ps2Reproducimos un artículo publicado en Criterio en la edición 95, correspondiente al 26 de diciembre de 1929, que recupera la historia de esta tradición.

pesebre-en-napolesPraesepe es palabra latina que significa lugar cerrado, y más particularmente comedero, establo. En italiano se llama presepe por excelencia al estable donde nació Jesús. Cualquier escena de la Natividad puede llamarse así, pero este nombre suele reservarse para una representación de arte popular, cuyos orígenes se remontan a san Francisco.

En 1223, cuenta san Buenaventura “que (Francisco) sintió el deseo de rememorar la Natividad de Cristo, para mover las gentes a devoción. Y dispuso llevar esto a la práctica en el Castillo de Grescio, con la mayor solemnidad que fuera posible, previa la debida licencia del Papa; y obtenida esta licencia, hizo disponer con heno el establo, e hizo venir allí el buey y el asno; e hizo venir muchos frailes y otra buena gente” (Obras ascéticas vulgarizadas en el Trescientos).

Esta rústica representación de la Natividad no era, en el fondo, más que una de las tantas Devociones o Misterios, en uso en las iglesias y las plazas italianas, desde comienzos de la Edad Media.

El ejemplo de san Francisco halló imitadores. El Pesebre, delicia de los niños y de los grandes que conservan el alma infantil, había nacido.

En el siglo XIII Arnolfo de Cambio esculpió para la iglesia de Santa María Mayor, que conserva la reliquia de la santa cuna, algunas figuritas de mármol que, dispuestas en una cripta que simulaba la gruta de Belén, debían formar escenario, como en los pesebres modernos.

Después, la difusión y la complicación de las Representaciones sacras, elevadas al rango de obras de arte, detuvo el desarrollo de este arte menor. El pueblo admiraba las grandes escenas teatrales, donde la Virgen y san José, los ángeles y los reyes Magos estaban representados por verdaderos actores, en las plazas públicas y en las iglesias.

En 1466 Florencia celebró una de estas devociones “con tanta pompa y tan magnífico aparato que el ordenarla y concluirla tuvo durante varios meses ocupada a toda la ciudad”.

Cuando el drama religioso se refugió en los conventos, vencido por el teatro profano, entre el 500 y el 600, vino la usanza de representar la Natividad con figuritas y pequeñas escenas de bulto, imitando el escenario de las representaciones sacras.

De los monasterios la costumbre pasó a las iglesias públicas y a las familias. Dos ciudades se distinguieron en esta creación popular, imprimiéndole un carácter de arte bien diferente: Nápoles y Génova.

El pesebre napolitano es el más antiguo. Desde comienzos del 500 se usaron figuritas a líneas fijas, reunidas, con un fondo arquitectónico, a guisa de nicho u hornacina. En el 600 se comenzaron a emplear los maniquíes de madera, vestidos.

El 700 introdujo el uso de las cabezas de terracota pintada, en actitudes variadas, que podían adaptarse a diversos personajes.

La composición se enriqueció con accesorios fantásticos y burlescos y alrededor de la Sagrada Familia se acogió la gaya vida napolitana.

Más serio, más patético, más sencillo es el pesebre genovés, que en sus varios episodios mantiene una dulzura muy en tono con la santidad de la escena.

En Roma el pesebre no llegó nunca a tener estilo propio, pero asumió aspectos y formas diversos, según las comunidades y las iglesias.

En la de Aracoeli, el día de la Epifanía, se expone aún hoy un pequeño Jesús dentro de una cuna, llena de paja; y los niños recitan ante el altar villancicos y cantos dialogados. En San Andrés del Valle las estatuas del pesebre son de tamaño natural, formando altorelieve sobre el fondo del ábside.

Entre nosotros, sólo existe un pesebre de verdadera significación artística. Es el de la familia de Ogando, que está hoy en el Museo de Luján. Obra de un artífice cristiano, tiene la simpatía que se desprende del motivo inspirador y avalora su mérito, con una ejecución impecable en los detalles y en el vasto conjunto.

Después de algunos decenios de injusto olvido, los pesebres tornan hoy a alegrar las iglesias, las casas, las escuelas. Por todas partes se buscan tradiciones, se renuevan las viejas escenas, se ensayan invenciones originales. Es bello que también nuestra época deje su marca en este género de arte, que ha formado durante siglos la delicia artística y religiosa del pueblo. El pesebre de hoy no puede ser el pesebre del pasado: hay que continuar el antiguo, adaptándolo a los tiempos modernos, a la nueva sensibilidad y también a los conocimientos históricos, en cuanto pueden encauzar y nutrir la fantasía popular.

Sobre todo el artista debe tender, como los antiguos, a conmover los corazones. Desde el pesebre, tanto más eficaz cuanto más sencillo, Cristo continúa enseñando al mundo. Su humidad, su pobreza, su mortificación aleccionan contra el orgullo, la codicia, el desenfreno, siempre renacientes en el corazón del hombre. Regocíjese el artista pensando que llegará un día en que ante esta humilde escena palpitarán todas las gentes: Viderunt omnes fines terrae salutare. Dei nostri (Salmo XCII).

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