo que pongamos la confianza en Dios ,pero para eso,creo que se debería partir de una sólida,fuerte,convencida experiencia de Dios desde la oraci´ón personal y comunitaria

  2. Ale on 5 octubre, 2014

    Totalmente de acuerdo con que el celibato sea opcional

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