In memoriam Eugenio Guasta
Eugenio nombra a Gounod y se resiste a entrar
en ese pasaje para él obsesivo. Calle con arcadas
de piedra que dan a una escalera gris y persianas
amarillas entreabiertas.
Cielo azul pastel, paredes a la cal
y una silla vacía junto a la puerta cerrada.
Algún farol se encenderá por la noche.
La mirada choca contra lo blanco, obligada
a transponer el umbral. Del otro lado
quizás haya luz o penumbras.
¿Mesa tendida o mezquindad?
El punto de fuga es la pared blanca.
Tal vez se abran otros pasajes hacia el fondo.
De este lado, la cama paralela a la ventana
que recorta techos, mansardas y hasta un ciprés fuera de lugar.
Al pie de la cama il fratello Fernando. Sus brazos
sostienen al amigo, lo arropan,
se funden con su piel y disipan todo temor
anclando en esta orilla ese cuerpo vulnerado.
“No debo cerrar los ojos”, dice Eugenio.
El blanco detiene los excesos, limita y enceguece.
el blanco es la luz del sol cayendo a pico sobre la cabeza,
los ojos turbios, desenfocados, encandilados por el resplandor.
El blanco es asepsia y despedida.
Las palabras de un enfermo contienen su revelación.
Tres parábolas del Evangelio de Lucas.
Il fratello cuenta su predicación de ese domingo
“No temas, pequeño rebaño, porque el Padre
de ustedes ha querido darles el Reino.
Vendan sus bienes y denlos como limosna.
Tejan bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro
inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón
ni arrasa la polilla. Estén preparados, ceñidas las vestiduras
y con las lámparas encendidas…”
Cuando Fernando habla las palabras se vuelven
bálsamo; miel y especias corren por el pecho,
entibian el atardecer colándose por la ventana.
Atrás aún vibra tintineando la lectura por Marilú Marini
del récit de Theramène , un Racine a domicilio.
La dulce inteligencia no se rinde.
Veo oleadas sobre las sábanas, empujando obstinadas.
Siento la disolución de ese vivir en letras,
el jad Quedará el altar hecho en alpaca por Blas Castaña
donde se incrustan una piedra andina y otra del Éremo,
lo judaico y el mundo griego, la virola de un salero
y el latín de las inscripciones romanas. Cada detalle
una historia, cada historia un sentido.
Constituye un legado. Al recibirlo, aceptamos la gracia,
también el desamparo de esta pura realidad
hecha cuerpo enfermo, materia en descomposición,
lucidez aferrada a conservar el pudor de las buenas maneras.
Civilizado modo de prevalecer, de solapar la bestialidad
mediante ese espíritu que los ingleses nombran mind,
fundiéndolos, así intelecto y sentimiento se preservan.
Inútil explicar. Inútil referir que esas fotos tomadas
al claroscuro de una tarde invernal dividen mi cara en dos
mitades, como si salud y enfermedad se repartieran mi
lado izquierdo y mi lado derecho en amable rivalidad.
Tenía los ojos tristes y la barbilla temblorosa.
¿Acaso ese domingo supo mi espíritu-mente la batalla, jamás
imaginada, que mi propio cuerpo se aprestaba a librar?